La serenidad como mejor arma europea contra el terror yihadista

Que no hay peor ciego que el que no quiere ver o peor sordo que el que no quiere oír sería la primera enseñanza que los europeos deberíamos extraer de los terroríficos acontecimientos vividos en París. Sabíamos de los riesgos ciertos que el radicalismo islamista supone para nuestra civilización, éramos conscientes de la salida de miles de jóvenes europeos hacia zonas de combate para su entrenamiento con el solo objetivo de su regreso para actuar contra sus objetivos infieles en nuestros países. Hemos sufrido en las dos últimas décadas atentados en nuestras principales ciudades, MadridLondres, París… Vemos cómo su imparable violencia cada día avanza en el África subsahariana, en Oriente Medio y en el Golfo Pérsico, asesinando rehenes occidentales, masacrando a la población civil no integrista que se encuentra a su paso colgando cotidianamente en Internet los vídeos de su barbarie. Pero era más cómodo taparse los ojos y los oídos y seguir plácidamente instalados en la pax europea del no pasa nada, como si todo lo que sucedía fuera una realidad virtual de los informativos de televisión. Lo más seguro es que el terror vivido en París tampoco sea suficiente para sacarnos del sopor adormecido del que no acepta complicarse la vida. Y, sin embargo, la guerra santa está entre nosotros para quedarse, es ya parte trágica de nuestra fisonomía, no la hemos importado, la hemos generado en nuestras propias entrañas europeas de los barrios periféricos parisinos o londinenses.

Sería bueno que fuéramos conscientes de que esos jóvenes cargados de odio e ira que quieren acabar con la forma de vida que les hemos dado, son un producto del fracaso de integración de una inmigración que en la mayoría de los casos se retrotrae a sus padres o abuelos. Sería un ejercicio de sentido común reconocer que tenemos un enemigo interior, que evidentemente sirve a órdenes globalizadas exteriores de las redes terroristas yihadistas, pero que tiene su banderín de enganche en la frustración de una juventud a la que no hemos sabido darles valores superiores que contraponer a la irracionalidad de quiénes les piden que maten en nombre de Alá. El paradigma es muy simple: el Occidente surgido de la Ilustración, baqueteado por dos guerras mundiales e instalado en el acomodaticio Estado del Bienestar, está en quiebra porque no ofrece una realidad terrenal mejor que la prometida en otra vida que puede incluso merecer la terrible pena de inmolarse. A una interpretación integrista de una religión que reconoce la violencia como método de alcanzar sus objetivos, solo se le combate con otra religión que contrapone la paz como valor supremo o con una ética de la solidaridad entre los hombres. Da la casualidad de que los europeos, cada día, menos practicantes de la religiosidad y más adoratrices del becerro de oro, hemos abandonado ambas fórmulas de lucha contra el enemigo de la razón.

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Además, desde la década de los 50 del pasado siglo y, en gran medida, gracias a nuestro poderoso invento de Unión Europea, hemos depuesto las armas entre nosotros y hemos instalado un pacifismo equívoco, que da por sentada la garantía de seguridad en la convivencia, como si ya no existieran enemigos interiores o exteriores. Esa ingenuidad de gobernantes y gobernados, nos pone ahora cuando el terror nos atenaza, en el disparadero de cómo actuar dentro de nuestras confortables fronteras contra el terror integrista. Ante el reto debemos vencer el principal riesgo que nos acecha: la reacción desmedida ante el desafío lanzado por los violentos. El miedo puede llevarnos a socavar nuestra libertad, la esencia misma de nuestro ser europeo y retroceder hacia fórmulas totalitarias o populistas que es exactamente lo que pretenden en su partida de ajedrez a largo plazo los ideólogos yihadistas. Seguridad y libertad son dos caras de la misma moneda indisociables. No puede haber una sin la otra y menos en un espacio común como el que hemos construido con no pocos esfuerzos desde hace casi 60 años. Por tanto, ante el terror la actitud que asuman gobiernos y ciudadanos europeos va a resultar clave para afrontar la nueva situación a la que nos enfrentamos. No podemos caer en la tentación de la respuesta pendular de quien no ha querido ver el problema durante años y ahora pretende resolverlo a base de penas de muerte y convirtiendo Europa en un escenario tan inseguro como injusto. Por ello se impone la serenidad como método de toma de decisiones. Solo la fortaleza que puede darnos el convencimiento de hacer el bien y de no perder nuestros principios pese a ser duramente atacados, nos permitirá ganar esta batalla de formas de entender la vida y la muerte.

La serenidad es aquella actitud del espíritu humano de responder ante cualquier evento o situación sin dejarse arrebatar por sentimientos o emociones desestabilizadores. Una persona serena es una persona pacífica, y en paz con su entorno y para con los demás. Así debemos comportarnos como colectivo racional frente a quienes pretenden que les hagamos frente con sus mismas armas de violencia desatada. Y desde la serenidad debemos entender que la unidad de los europeos que creemos en la paz y la libertad como principal valor en la vida presente, cobra más que nunca un protagonismo histórico. Si nuestros padres fundadores, los Konrad Adenauer, Jean Monnet, Winston Churchill, RobertSchuman, Alice de Gaspieri, Paul-Henri Spaak, Walter Hallstein y Altiero Spinellifueron capaces de hacernos un relato de la necesidad de la paz como respuesta a cientos de años de enfrentamientos entre nosotros mismos, ahora nuestros líderes tienen la obligación de orientar el discurso de la paz frente a la violencia, de la libertad frente a la imposición. Una vez más, la vieja Europa se convierte en el centro de las miradas del mundo, una vez más, nos encontramos ante la responsabilidad de dar respuestas civilizadas a un planeta interconectado donde la información fluye a toda velocidad y hasta cualquier rincón del orbe. Los enemigos de nuestra forma de vida han escogido Europa como escenario de su asalto, como ya han hecho de forma histórica, pero la forma de guerra ha mutado y ahora no se trata de organizar santas cruzadas contra guerras santas, sino de garantizar la seguridad y la libertad de los ciudadanos que viven en Europa sean del color que sean, piensen o se expresen como lo deseen y profesen la religión que profesen. Ellos, los que siempre en nuestra historia han creído que somos parte de una civilización decadente, incapaces de sacrificarnos y de hacerles frente desde la serenidad y con la paz como bandera, creen que no vamos a ser capaces de soportar su presión día a día, sin perder la unidad y sin caer en formas de totalitarismos. En nuestra mano está escribir una de los mejores capítulos de nuestra historia, uniéndonos ante un enemigo común que desprecia la vida y cualquier forma libre de expresión que no sea la suya.

De cualquier riesgo surge una oportunidad si se sabe afrontar la situación. Por dolorosas que sean las jornadas que nos toquen vivir, los europeos sabemos que somos mejores cuando nos ponen al borde del precipicio de la intransigencia, que en la defensa de nuestros valores nos hacemos fuertes y surge la inteligencia que tantas aportaciones a la humanidad ha dado. Francia no puede sentirse sola en esta batalla ni un solo día, los ciudadanos franceses no pueden pasar este duro trance que puede trasladarse en cualquier momento a una de nuestras ciudades, sin sentir el apoyo incondicional de todos. La coordinación de medios antiterroristas y de información debe ser absoluta entre los Gobiernos de la UE y las propias instituciones europeas deben demostrarnos más que nunca que nos son meros administradores de nuestro comercio, sino que velan por las libertades de los 400 millones de europeos que hoy componen la Unión. Una libertad que se defiende dentro, pero también requiere de acciones conjuntas en el exterior, donde los terroristas hoy avanzan impunemente mientras nosotros miramos para otro lado. Toca rearmarse moralmente y demostrarnos a nosotros mismos y al mundo entero, que por salvaguardar la paz y la libertad estamos dispuestos a hacer todos los sacrificios necesarios. Es la gran hora de Europa como conjunto de valores, no lo desperdiciemos porque puede que nuestra bella forma de vida esté en juego.

A la memoria de todos los periodistas que han dado su vida por darnos la libertad de saber lo irracional que puede llegar a ser la violencia

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El interminable viaje hacia el centro político

El padre de la Ciencia Ficción, el novelista francés Julio Verne, narró como nadie los viajes extraordinarios de un ser humano que vislumbraba en el siglo XIX una nueva era tecnológica que le abriría, como así a sido, a universos entonces desconocidos. Lo que no logró imaginar el bueno de Verne es la epopeya que la crisis económica está produciendo en el mapa político europeo y por traslación enEspaña. Podría decirse que hemos asistido a un tsunami que ha revuelto convicciones y compromisos en la izquierda, incapaz de hacer frente a las posiciones conservadoras que han protagonizado las propuestas de austeridad. Mientras, la derecha se aferraba sin fisuras a un planteamiento basado en los ajustes presupuestarios y el cumplimiento del déficit cero por parte de las administraciones, abandonada a la suerte de los mercados para poner rumbo de nuevo al crecimiento y sin importarle los rotos sociales de desigualdad que su política puede dejar. Ahora que parece entreverse la luz al final del túnel o que al menos la circunstancia se nos pinta más risueña, conviene tener en cuenta que la sociedad buscará su refugio natural en las posiciones de centro político, ese punto en el infinito al que nunca que se llega, pero hacia el que conviene poner siempre ruta de convivencia.

El centrismo se impone especialmente como necesidad cuando se han dado situaciones que han roto los esquemas y las estructuras sobre las que se basaba un contrato social previo. No reconocer hoy que la crisis ha hecho saltar por los aires buena parte de los cimientos del Estado del Bienestar es poco menos que ridículo y en eso se empeñan gobernantes de derechas como Merkel en el conjunto de Europa o Rajoy en España. Seguir adelante como si aquí no hubiera pasado nada, realizar unas cuantas reformas para salir del paso y seguir practicando una suerte de tancredismo político, es a medio plazo un seguro de suicidio. Tan absurdo como por parte de los planteamientos socialdemócratas creer que todo va a consistir en realizar un revival de sus políticas keynesianas para borrar los malos recuerdos de la pesadilla austericida. Nada volverá ya a ser igual. Grábenselo, señores políticos, en el frontispicio de sus pensamientos y repítanlo machaconamente para tenerlo presente a cada paso que den en su actividad diaria. Y tampoco me sirven las propuestas de base populistas, tan bienintencionadas como estériles en sus planteamientos que propugnan las revolución de unas clases medias que lo único que desean es volver a vivir bien, con el menor esfuerzo posible. Falta lumpen para ese guiso de revuelta social en una Europa demasiado rica para convertir la guillotina en una espectáculo generalizado. Estas formaciones alimentadas por el descontento mileurista tienen, en el mejor de los casos, un recorrido del 15% del voto de una población que volverá a agruparse en posiciones de centro, si o si.

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El centrismo valora las posiciones consensuadas como un fin en sí mismas —las políticas del “justo medio”—. Y si queremos articular propuestas de centro en la actualidad en la práctica política, lo que propone y defiende son políticas de economía mixta y de profundización de la democracia. Aunque no cabe duda que ese interminable viaje al centro político está repleto de peligros. La propia Margaret Thatcher, de cuya lejanía al centro cabe poca duda, ya apercibió que «estar en medio de la carretera es muy arriesgado; te atropella el tráfico de ambos sentidos». Cierto es además que el centrismo ha tenido mala prensa política. Tachado de vago, falto de ideas y compromiso, cuando no de utópico por basar todo su empeño en el consenso y la esperanza en la bondad de las personas. Sin embargo, hoy más que nunca es preciso afirmar la “bondad kantiana” o el “justo término medio atistotélico”, cuando nuestra sociedad se ha visto vapuleada por la injusticia de una crisis fabricada por unos pocos y sufrida por unos muchos. Frente a los planteamientos hobbianos del hombre hecho lobo y del sálvese quien pueda, se requiere un nuevo entendimiento de diálogo racional sin posiciones dogmáticas. Ello requiere dotes de liderazgo basados en nuevos valores, lo que supone en si mismo una regeneración inevitable de los gobernantes que han tenido responsabilidades en la crisis. Algo que va a ocurrir por voluntad de los votantes que elección tras elección están mandando a sus casas a todos aquellos que no han entendido las necesidades de este nuevo tiempo político.

Necesitamos urgentemente líderes que crean en la epistemología de la virtud, que crean en la ética de la virtud o lo que es lo mismo aunque suene poco creíble, líderes buenos, que antepongan el bien común a su bien particular. Pero hablo de una bondad sencilla, basada en la visión con perspectiva de las cosas, de la responsabilidad del ejercicio del poder y de la política que se fragua en la confianza, incluso, en el adversario. Para lo cual también se impone un programa de acción muy simple: maximizar la libertad de acción de los ciudadanos, trasferiéndoles poder a fin que desarrollen su potencial humano; promocionar la participación ciudadana en el proceso político; dar preferencia a propuestas y acciones concretas, a diferencia de programas o grandes promesas de largo plazo; poner en valor las virtudes cívicas y profesionales; la extensión y fortalecimiento de comunidades basadas en relaciones de confianza recíprocas que produzcan valor mutuo; la creación de carácter ético en los individuos a través decisiones conscientes y basar la política en el sentido común y valores tradicionales, especialmente los intangibles, como el patrimonio cultural que identifica y une.

Ocupar ese centro político debe ser el principal objetivo de cualquier líder o partido que verdaderamente quiera cambiar las cosas en estos momentos. Nada se logrará de forma estable y duradera en nuestras sociedades si se pretende lograr por imposición de unos sobre los otros. Las políticas de las dos últimas décadas han pecado de determinismo dogmático, de imposición de un criterio sobre el otro y la mayoría de las veces no ha construido nada porque se han quedado en meras yuxtaposiciones de la derecha sobre la izquierda. En vez de preocuparse por afirmar con solidez los valores básicos sobre los que asentar la sociedad, han pretendido emprender su particular camino de reformas que lo único que han logrado es socavar la confianza mutua y dar rienda suelta a los intereses particulares de los corsarios y piratas del sistema. Así ha crecido como nunca la corrupción y las curruptelas de arriba a abajo y de abajo a arriba. Porque lo que no se ha trabajado es la amalgama sagrada del vínculo democrático de ser honrado por el bien de todos. Lo que nos viene sucediendo no es casualidad, ni se debe a una generación espontánea de ladrones, es sencillamente la pura corrupción del sistema que envilece al individuo por ejemplaridad.

El voto mayoritario busca sentido de pertenencia a la comunidad y en ella a la estabilidad y garantía de subsistencia. Por eso en el centro se construye la seguridad del sistema más asentado, lejos de los extremismo de imposición. Cuando los restos de la crisis nos empiezan a dejar ver la realidad de una sociedad rota, fragmentada, hecha añicos, es el momento más preciso de la reconstrucción, de poner en marcha un verdadero plan Marshall de la política en Europa. Es el mismo fundamento que movió a los padres de nuestra Unión, los Konrad Adenauer, Jean Monnet, Winston Churchill, Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Paul-Henri Spaak, Walter Hallstein y Altiero Spinelli. Todos ellos buscaron el centrismo para una Europa en paz y libertad, sobre la base de los derechos sociales. Ellos habían sufrido el mayor horror vivido en nuestro continente, la II Guerra Mundial, nosotros hemos vivido la peor crisis económica de nuestra historia. Toca volver a refundar sobre los mismos mimbres del consenso, algo que como bien escribió Karl Popper tiene que ver con que “yo puedo estar equivocado y tú puedes tener la razón y, con un esfuerzo, podemos acercarnos los dos a la verdad”.

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Un premio Nobel para la paz europeista

Es evidente que con la concesión del Premio Nobel de la Paz a la Unión Europeala polémica está servida. Nos hemos acostumbrado a mirar los acontecimientos con cultura digital, de forma on line, sin perspectiva histórica y con miopía de futuro. Si lo que la academia Nobel premia es la situación puntual que viven las instituciones europeas podemos establecer un rico debate sobre la buena o mala salud de las mismas y sobre los problemas que sin duda afronta la Unión y los Estados que la forman. Y en ese caso deberíamos empezar por reconocer que la crisis que nos afecta es global y que no se trata de una dolencia endogámica o intrínsecamente europea. Pero el jurado del Nobel no se ha fijado en el punto concreto en que se encuentra el proyecto de construcción europea, sino en el propio proyecto en sí y en el valor como garante de paz que ha tenido en el continente durante más de cincuenta años. Seis décadas ininterrumpidas de cese de la violencia bélica en un territorio que históricamente ha protagonizado las más cruentas y numerosas guerras de la humanidad. De ahí que las primeras críticas recibidas por el Nobel europeo resulten profundamente injustas cuando se compraran con el concedido al presidente estadounidense Barak Obama, pues, se contrapone la labor colectiva de los europeos durante 50 años con el de una persona en tres años. De la misma forma que escuchar en boca del presidente checo, Václav Klaus, reputado euroescéptico o al también Nobel de la paz, LechWalesa, su decepción con el galardón, resulta paradójico dado que difícilmente la libertad en sus países alcanzada tras la caída del Muro de Berlín serían posible sin la contribución realizada por una Europa unida.

Para cualquier persona en su sano juicio debería ser motivo de satisfacción que los pueblos europeos que generaron tragedias tan terribles como las guerras imperiales del Renacimiento, las confrontaciones napoleónicas y las dos guerras mundiales, hayamos convertido la práctica totalidad del espacio continental en un área de comercio común, donde las personas, los capitales y las ideas fluyen en libertad y defendido por derechos comunitarios. Los europeos le guste a quien le guste y le pese a quien le pese, hemos borrado siglos de enfrentamiento por décadas de paz y prosperidad. Nada tiene que ver la forma en que estamos encarando la actual crisis económica en como lo hemos venido haciendo en nuestro tiempo pretérito. La cooperación, el diálogo y la negociación se han impuesto a la fuerza de las armas. El vértigo de la guerra, el miedo a la muerte extendiéndose una vez más por los viejos campos de batalla, unió a los padres fundadores de la Europa del Tratado de Roma. De ese vértigo fue naciendo la conciencia de que juntos somos más fuertes y unidos se defiende mejor nuestro modelo de sociedad, sean cuales sean las dificultades que nos proponga la globalización. Es ya muy fuerte el entramado de intereses y el tejido institucional creado paso a paso lentamente a base del famoso acerbo comunitario como para tirarlo por la borda y volver al abismo de las fronteras irreconciliables.

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Muchas han sido las personas que han participado en la construcción de las Comunidades Europeas, primero, y de la Unión Europea (UE), después, a partir de la llamada Declaración Schuman de 1950. Muchas de estas personas han jugado un papel destacado en la vida de sus propios países de origen, papel que incluso puede ser más significativo que el que han representado en el seno de la Unión. Muchos, pues, son merecedores personalmente del Nobel de la paz, aunque normalmente se conoce como “Padres de Europa” a AdenauerMonnet,Schuman y Gasperi, la Comisión Europea oficialmente considera como tales a Konrad Adenauer, Jean Monet, Winston Churchill, Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Paul-Henri Spaak, Walter Hallstein y Altiero Spinelli. Una historia que se alumbra en Roma el 25 de marzo de 1957 con la firma de los Tratados de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA o Euratom). Ambos tratados fueron firmados por la República Federal de AlemaniaBélgicaFranciaItaliaLuxemburgo, y los Países Bajos, los Estados fundadores. El tratado estableció, entre otras cosas la Unión Aduanera: la CEE fue conocida popularmente como el “Mercado Común”. Se acordó un periodo transitorio de 12 años, en el que deberían desaparecer totalmente las barreras arancelarias entre los Estados miembros. Y la Política Agrícola Común (PAC): esta medida estableció la libre circulación de los productos agrícolas dentro de la CEE, así como la adopción de políticas proteccionistas, que permitieron a los agricultores europeos evitar la competencia de productos procedentes de terceros países. Ello se consiguió mediante la subvención a los precios agrícolas. Desde entonces la PAC ha concentrado buena parte del presupuesto comunitario. Este tratado estableció la prohibición de monopolios, la concesión de algunos privilegios comerciales a las regiones ultraperiféricas, así como algunas políticas comunes en transportes.

La actual Unión Europea ha vivido seis ampliaciones consecutivas en su ya larga historia. La primera supuso la incorporación de IrlandaReino Unido y Dinamarca. La segunda de Grecia, la tercera de España y Portugal, la cuarta de Suecia,Austria y Finlandia y la quinta fue la más amplia de MaltaChipre y ocho países del Este, EstoniaLetoniaLituaniaPoloniaHungríaRepública Checa,Eslovaquia y Eslovenia. Y, por último, la sexta la de los vecinos Rumanía yBulgaria. En total 27 países miembros, que serán uno más el próximo mes de enero con la integración de Croacia. Desde el punto de vista jurídico, el proceso de unión europea ha vivido desde el Tratado de Roma cinco grandes reformas y otros tantos nuevos tratados que constituyen la ley de leyes para sus Estados miembros. En 1986 se aprueba el Acta Única Europea cuya finalidad fue reformar las instituciones para preparar la adhesión de España y Portugal, y agilizar la toma de decisiones para preparar la llegada del mercado único. Los principales cambios fueron la ampliación de la votación por mayoría cualificada en el Consejo (para hacer más difícil el veto de las propuestas legislativas por un único país) y creación de los procedimientos de cooperación y dictamen conforme, que dan más peso al Parlamento. En 1992 entra en vigor el Tratado de Maastricht, cuyo objetivo fue la implantación  la Unión Monetaria Europea e introducir elementos de unión política (ciudadanía, políticas comunes de asuntos exteriores y de interior). Significó el establecimiento de la Unión Europea e introducción del procedimiento de codecisión, dando más protagonismo al Parlamento en la toma de decisiones. Nuevas formas de cooperación entre los gobiernos de la UE, por ejemplo en materia de defensa y de justicia e interior. En 1997 se reforman los tratados por el acuerdo de Amsterdam en materias menores y en 2001 el Tratado de Niza viene a facilitar la toma de decisiones después de la incorporación de numerosos países y, finalmente, en 2007 el Tratado de Lisboa vigente en la actualidad pone el énfasis en hacer la UE más democrática, más eficiente y mejor capacitada para abordar, con una sola voz, los problemas mundiales, como el cambio climático y aumenta las competencias del Parlamento Europeo, establece el cambio de los procedimientos de voto en el Consejo, la iniciativa ciudadana, el carácter permanente del puesto de Presidente del Consejo Europeo, el nuevo puesto de Alto Representante para Asuntos Exteriores y el nuevo servicio diplomático de la UE.

Un camino proceloso repleto de tira y aflojas, de marchas adelante y parones que ha conformado una realidad interna y externa protagonista se quiera o no en el escenario mundial. Porque a las incorporaciones de Estados y poblaciones hasta sumar los 500 millones de personas actuales y un marco legal de compleja regulación y basada en la transferencia de soberanía, hay que añadir la existencia de una moneda única, el euro, vigente en 17 Estados miembros y la creación de un Banco Central Europeo que ya actúa como autoridad monetaria del eurogrupo y que avanza en su funcionamiento como reserva federal al estilo de la de losEstados Unidos. En 50 años la Europa que camina unida ha logrado establecer normas comunes comerciales, de movilidad laboral, de capitales, de moneda única y, recientemente, está poniendo en marcha la diplomacia más ambiciosa y voluminosa del mundo. Negar los problemas y dificultades que hoy acechan a la UE sería vivir al margen de la realidad. A cada paso que damos se producen nuevos retos y mayores inconvenientes. Mantener la riqueza de la diversidad en un espacio que cada vez ensancha más supone la obligación de reinventarnos desde el convencimiento de que juntos podemos seguir siendo un referente mundial.

La memoria humana es tan débil que por supervivencia pronto olvida el drama y la tragedia. Para poner en valor lo que los europeos hemos logrado en estas seis últimas décadas bien valdría reproducir machaconamente la desolación producida en Europa por las dictaduras fascistas y por los regímenes comunistas. La democracia y el Estados social de derecho desde una visión humanista basada en nuestra mejor historia, ha dado fruto en la época más próspera y pacífica que hemos conocido en nuestro continente. El premio que ahora todos recibidos es un acicate y un impulso para los que aún creemos en el proyecto europeista frente a las veleidades populistas y ultras de quienes quieren volver a la defensa de intereses particulares que fomentan el enfrentamiento egoísta. Hay que ser muy estúpido o muy malintencionado para defender que la Europa deHitlerMussolini y Stalin es mejor que la que vivimos hoy de la mano de nuestros gobernantes, por mucho que los actuales puedan errar. Sus errores que sin duda los tienen, son parte de nuestro derecho a equivocarnos juntos y con la enorme capacidad de reconvenirlo en las próximas elecciones. Tenemos problemas económicos, de falta de integración política, de credibilidad internacional, de respeto a minorías, de defensa de derechos humanos en el mundo…, pero seguimos siendo una isla modélica en la humanidad de libertades y calidad de vida. El Nobel de la paz no es más que una llamada de atención a no perder lo que hemos alcanzado, a no dejar de ser referente para el mundo. Nuestra obligación más que nunca es colaborar en la resolución de los problemas mundiales desde la vanguardia de la innovación y la investigación o convertirnos una vez más en el escenario del conflicto. Elegir entre Europa como dilema o como solución. El europeismo ahora premiado además de un bello anhelo es ya un repertorio de hechos incuestionables que nos garantizan vivir en paz.

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