Hacia la tercera recesión sin freno cuesta abajo y erre que erre

La ya larga crónica de la crisis económica que nos azota desde la caía de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008, hace ya seis cruentos años, nos debería ir dejando suficientes lecciones y experiencias prueba error como para ser capaces de articular reformas del modelo que nos ha llevado hasta aquí. Sin embargo, conocido es que pese a que al ser humano le hayamos autobautizado como el homo sapiens, su capacidad para cometer errores y lo que es peor para perpetuarse en ellos, es casi ilimitada. Por desgracia, es el caso de las políticas europeas impuestas desde Alemania para el resto de la Unión. El Atlántico que debería unirnos más que separarnos, ha marcado una clara línea diferenciadora entre las medidas adoptadas en Estados Unidos por la Reserva Federal y los Gobiernos del presidente Obama y las correspondientes llevadas a efecto por laComisión Europea y el Banco Central Europeo al dictado de la canciller Merkel. Resultados a fecha de hoy de uno y otro lado: EE.UU. creciendo al 3,5% y con una tasa de paro por debajo del 5%, mientras que las principales economías de la zona euro están estancadas y con niveles de desempleo en torno al 15%. Y todo ello, con la grotesca situación monetaria de un euro valorado por encima del dólar. El hecho diferencial muy simple, mientras Estados Unidos tomó el camino de los estímulos, Europa optó por la austeridad, unos adoraron a Keynes y otros lo hicieron a Friedman.

La presidenta de la Reserva Federal Janet Yellen acaba de anunciar urbi et orbi el fin de la era de los estímulos y lo ha hecho pacíficamente señalando que ya no hacen falta. Su homólogo europeo, aun no tan todopoderoso, Mario Draghi, no se cansa de repetir a los jefes de Estado y de Gobierno que con meras medidas monetarias no saldremos de la doble W cíclica en que han convertido nuestra economía. Llevamos cuatro años, saldados los dos primeros de la crisis dedicados al absurdo esfuerzo de salvar, que no sanear, un sistema financiero especulativo y corrupto, viendo como el crecimiento aflora tímidamente, para volver a caer a los seis meses. De los brotes verdes del 2% al 0% con claros síntomas de estanflación. Y nuestros líderes se miran atónitos, escuchan a sus euritos asesores de cabecera durmientes y se quedan paralizados sin articular una sola decisión. Un continente viejo y avejentado, cuyos jóvenes buscan nuevos retos en nuevos destinos alejados de nosotros, que lo único que sabe hacer es decirle grandilocuentemente al mundo que hará todo lo que haga falta para sacarnos de la crisis.

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El diagnóstico de nuestra enfermedad no es tan complicado. A Europa le está matando la globalización, la presión de los productores emergentes en un mercado abierto y, sobre todo, su incapacidad de ser más eficiente y competitivo, no en la reducción de los costes de producción, sino en los procesos de investigación e innovación, es decir, en el conocimiento. No soy partidario de los rankings, de cualquier tipo, pero aunque solo sea como vara de medir, año tras año estamos observando cómo el liderazgo en la gestión del conocimiento humano se está desplazando del Atlántico, donde llevaba instalado casi 300 años, al Pacífico. El liderazgo del mundo ha emprendido un camino, tal vez sin retorno, contrario a la rotación solar, de Oeste a Este y hoy las universidades vanguardia están en Estados Unidos y en China. De hecho la propia China ya es la primera economía mundial y soporta el 60% de la deuda pública norteamericana. Y, por si fueran pocos nuestros males, la UE adolece de fuentes de energía de recurso propio para alimentar su industria y su consumo, un problema que también acometemos a paso de tortuga con una energías alternativas de alto coste y ridículas inversiones en investigación en este campo. ¿Para cuándo una política energética común? Pero al fin y al cabo, siempre podemos decir que en Europa se vive mucho mejor, que tenemos los mejores vinos, los mejores restaurantes y, cómo no, los mejores museos, o más bien que nos estamos convirtiendo en un enorme museo que atesora el espíritu de Occidente. Los ancianos guardianes de una civilización en proceso de extinción.

Pero que no cunda el pánico, aleluya hermanos, la semana que viene tenemos nueva Comisión Europea, ese grupo de hombres y mujeres con la fácil empresa de cambiar Europa y ponerla al frente del mundo. Claro que aunque tuvieran la voluntad de hacerlo, valor debemos suponerles, e incluso fueran capaces de hacerlo, aptitudes ya tengo más duda que tengan, tendrían que dejarles esos jefecillos de Estados venidos patéticamente a menos, que se envuelven en sus banderas dieciochescas para tratar de demostrar que aun pintan algo en un universo que se nueve a millones de giga bits por minuto y donde un fondo de inversión puede comprarles o dejar caer el 30% de su deuda en una decisión única. O sea que tenemos el pequeño inconveniente de nuestra propia insignificancia. La de tratar de permanecer en estructuras obsoletas y caducas, la de impedir el cambio y la regeneración de nuestro tejido, el económico, pero sobre todo el social.

Tal vez todo lo dicho suene a pesimismo y eso que viene de un optimista y de un europeista congénito. Pero los síntomas de la enfermedad se agravan y los responsables de la curación están más preocupados de su aspecto que de la intervención quirúrgica. Urge liderazgo en Europa, urge federalismo integrador en Europa, urge regeneración democrática en Europa, urge poner el conocimiento al frente de Europa, urge pensamiento sobre Europa, pero ante todo, urge Europa. Sin Europa unida nuestro mundo tal y como lo conocemos desaparecerá. El enemigo existe y está a las puertas nuestras fronteras de ricos acomodados. Se llama hambre, se llama ébola y también se llama un fanático cortando cabezas para exponerlas en Internet en nombre de Alá. Podemos seguir dormidos en nuestra autocomplacencia pero el reloj de la historia de nuestra caducidad no para y el de los males que nos acechan se acelera. Es tiempo de reacción.

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De como el austericidio condenó a Europa a la deflación

na nueva preocupación asola Europa: la deflación. La pesadilla que viene representando la crisis económica para los ciudadanos en este largo lustro parece haberse instalado en un círculo vicioso. Pero no debería sorprendernos, ni puede decirse que no haya habido avisos precisos y claros de autoridades intelectuales de los riesgos a los que nos conducían las medidas tomadas para atajar los desequilibrios presupuestarios públicos en la zona euro. Tampoco nos han servido los ejemplos que la historia puso a disposición, por ejemplo, el de la gran depresión norteamericana de la década de los 20 del siglo pasado. El empeño tozudo de la ortodoxia del Bundesbank y la dirección política monolítica de la Canciller Merkel bajo el dogma de la austeridad a cualquier precio, nos pone a todos ahora al borde del encefalograma plano. Pero lo más grave es que no se articulen soluciones, pese al alto coste en sacrificios sociales que sus medidas unidireccionales nos han producido. Pareciera que hasta que no acusen los bolsillos de la población alemana las consecuencias de la recesión y actual estancamiento causado, el BCE seguirá mirando al tendido sin inmutarse. La rueda del crecimiento está bajo mínimos, no se mueve nada en el continente y, sin embargo, los incentivos públicos ni están, ni se les espera.

Conviene hacer un ligero recorrido de lo sucedido hasta llegar aquí. Un día nos despertamos con el estallido de la burbuja en los entornos del mundo financiero de Wall Street. Resultó que todo era falso, que habían montado una inmensa estafa piramidal en la que habían sido capaces de trincar a los más avezados banqueros. Eso precipitó una crisis internacional de entidades pilladas con pasivos tóxicos de todo tipo. En vez de poner a cada uno en su sitio y especialmente a los responsables del timo en la cárcel, la decisión de nuestros gobernantes consistió en salvaguardar los depósitos de los comunes mortales garantizando las reservas y beneficios de los susodichos banqueros implicados. Acudimos al rescate de sus trampas con lo mejor de nuestros recursos públicos, poniendo en serio riesgo la sostenibilidad del sistema de cobertura social sobre el que descansa la convivencia y, en gran medida, la capacidad de consumo de las sociedades europeas. Ello provocó de forma casi inmediata el desajuste desproporcionado de las cuentas públicas de nuestros Estados. Familias superfluamente endeudadas y presupuestos públicos deficitarios en exceso sirvieron de señuelo a las políticas de austeridad y ajuste dictadas desde Berlín bajo el amparo de la troika comunitaria y del FMI. Las economías periféricas fueron rescatadas o pseudorescatada, como en el caso de España. Casi embargadas para poder pagar los intereses de sus deuda y con nula capacidad de maniobra. Cierre de empresas, colapso del crédito a las pymes, caída del consumo, e incremento del desempleo, especialmente juvenil, nos situaron durante más de un año en recesión. Todos menos Alemania, que al igual que diseñó el euro a su imagen y semejanza y que blindó el BCE con su vacuna antiinflacionista, ahora cobraba la deuda a la que había inducido a bancos y Estados europeos en la época expansiva de principios del siglo XXI. Y aquí estamos ahora, tratando de salir del estancamiento, balbuceando décimas de crecimiento, cuando la economía alemana empieza a tener claros signos de parón, sobre todo, porque aquellos que deberíamos estar comprando sus productos no tenemos un euro para demandarlos.

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Así nos ha despertado el nuevo episodio de pesadilla, así nos ha desvelado la deflación del sueño de la recuperación. Es justo precisar que ni en Europa ni en España puede hablarse propiamente de deflación —un descenso continuado de los precios y expectativas de que seguirán cayendo—, sino de desinflación, es decir, de desaceleración coyuntural (por el momento) de los precios. Pero la desinflación también tiene contraindicaciones para una fase de crecimiento y para la estabilidad financiera de una zona monetaria. Esa es la razón por la cual el objetivo de inflación que marcan los bancos centrales tiene que ser controlado, tanto para evitar una espiral inflacionista como para impedir que la tasa se desplome y congele las expectativas de consumo. El Banco Central Europeo (BCE) tiene fijado el objetivo de inflación en el 2% y desde octubre de 2013 el indicador no excede del 1%. Una situación incómoda para todos los agentes económicos y financieros. La deflación tiene consecuencias incluso más peligrosas que la inflación. Preserva el poder adquisitivo de las rentas, pero a cambio aumenta el valor de las deudas y acrecienta el coste relativo de los intereses. Perjudica considerablemente a los agentes más endeudados (sean individuos, familias o Estados) y esa es la razón por la cual resultaría muy dañina (la propia desinflación ya lo es) para países como España, Italia o los que actualmente están en trámite de rescate. Además, frena el crecimiento; los consumidores retrasan sus decisiones de compra a la espera de precios de bienes y servicios más bajos. El resultado es una trampa para las rentas y el empleo de la que resulta difícil salir.

Resulta paradójico contemplar como los pirómanos nos alertan de los riesgos del fuego. Aquellos que incendiaron con medidas de austericidio Europa, ahora claman por los riesgos de deflación. El comisario de Economía, Rehn o la directora del FMI, Lagarde, se declaran preocupados por las bajas tasas de inflación en Europa y claman por medidas no convencionales para salir de la situación. ¿Y qué cabe hacer? Las opiniones se agrupan en torno a dos propuestas. La primera, monetarista, sugiere bajar los tipos de interés y aportar fondos a las entidades financieras para fomentar el crédito a familias y empresas. La segunda, de corte keynesiano, propone incrementar el gasto público para dinamizar la economía. Normalmente, la opción más adecuada dependerá de cada situación y consistirá en una combinación de ambas propuestas. Por ejemplo, durante la Gran Depresión la Reserva Federal disminuyó los tipos de interés hasta el 0,5% a principios de 1930. Sin embargo, en estas condiciones las familias preferían atesorar su dinero en casa ya que la rentabilidad que ofrecían las entidades financieras era muy reducida (trampa de liquidez). Al no disponer de recursos de clientes, los bancos no podían conceder préstamos para la actividad productiva. Por ello, fue la política de estímulo a través del gasto público acometida por el presidente Roosevelt en el marco del New Deal. la herramienta que permitió superar la crisis. En realidad nada de lo que el gobierno hacía tenía consecuencias importantes en la economía, ya que a causa de la crisis los mercados extranjeros se volvieron más proteccionistas. En consecuencia, el exceso de oferta de bienes y servicios estadounidense no podía ser colocado. La crisis se superó cuando finalizó la Guerra mundial, al permitir una gran expansión de su economía por medio de los préstamos a los países europeos en conflicto. Esto a su vez, aumentó la demanda de sus productos debido a que Europa había perdido gran parte de su matriz productiva, la cual fue reemplazada por losEstados Unidos.

La actual situación europea vuelve a dar la razón a Keynes. Con libre circulación de capitales, un tipo de cambio fijo resulta imposible de mantener (el sistema monetario europeo lo mostró suficientemente) pero no digamos una unión monetaria. El intento de sustituir la devaluación de la moneda por la deflación interna, amén de producir graves injusticias, suele resultar baldío. Y es que la bajada de precios únicamente puede tener alguna efectividad de cara a recuperar la competitividad en la medida en que el resto de los países no apliquen la misma política. Necesitamos incentivos públicos, inversión pública que vuelva a situar en las decisiones públicas el centro de actuación y, sobre todo, como elemento regenerador de la confianza. No sirve solo ya bajar los tipos al 0% o darle a la maquina de hacer billetes para prestarlos a los bancos, eso no haría ya más que engordar a los especuladores que sin esfuerzo alguno inversor hacen un buen negocio prestando en condiciones de usura. Se requiere recuperar la autoridad de las decisiones públicas para alejar del panorama a los buitres que merodean activos y a empresas en busca de gangas por todo Europa.

Debemos ser conscientes de que en lo que dura la crisis, el volumen de los fondos de inversión en todo el mundo ha crecido un 35% y suponen ya el 70% del PIB mundial. Para que nos hagamos una idea, el mayor fondo mundial, de curioso nombre, Black Rock, tiene una valoración de tres veces el PIB de España. Parece evidente que a estos fondos, de procedencia anónima e incontrolable en plena globalización de capitales, les ha ido muy bien en la crisis. Se han convertido en los verdaderos gobernantes del nuevo orden. Han acosado a través de sus presiones en los mercados a Estados y empresas multinacionales. Invierten, desinvierten y especulan con una facilidad que hace una década no podíamos vislumbrar. Para ellos la deflación es un estado natural al que nos han llevado para abaratar sus movimientos, pero incluso para ellos, que se pare la rueda es malo porque la inactividad a medio y largo plazo es sinónimo de pobreza. Necesitan actividad para colocar sus fondos y por eso hay que aprovechar ahora para poner límites a ese poder desproporcionado que han adquirido. Es el momento de volver a incentivar la economía productiva, la innovación en sostenibilidad y reducir al entorno que le corresponde a las herramientas de financiación. El valor que se antepone al precio, no está en el dinero, que no es sino un medio convencional para fijar las condiciones del intercambio. El valor reside en las personas y las personas nos organizamos en la cosa pública que nos representa. Recuperar el valor de lo público como eje de la recuperación es la única posibilidad que tenemos para salir de una vez de la crisis. Empecemos por combatir la deflación con decisión y firmeza. Demos un toque de atención desde Europa al mundo demostrando que nuestro marco de convivencia está por encima de los billones de billones de dólares de los fondos de inversión. A Japón le está costando más de 20 años salir de la crisis, salir de la recesión y de deflación por no emprender políticas de estímulo públicas. Ahora se han decidido a hacerlo con su programa “Abenomics” o de las tres flechas, con cuantiosas inyecciones de liquidez. Han pasado las primeras pruebas con éxito. ¿Por qué no seguirles con la misma decisión?

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El falso debate de lo público y lo privado

Llevamos demasiado tiempo asistiendo a un debate que la crisis económica ha promocionado a primera linea: la dicotomía entre lo público y lo privado. Que la debacle del modelo sobrefinanciador fomentado en tiempos de bonanza ficticia es manifiesto, no parece dejar lugar a dudas. Si todo valía para incrementar el endeudamiento a cambio de darle a la maquinita del consumo, no lo iba a ser menos un Estado que dirigido desde la izquierda o la derecha solo pensaba en cómo administrar crecimientos por muy insostenibles en el tiempo que estos llegaran a ser. Sin embargo, habrá que poner de manifiesto una vez más que la deuda como problema, al menos en la Unión Europea, primero fue privada y después, cuando hubo que acudir al rescate de una banca irresponsable, se convirtió en pública.

No es, pues, aceptable centrar el debate del modelo público basándonos en la actual crisis porque para el Estado se trata de algo más coyuntural que endémico estructural. Sería más lógico avanzar en la reflexión del modelo público que queremos diseñar y poner en marcha para poder legarlo a nuestros hijos y para garantizar el Estado del Bienestar, los derechos proclamados por la Unión y, el progreso equitativo de nuestras sociedades. La obligación de “reiniciar el Estado” debería provenir de una idea de conquista más que de defensa y, lo que es más importante, la ley del karma de los ajuste imperante en ningún caso puede servir de señuelo para un cambio encubierto de modelo de Estado privatizado.

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Sentadas estas bases conceptuales, el primer problema con que se encuentran los ciudadanos europeos en sus distintos países a la hora de afrontar reformas del modelo de los servicios del Estado son los protagonistas políticos que deben llevarla a efecto. Por supuesto que si pudiéramos participar de una convivencia de consenso entre los planteamientos de derechas y de izquierdas el acuerdo de redifinición sería casi idílico, pero la realidad nos dice que los intereses de deconstrucción de derechos adquiridos es demasiado fuerte y la debilidad de las posiciones progresistas demasiado evidente. Así las cosas parece necesario analizar previamente las posiciones políticas enfrentadas. La derecha política, económica y social nunca ha encontrado una oportunidad mejor que la actual para hacer valer sus planteamientos, casi sin necesidad siquiera de expresarlos. Después de décadas de batalla neoliberal proclamando el reinado de un Estado anoréxico y unos servicios del mismo bulímicos, parapetados en la supuesta menor cuantía de los costes privados y la mayor eficacia de su gestión, se encuentra hoy con el regalo inesperado de una crisis que bajo el dogma de fe de la insuficiencia de recursos y la imperiosa necesidad del ahorro público, externaliza sin mediar palabra la mayoría de los servicios, de forma tan cotidiana como silenciosa. No se les puede negar la coherencia en los planes que vienen de la Escuela de Chicago y que tuvo en Margaret Thatcher a su prinicipal heroína europea, como tampoco su grado de coordinación con las ofertas de las empresas privadas adjudicatarias de los servicios y la sintonía con grupos sociales y religiosos que aplauden sus iniciativas en sectores claves como la educación o la sanidad. No cabe duda de que en el último lustro van ganando la batalla de calle y con escaso desgaste político.

Enfrente una izquierda desnortada, desarbolada y sometida a la hipnosis del lenguaje de la austeridad. Sin capacidad de elaborar un discurso alternativo, vive a la defensiva tratando de aferrarse al pasado sin empuje suficiente para transitar el presente y afrontar el futuro. Presa de la eurosumisión germánica acude a viejas recetas keynesianas, que el propio genial autor consideraría hoy desfasadas. Su desconcierto es tal, que predican a la vez la necesidad de realizar recortes en servicios y derechos cuando gobiernan y se lanzan a las barricadas dialécticas cuando pasan a la oposición ante las mismas medidas. Ese doble lenguaje del progresismo trasnochado produce en los ciudadanos un juego de frustración que causa un perjuicio perverso en ellos, por tratarse de los teóricos conquistadores históricos de derechos sociales. Traicionar sus principios y no encontrar nuevas fórmulas de compromiso y avances sociales está lastrando los apoyos de una izquierda que se debate entre el seguidismo bipartidista y el inconsciente flirtreo con el universo antisistema. Supongo que la mayor de las deslealtades de esta izquierda desmemoriada reside en la comodidad de la alternancia asegurada. Esperar pacientemente unos años para volver a ocupar el poder y acomodar a sus gentes en despachos oficiales, sin otra actitud que la dulce espera, se ha convertido en una suerte de profesión política de grandilocuentes líderes del progresismo.

Lo verdaderamente relevante de la situación en la que nos encontramos tiene que ver con la esencia de fondo de los conceptos público y privado traído a un contexto de la segunda década del siglo XXI, en plena era de la globalización y en una civilización digital como la actual. De nada nos sirve la definición de la esencia de las cosas que fueron, porque el fenómeno ha variado sustancialmente y  esencia y fenómeno constituyen una unidad y así como no puede haber esencias puras, que no aparezcan, tampoco hay fenómenos carentes de esencia. Definir hoy lo público y lo privada requiere una clara redefinición de ambas entidades que me temo que ni la derecha, ni la izquierda política están dispuestas a realizar ancladas como están en el automatismo ideológico de sus posiciones. La primera dificultad estriba en el reconocimiento de las fronteras difusas que hoy existen entre lo público y lo privado. Nosotros mismos a escala individual tenemos cada vez más, un ámbito de actuación público impulsado por la redes sociales y la nueva participación en los debates públicos y un territorio privado clásico. ¿Cuáles son por tanto los principales atributos de la titularidad? Tradicionalmente lo ha sido la propiedad, desde que Marx definiera la dialéctica materialista como eje de las actuaciones humanas. Pero la realidad que se impone es la del uso, la de la capacidad que tenemos de servirnos de las cosas y, respecto a las herramientas de protección social del Estado, la accesibilidad y utilización de los servicios públicos por parte de los ciudadanos. Ello no quiere decir que no deba importarnos la titularidad de los derechos, sino bien al contrario, doy por sentado que deberíamos partir de la base de que todos ellos son incuestionablemente públicos. Pero ¿cuántos derechos se quedan en vanas declaraciones de principio sin efectos reales, por no poner el énfasis en su practicidad a la hora de disfrutarlos?.

Sería necesario dejar claro que en este debate el coste de los servicios no es lo importante, sino que es la sostenibilidad del ejercicio del derecho lo verdaderamente relevante. Y que la eficiencia tiene el valor necesario de garantizar el ejercicio del derecho y nada más o nada menos. La definición de prioridades es la clave: a qué queremos destinar los recursos que siempre serán limitados y por qué optamos en cada momento para que equitativamente todos los ciudadanos accedan a los servicios públicos pactados entre todos. Ese catálogo define ideológicamente las aspiraciones políticas, en definitiva por qué y por quiénes optamos. En este camino yo reivindico la capacidad de lo mixto, la fortaleza de la colaboración público privada.Seguir sacralizando posturas maniqueistas según las cuales para unos lo público es intocable y todopoderoso o lo privado es más eficiente y rentable, solo conducen a un enfrentamiento que en nada repercute en el beneficiario último de los servicios que no es otro que los ciudadanos.  Un procedimiento donde todos cedemos a la parte privada algo tan trascendente como la prestación de un servicio público, requiere reglas de transparencia reforzadas desde la licitación a la atención a las personas pasando por los métodos de gestión de los recursos empleado. Fiscalizar la concesión y, sobre todo, evaluar el grado de satisfacción del usuario en todos los estadios del servicio. En el fondo, lo único que debería ocuparnos en este debate es la capacidad óptima para dar sentido a los derechos de los ciudadanos con servicios de calidad. Lo demás, debates estériles.

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