La tele y la tarjeta

MES a mes crece y ya se detecta en la calle. Me refiero a esa tendencia que no cesa desde hace mucho tiempo por la que los únicos índices de audiencia que suben son los de las canales temáticos. Todo ese universo especializado en el que, previo pago, puedes encontrar la televisión de tus sueños o de tus manías personales. Unos porque les va, qué se yo, la caza y se pasan todo el día viendo reportajes de perdices, la persecución del corzo en la sierra de Gredos y esos especiales en los que te explican con todo lujo de detalles cómo se desmonta un rifle y cosas así. Otros se pasan el día viendo el canal de la nieve y las estaciones de esquí, otros prefieren el golf y, en cuanto pueden, conectan con su canal para ver a sus figuras darle a las pelotas, que acaban en el agujero como atraídas por un imán. La tv de pago está bien si tienes la suerte de poder pagarla. De comprar sus productos como quien visita el supermercado: una película para el viernes por la noche, más otra para que los niños pasen la mañana del sábado más el partido de fútbol para el sábado son veinte euros. Pero no hace tanto que, en este país, uno se conformaba con la oferta de la televisión en abierto. Una especie de servicio público cuyo único canon era el de soportar, como se podía, una buena ración de anuncios. Ahora el público quiere servicios exclusivos; formar parte de grupos diferenciados y toda esa monserga de lo VIP. Estamos asistiendo al declive de la televisión para todos y vamos hacia otra que cambia según el color de la tarjeta de crédito. Antes la programación era la misma para todos y ahora que hay mayor competencia, resulta que lo novedoso es la etiqueta con el precio. La tv lleva camino de convertirse en unos grandes almacenes de intangibles. Entras, eliges y pagas. Ahora lo que falta es que añadan esa coletilla: si no te gusta te devolvemos el dinero.

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