Ahora que la palabra apocalipsis se ha puesto de moda ante un hipotético rescate de la economía española, habría que recordar que esta dramática situación no es nueva en la historia de España. Es más somos uno de los Estados con mejores marcas en el particular ranking de la bancarrota universal. Nada menos que seis veces se declaró en quiebra durante los siglos XVI y XVII, bajo el reinado de los Austrias, y en ocho ocasiones más en los convulsos años marcados por las continuas guerras civiles en el siglo XIX. Vamos que deberíamos estar más acostumbrados a la penuria y los desahucios que a la bonanza y los éxitos, eso al menos en el caso de los ciudadanos de a pie. El significado del rescate en el caso de un Estado es muy similar al concepto que manejamos cuando hablamos de particulares o familias. Un país se declara en quiebra cuando sus debilitadas cuentas públicas no le permiten hacer frente a sus compromisos de pago, tanto con particulares como con organismos internacionales o terceros países. Esto ocurre cuando los niveles de déficit fiscal y deuda externa y pública son insostenibles.
Es evidente que cuando se llega a una situación así, se han producido suficientes errores propios como para propiciar la especulación en torno a la ruina y posterior “salvación”, así como la presión externa de aquellos que aguardan la caída para quedarse con los restos a muy módicos precios. Y los mecanismos son siempre los mismos desde que el tiempo es tiempo. Los salvadores dosifican las ayudas a cambio de que se produzcan las medidas que consideran garantizarán su devolución. Los “rescates” no son otra cosa que convertir deuda privada, que por lo general han generado y disfrutado los sectores más ricos, en deuda pública que pagarán a la lo largo de décadas principalmente las clases de rentas más bajas. Además, la nueva deuda además de estar condicionada, debe ser preferente, es decir, se paga antes que cualquier otro compromiso. En la década de los 70 y los 80 los rescatadores se cebaron en América Latina y otras economía entonces denominadas en “vías de desarrollo”. Fueron los grandes momentos del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y supusieron la antesala de las políticas neoliberales que en los 90 se extendieron al ritmo de la globalización. Grecia, Irlanda y Portugal fueron los primeros euroestados en sufrir las consecuencias de las alegrías del mercado libre y ahora el volumen de España complica encontrar a los buitres la manera de hincar el diente al cadáver. Mera cuestión de tiempo y de ponerse de acuerdo los carroñeros para repartirse el festín.
Llegados aquí cabría señalar que realmente llevamos dos años supervisados y seudorescatados. Los efectos en política económica de nuestros desequilibrios los llevamos pagando desde que en mayo de 2010 al ex presidente RodríguezZapatero le bajaron del guindo y le impusieron un giro copernicano que acarreó a los ciudadanos la congelación de las pensiones y la reducción de sueldo a los funcionarios como primeras dosis de la amarga medicina que llevamos tomando desde entonces. Los llamados ajustes, que curiosamente son unidireccionales, es decir siempre se aplican sobre las clases medias y bajas, tienen ya en España más de 24 meses de antigüedad y lejos de ser suficientes no han hecho más que empezar. Por tanto, deberíamos tener claro el tortuoso camino a seguir que nos espera caso de ser rescatados. Se parece mucho al actual pero acentuando en intensidad y tiempo las medidas ya aplicadas.
En todo caso podemos señalar con bastante exactitud los diferentes efectos que un rescate podría producir:
- Sobre el Estado: el principal efecto se deriva del encarecimiento para colocar deuda pública o hacerlo a altísimo precio. En la actual crisis, en todos los casos de rescate, se ha detectado cómo antes la rentabilidad de los bonos soberanos de los países se ha disparado y ha marcado niveles récord respecto al bono alemán, que es el activo de referencia, por considerarse el más solvente. Este hecho provoca que las medidas de ajuste del déficit emprendidas por los gobiernos rescatados se alarguen en el tiempo y en las cuantías, en una auténtica espiral perversa.
- Sobre las empresas: el rescate produciría un efecto top-down, empezando por las que cotizan en bolsa, dado que el hecho de anunciar un estado de insolvencia y su posterior rescate tiene un efecto muy negativo sobre los mercados de valores. Las caídas en las cotizaciones de las principales empresas multinacionales españolas sería automática dada la globalización del capital. Ello las pondría al borde de posibles opas hostiles de compradores ávidos de sus activos internacionales, lo que les obligaría a profundas restructuraciones para tratar de sostener sus resultados. Con lo que sus proveedores de manera indirecta verán mermadas las facturaciones y una vez más las pequeñas y medianas empresas volverán a pagar el pato de los ajustes.
- Sobre el ciudadano: los peores efectos ya lo está sintiendo por lo que por su naturaleza no le pillarán de sorpresa pero sí por la dureza de los mismos. Así verán incrementada la carga tributaria derivada de la necesidad del Estado de ingresar más recursos con los que atender el servicio de la deuda. A la vez que sus rentas del trabajo y de capital disminuirán debido a la reducción de los salarios tanto públicos como privados, del cierre de empresas por la caída de demanda y de la cancelación de contratos públicos ante la necesidad de las Administraciones de seguir recortando gasto.
A estos efectos hay que añadir el estigma que un rescate que se convertirá en noticia de alcance internacional producirá sobre la marca del Estado español. En primer lugar, por la falta de credibilidad que todo lo español tendrá y, en definitiva, porque llevará aparejada una pérdida de atractivo para inversiones internacionales, tanto como una huida de las actualmente residentes. Deslocalizaciones y búsqueda de lugares más acordes para encontrar las rentabilidades seguras se coordinarán a alta velocidad.
Pero, sin duda, los efectos más perniciosos del rescate son los que atacan y socavan los sentimientos. Un país rescatado es un colectivo sin ánimo, sin rumbo, que pierde los referentes del presente y solo espera mesiánicamente la aparición de alguien que le lleve a la tierra prometida. Y si ésta no llega, uno no tiene más remedio que buscársela, el destino de una juventud formada a la que definitivamente condenaríamos a la emigración. Varias generaciones perdidas para el conocimiento en común, regalada al mundo a bajo coste. El empobrecimiento en ratios de renta per cápita y de servicios sociales – eduación, sanidad y dependencia – es seguro, los cálculos más optimistas lo cifran en un 30% y los más pesimistas en un 50%, pero el derrumbe generacional de una sociedad que pierde el talento y el empuje de sus jóvenes es incalculable. Ese sería el peor precio pagado por el rescate.