Delante de mi confortable asiento está ella.
Estudiante de medicina de diez
y nueve años.
Nerviosa,
delgada, infantil,
pero con una serenidad inusitada en su mirar.
Pienso que quizás será ella, dentro de unos pocos años,
la que me atenderá en el hospital, cuando yo esté
jodido por alguna enfermedad,
aún por determinar.
A su lado una chica guapa, zafia y alejada de toda
imaginada participación futura en mi vida,
se hurga la boca con el dedo índice,
tratando de zafarse de un trozo
de Dorito pegado en su
preciosa muela
blanca.
A mi derecha, un niño gordo juega
a cartas con su hermana,
grita y senfada.
Y pienso
que la vida (mi vida)
se desliza dentro de una cabina de aluminio
a trescientos kilómetros
por hora.
Y pienso en la ecuación.