Cuando ya no me sirva para nada
la cafetera, si no es mucha 
molestia, me gustaría 
ver esparcidas mis 
cenizas fuera de 
los muros del 
cementerio 
de mi pueblo.
Esparcidas en ese jodido hueco que 
teníamos reservado para 
nuestro perro.
Seguro que los atardeceres desde allí son preciosos,
y el sonido de los coches, y el viento del valle 
muy suave, como para dejarse
arrastrar.
