De pequeños mirábamos el sol hasta quedarnos ciegos.
Luego cerrábamos los ojos y llorábamos.
Los
chicles de fresa,
los chicles de menta,
todos los chicles formaban parte del suelo de la plaza de nuestro pueblo.
No podíamos matar animales muertos.
Los perros atropellados ya estaban muertos cuando llegábamos.
Nadie nos hacía ni caso y eso nos brindaba cierta libertad.
Éramos como un pelo del bigote de un calvo.