De cómo la abstención avanza silenciosamente sin que nadie quiera escucharla

Las elecciones en AndalucíaAsturias del pasado domingo han remarcado la tendencia de caída de participación e incremento de las abstención registrada en los últimos años en el Estado español. En Andalucía votó el 62,23% del electorado, cerca de diez puntos menos que en las elecciones autonómicas de 2008, mientras que en Asturias solo lo hizo el 55.92%, nada menos que once puntos menos que en los comicios anteriores. Exceptuando las grandes batallas electorales que suponen las elecciones generales, de las que sale el presidente del gobierno electo y que moviliza a todos los grandes medios de comunicación en torno al debate PSOE / PP, el resto de citas electorales se está deslizando hacia abstenciones en la banda del 40% al 50%, convirtiéndose en la opción mayoritaria de los ciudadanos. En la última década, de manera muy especial en los últimos cinco años, cerca de un 15% más de la población con derecho a voto se ha desenganchado del sistema hasta tal punto que se queda en casa el día de la gran liturgia de la democracia. Un fenómeno silenciado por los grandes partidos políticos, que evalúan los resultados electorales con una breve declaración retórica sobre la escasa participación, pero sin aludir a las motivaciones que provocan este desapego de la gente hacia la política. El disputado voto del abstencionista ha dejado paso a la disputa por el cada día más disminuido voto de los convencidos, en una suerte de batalla por el hooliganismo que cristaliza los votantes propios en eso que llaman los expertos politólogos, suelos electorales de los partidos.

La abstención, término que deriva de la voz latina abstentio, es un no hacer o no obrar, lo en esencia normalmente no produce efecto jurídico alguno. En democracia la abstención puede suponer la existencia de corrientes políticas que no se integran en el juego político normal, aunque con carácter general suele responde a impulsos o motivaciones individuales plenamente respetadas y asumidas incluso cuando sobrepasan determinados límites porcentuales. Ante ese fenómeno nos encontramos, el de la apatía ciudadana. Una población crecientemente desencantada del sistema, que no detecta liderazgos atractivos y opta por darle la espalda a la política. El resultado es una mezcla de desobediencia cívica y de concreción de insatisfacción política. En el caso del Estado español, varía sustancialmente los grados de abstención en función del tipo de cita electoral de la que hablemos. En las elecciones generales, al Congreso la media de abstención es del 26%, mientras que al Senado es del 38%, en las municipales y autonómicas del 34%, en las europeas del 45% y en referéndums del 40%. Son, pues, curiosamente, las elecciones más cercanas y las más alejadas o supranacionales, las que registran una menor participación. Pero si miramos las Comunidades con mayor nivel de identidad nacional como es el caso de EuskadiCatalunya, las participaciones se acercan a los niveles de las elecciones generales. Por tanto, parece evidente que la movilización electoral tiene mucho que ver con el grado de pertenencia que el ciudadano tiene a su comunidad, lo que aporta valores al voto, no puramente racionales, sino más basados en sentimientos y pasiones identitarias/ideológicas.

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Si echamos una mirada a nuestros entornos democráticos, tanto en un espacio maduro en este sentido como lo es el de Europa o en uno más joven y en aún en proceso de consolidación como lo es el latinoamericano, sobre los datos que arrojan las elecciones de la última década, los resultados son los siguientes:

Estados con una abstención entre el 100% y el 80%: En Europa, Mónaco; en América Latina, ninguno. Abstención entre el 60% y el 80%: en Europa, Andorra y Suiza; en América Latina, Colombia y Guatemala. Abstención entre el 40% y el 60%: en Europa, Lituania, Polonia, Estonia, Francia, Luxemburgo, Moldavia y Letonia; en América Latina, Venezuela, República Dominicana, Jamaica y México. Abstención entre el 40% y el 20%: en Europa, Hungría, Macedonia, Reino Unido, Ucrania, Irlanda, Finlandia, Rumanía, Eslovenia, Liechtenstein, Portugal, Alemania, Bulgaria, Holanda, Austria, Noruega, República Checa, Chipre y España; en América Latina, El Salvador, Bolivia, Honduras, Surinam, Guyana, Costa Rica, Belize, Chile, Panamá, Nicaragua y Brasil. Y abstención entre el 0% y el 20%: en Europa, Suecia, Eslovaquia, Dinamarca, Bélgica, Grecia, Italia, Islandia, San Marino y Malta; y en América Latina, Ecuador, Argentina y Uruguay (en esta última escala existe en estos Estados algún tipo de obligación de voto).

Acercando más el foco a la Unión Europea y sus grandes democracias, todas ellas han ido incrementando sus niveles de abstención desde la década de los setenta en un promedio que oscila entre un 10% y un 20% más, unas cifras alarmantes que alcanzan sus máximos en las elecciones al Parlamento Europeo, que en la mayoría de estos Estados apenas alcanzan el 50% de la participación. El desapego a la política común y a las instituciones europeas es altísimo, eso sí prácticamente desde su creación.

Sin ánimo de convertir este post en una retahíla de datos, si resulta de interés observar el comportamiento ciudadano ante el voto, según las edades y el género. Así, la participación electoral en Europa de los jóvenes entre 18 y 30 años nos aporta datos bastante homogéneos aunque con diferencias. En general, votan mucho menos que sus mayores, pero mientras que en el Reino Unido, votan mucho menos (un 39% más), en España la diferencia se modera (un 25% menos) y en Italia, sin embargo, no existe prácticamente diferencia (un 0,2% menos). El comportamiento cívico democrático es evidente que madura con la edad porque a medida que nos hacemos mayores el nivel de participación electoral se incrementa, pasando la abstención de los jóvenes entorno a un 45%, entre los 30 y 40 años baja a un 37%, de 40 a 50 años ronda el 32% de abstención, de 50 a 60 años un 26%, de los 60 a 70 años, solo de un 20% y entre los mayores de 70 años, un 15% de media de abstención. Y respecto a la influencia del género en las ganas de votar, digamos que históricamente y hasta hoy, las mujeres votan más que los hombre europeos, en una media superior de participación de un 5% para las féminas.

Podemos preguntarnos quién es el beneficiario del incremento de la abstención en las elecciones. Desde luego, vista la reacción de los políticos, lo que si podemos afirmar sin ánimo de equivocarnos es que los abstencionistas no obtienen beneficio alguno de su actitud. Hasta ahora siempre habíamos pensado que eran los grandes partidos, los que mejor tajada sacaban de la abstención en detrimento de las minorías parlamentarias. Eso sí, repartiéndose la suerte entre ellos, unas veces la desmovilización ha favorecido a uno y otras al contrario, en función de la capacidad de tener a sus adeptos apasionados por derrotar al enemigo en el acto de votar. Sin embargo, la evolución reciente está demostrando que las minorías más radicales, ultraderecha, ultraizquieda o ultranacionalistas, según los Estados, son los mayores beneficiarios del fenómeno abstencionista europeo. Y eso se produce por su capacidad de alentar movimientos de rechazo al sistema, que generan corrientes de simpatías de fuerte militancia. Estos llamados neopopulismos, que no pretenden cambiar la sociedad, sino condicionar las decisiones desde sus posiciones de minoría, se están convirtiendo en la llave de la gobernabilidad en muchos Estados o comunidades, en gran medida gracias a la fuerte abstención registrada en un comicio tras otro.

Si queremos salvar el modelo de Estado del bienestar igualitario, equitativo y universal que los europeos con más o menos antigüedad hemos ido construyendo, debemos ser conscientes de la necesidad de combatir el abstencionismo que paulatinamente está minando la credibilidad de nuestras democracias. A la abstención como desapego del sistema, se le hace frente a través de la democratización efectiva de los partidos políticos, otorgando sentido efectivo y no meramente ritual al acto electoral, estableciendo un sistema de apertura de listas o al menos la eliminación de las cerradas y bloqueadas y, en definitiva, mediante una profundización efectiva en la democracia y, sobre todo, recuperando el prestigio de la institución representativa por excelencia, el Parlamento, privado progresivamente de poderes efectivos. Una nueva forma de hacer política que cambie la máxima déspotica del “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”, por la necesaria aceptación de la norma básica de la democracia del principio de la soberanía popular. Modernas formas de participación en la vida pública y en las decisiones que nos afectan día a día, requieren nuevas mentalidades y culturas políticas. Un objetivo que se viene demandando machaconamente desde instancias sociológicas, pero que a las que los líderes y dirigentes políticos han hecho oídos sordos.

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Falacias sobre el copago sanitario en Europa

El debate sobre la utilidad o no del sistema de copago para la financiación del sistema sanitario se ha abierto en España a raíz de la aprobación por parte del govern de la Generalitat de Catalunya de una tasa de 1 euro por receta – el llamado ticket moderador – en el Servei Catalá de la Salut. De la misma forma que en la mayoría de los Estados más asolados por la crisis de la deuda – Grecia,IrlandaPortugal – se han introducido medidas de este tipo, parece por los indicios que el gobierno del Partido Popular en España, pese a negarlo una y otra vez, está llevando a cabo reuniones “técnicas” con las consejerías de Sanidad de las Comunidades Autónomas para el estudio primero y posterior implementación de medidas de copago sanitario. Convendría, pues, en este clima preimpositivo analizar sin sesgos ideológicos  y sin fundamento o prejuicios carentes de rigor, las virtudes y los defectos de este tipo de reformas. Lo digo partiendo de la base de la trascendencia que en nuestras vidas tiene garantizar un sistema de salud público de calidad, de acceso garantizado universal y equitativo. Nos jugamos demasiado en las decisiones que sobre el tema tomemos como para que el debate se produzca con opiniones de algunos políticos o tertulianos basadas en generalidades y lugares comunes, en vez de en datos contrastados o hipótesis elaboradas por profesionales de la sanidad. Son éstos, que además en el caso del Estado español, lo son de reconocido prestigio y compromiso con el sistema, quienes más tienen que decir sobre una reforma que solo debe pretender hacer viable la sostenibilidad de uno de los mejores modelos de salud pública de Europa y, por ello, del mundo.

El objeto aludido para introducir el copago es la insuficiencia financiera del modelo. Se nos dice que no tenemos recursos suficientes para mantener un sistema tan bueno, pero tan caro. Yo niego la mayor. Lo primero que tenemos que decidir es qué sistema de salud público queremos tener y cuál es su relación con las ofertas de sanidad privada. Dimensionar la cartera de servicios sanitarios que queremos tener es el primer trabajo, así como establecer qué orden de importancia le concedemos en el conjunto de gasto público. Porque si como parece, todos pensamos que junto con el pago de las pensiones y la educación gratuita e igualmente universal, son los gastos comprometidos ineludibles, a partir de aquí serán otras las partidas a reformar. Por tanto, una vez que definamos el tamaño del sistema y consiguientemente sus necesidades de recursos, podremos pasar a definir las partidas de ingresos sobre las que lo sustentamos. Empiezo por deshacer otra falacia del copago por introducir, porque el copago en el Estado español ya está implantado. En primer lugar, mediante las cuotas a la Seguridad Social que pagamos todos los trabajadores y empresarios, en esa suerte de mutualidad aseguradora de diversas prestaciones que supone. En ese sentido, sería muy convenientes que dichas cuotas vinieran desglosadas en sus diferentes aportaciones para que pudiéramos saber claramente a qué se dedica la caja única: tanto para su sanidad, tanto para su pensión, tanto para su prestación por desempleo si ha lugar… Así evitaríamos la mala praxis habitual, que han llevado a cabo todos los gobiernos, de meter la mano en la caja para sufragar otro tipo de gastos. En segundo lugar, pagamos un porcentaje de los medicamentos – excepto los pensionistas – que nos receta la sanidad pública. Por lo tanto, no debemos hablar de copago como novedad, sino de extender a nuevos tipos de impuesto la financiación de la salud.

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Si echamos un vistazo a la situación de nuestro entorno europeo, veremos que el copago en distintas modalidades existe en todos. En veintisiete se realiza el copago farmacéutico. En todos salvo en DinamarcaEspaña, Grecia – y ahora se va a introducir – y Reino Unido, existe el copago en atención hospitalaria. En todos menos en España, Grecia – y también pagarán ya –, HungríaLituania, Reino Unido y República Checa se paga algo por la atención especializada. Y respecto a la atención primaria, donde menos está implantado el copago, es totalmente gratuita en España, Grecia – y se les acaba – Holanda, Hungría, Italia, Lituania,Polonia, Reino Unido y República Checa. Es decir, los Estados con menor nivel de copago y, por tanto, de aportación directa de los ciudadanos al coste de los servicios sanitarios que emplean, son el Reino Unido y España. En ambos casos, somos según diversos baremos e indicadores dos de las mejores sanidades del mundo y en el caso español, el tercer país del mundo en esperanza de vida. Además, resulta útil combinar este dato con el de la rentabilidad de la inversión del gasto sanitario, es decir, qué porcentaje sobre el total del PIB empleamos en sanidad. Así en España nos sale muy barata esa salud pública de calidad. La media de los países desarrollados en Europa está alrededor del 9% del PIB, llegando a cifras mucho más altas en EE.UU. (14%). En España el porcentaje es de los más bajos de Europa (8,4%), por debajo de la media europea, solamente por delante de Finlandia, Hungría, Polonia y la República Checa y muy por debajo de lo destinado en Suiza (11,3%), Alemania (10,6%), Bélgica (10,4%), Francia(11,1%), Austria (10,1%), Dinamarca (9,5%), Holanda (9,3%), Islandia (9,2%),Suecia (9,2%), Grecia (9,1%) e Italia (8,7%).

Se supone que el principal argumento a favor de la extensión del modelo de copago es la disminución del “consumo” sanitario. En ese sentido, deberíamos recordar que la enfermedad, en general, se contrae, no se desea y, más importante aún, que quien discrimina el uso del sistema son sus profesionales, es decir, aquellos en quienes depositamos la confianza en nuestra curación o cuidado. Partir de la base del abuso del sistema supone quebrar la confianza en él y, en todo caso, si existen los excesos atajense, pero no se introduzcan impuestos indiscriminados que culpan a aquellos que nada tienen que ver con los que se aprovechan indebidamente. En cualquier caso, en los países europeos donde más experiencia por tiempo y extensión del copago tienen, está demostrado que efectivamente disminuye el “consumo”, si bien a costa de importantes pérdidas en el reparto equitativo. Es evidente que pese a que se reduzca la aportación del copago a las capas con menores niveles de renta, el hecho de tener que pagar establece una discriminación que afecta más al que menos tiene y que le disuade de acudir al médico. Ello supone a largo plazo que al desaparecer la labor preventiva de la consulta periódica, se pierde el contacto con el paciente y el historial clínico es menos rico en datos, por lo que una enfermedad puede revelarse más grave cuando aparece y propender a convertirse en dolencia crónica. Es decir, que lo barato a la larga se vuelve caro. Y, como dato adicional, la cuantía que se recauda por las distintas fórmulas de copago no son relevantes a efectos del conjunto del gasto sanitario, con ellas no se garantiza la sostenibilidad del sistema. En resumen, demasiado coste social para poco retorno económico.

Si el problema se centra en la financiación del sistema y éste resulta prioritario en nuestras vidas, deberíamos plantearnos una reforma fiscal en profundidad que lo haga viable. De igual forma que el Pacto de Toledo aseguró un consenso básico para garantizar el pago a largo plazo de las pensiones, se requiere un Pacto de Estado para la Salud, dado que además la responsabilidad de su gestión está plenamente transferida a las Comunidades Autónomas. A éstas se les puede marcar y se debe, el mínimo de servicios y prestaciones a las que está obligada por ley, pero en absoluto se les puede impedir a aquellas que mejor gestionan o son capaces de hacer frente a sus necesidades de recursos, que dejen de prestar una asistencia de máxima calidad porque en otras comunidades se malgasta o despilfarra. La solidaridad interterritorial solo es exigible cuando existe paralelamente la fiscalización del gasto y la responsabilidad de cada uno en el mismo. En todo caso, más que imponer una tributación especial en función de la renta personal a los usuarios de los distintos sistemas de salud como ha propuesto el presidente de la Xunta de Galicia, Alberto Núñez Feijoó, parece mucho más coherente y eficaz, acometer una reforma fiscal global que ante la situación de ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres en España, suponga un nuevo modelo de redistribución de la riqueza y, con ello, de financiación de la sanidad, pensiones, desempleo o educación. Cualquier otra medida es un parche intencionado para encubrir la privatización del sistema.

El modelo público de Salud en el Estado español no requiere un cambio radical, ni siquiera en su esquema de financiación. Eso solo lo defienden los que buscan su desaparición. Requiere mejorar los modelos de gestión y, sobre todo, implicar más y contar más con sus profesionales que siguen siendo los mejores defensores del sistema. Requiere un redimensionamiento de sus recursos y una evaluación de sus necesidades de inversión para no quedarse obsoleto en equipamientos y en formación de sus clínicos. Pero con eso no estamos hablando de nada que no sea un trabajo continuo en el ámbito más importantes de nuestras vidas, algo que debemos hacer día a día, no excepcionalmente. No podemos asumir con debates superfluos y vacuos la introducción de un impuesto a la enfermedad, una suerte de tributo por no estar sano, porque eso rompe el equilibrio de una sociedad que cree en la solidaridad y en la red de apoyo que supone que tus congéneres paguen por ti cuando tú lo necesitas igual que tú harías por ellos si así sucediera. En eso nos diferenciamos los europeos, para bien, de modelos de sociedad como el de Estados Unidos, donde curarse es un privilegio o de sociedades donde los derechos solo están al alcance de los más ricos. No podemos permitir que entre nosotros se instale el egoísmo de aceptar que nuestros niños o ancianos podrán vivir en función de su renta. Si así lo hacemos, habremos matado el concepto mismo de Europa.
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Devo Max, el inteligente camino de Escocia hacia la independencia

Por más que pueda parecer innecesario recordarlo, dadas las enconadas confrontaciones que provoca el tema, conviene reseñar que la Carta de la Naciones Unidas firmada el 26 de junio de 1945 y que entró en vigor el 24 de octubre del mismo año, reconoce en su primer artículo el principio de «libre determinación de los pueblos», junto al de la «igualdad de derechos», como base del orden internacional. El derecho de libre determinación de los pueblos o derecho de autodeterminación es el derecho de un pueblo a decidir sus propias formas de gobierno, perseguir su desarrollo económico, social y cultural, y estructurarse libremente, sin injerencias externas y de acuerdo con el principio de igualdad. Pese a un reconocimiento tan formal e institucionalmente tan sólido, la realidad mundial revela que más del 90% de los Estados son sociológicamente entidades plurinacionales. Un conflicto entre pueblos, naciones y Estados que históricamente se ha dilucidado en unos casos de forma dialogada como en otros de manera violenta. Europa no es ni mucho menos ajena a esta diversidad de intereses y en la mayoría de sus Estados existen fuertes corrientes nacionalistas e independentistas.

El caso más reciente y puesto de actualidad la semana pasada, es el de Escocia. Territorio histórico de las islas británicas que de la mano de un gobierno nacionalista demandan la independencia por ejercicio del derecho de autodeterminación de los escoceses. El gobierno de Su Majestad por boca de su premier, David Cameron, ha recogido el guante y propuso en el parlamento de Westminster la convocatoria de un referéndum y la fijación de su fecha de manera inmediata. Este sorpresivo anuncio no ha hecho más que iniciar un complejo juego de posiciones políticas entre Londres y Edimburgo. Es evidente que el manejo de los tiempos y la formulación de la consulta se convierten en piezas claves para prever el futuro del Reino Unido. Un caso éste de indudable calado para el conjunto de los Estados europeos, pues, el camino escocés puede convertirse en un precedente para otras naciones similares que anhelan un estatus independiente en la UE. El gobierno escocés de Alex Salmond y el gobierno conservador británico han movido las primeras piezas de este particular tablero de ajedrez político. Al reto lanzado en las elecciones escocesas de mayo de 2011 por el vencedor Partido Nacional Escocés (SNP) de convocar un referéndum ha contestado Cameron apremiando a hacerlo para evitar el debate y la reivindicación continua.

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Sabe Cameron que, hoy por hoy, los sondeos no auguran una mayoría a las tesis independentistas, por lo que pretende acelerar los plazos de la consulta para evitar que la gestión de los nacionalistas en el gobierno de Edimburgo propicie el cambio de opinión en la ciudadanía escocesa. El Gobierno de Escocia respondió al Gobierno británico con un desafío al anunciar que el referéndum de independencia será convocado en otoño de 2014, en contra de las exigencias de Londres de que esa consulta se realice lo antes posible para evitar que la incertidumbre pueda dañar las inversiones financieras en territorio escocés. La intención inicial del SNP era que el referéndum tuviera lugar después de 2016, cuando es posible que en Londres haya un gobierno de los torys, tremendamente impopulares en Escocia. En cambio, Cameron con el apoyo del “bloque pro unión” formado por conservadores, liberales y laboristas, sostiene que la facultad legal de la convocatoria recae en Londres y que la incertidumbre no es buena para la economía, por lo que no hay que esperar más de 18 meses. Finalmente, Salmond ha propuesto una opción intermedia: 2014, aniversario de la batalla de Bannockburn (1314) hito de enorme fuerza simbólica, pues, los escoceses vencieron a los ingleses.

Es evidente que el antecedente histórico de Quebec pesa en todo el proceso escocés. Salmond es un político tan veterano como hábil y de enorme popularidad en Escocia. Las encuestas más favorables a sus tesis sitúan el apoyo a la independencia en un 40% de los votantes por lo que trata de evitar a toda costa el camino que en su día emprendieron los francófonos quebequeses que les llevó a salir derrotados referéndum tras referéndum en su deseos de independencia respecto a Canadá. Frente a las posiciones esencialistas que anteponen el deseo de una consulta a el logro de los objetivos de soberanía, Salmond ha trazado una hoja de ruta de conquistas nacionales tratando de que no se agoten en una derrota en las urnas, el final que Londres quiere poner a las reivindicaciones escocesas. Unos anhelos que alcanzaron su primera cota en la “devolución” de 1999, cuando Escocia recuperó su Parlamento y un gobierno autónomo, representó una oportunidad para los nacionalistas, que obtuvieron la victoria en 2007 y 2011. Pero el jefe del Ejecutivo escocés es plenamente consciente de que el hecho de que su propio partido abogue por la separación no significa que lo hagan todos sus votantes, muchos de los cuales solo expresan apoyándoles su descontento con las formaciones políticas británicas.

Así las cosas, la clave no será otra que la pregunta que se introducirá en la papeleta. Cameron ha sido rotundo en este sentido, quiere un sí o un no, “o dentro o fuera” llegó a señalar en la Cámara de los Comunes. Situar a los ciudadanos en una decisión de tal trascendencia sin posibilidades de establecer matices en su respuesta es la baza fundamental que jugarán los británicos, seguros como están de que la mayoría de los escoceses no serán capaces de tomar una decisión tan radical como su ruptura política y económica con Londres. Por contra, Salmond en cambio pretende que la papeleta incluya una tercera posibilidad, la de una ampliación de las competencias para Edimburgo. Con esta tercera opción, conocida como “devo max”, el gobierno escocés podría reclamar nuevas transferencias para entre otras cosas, gozar de autonomía fiscal absoluta. La “devolución máxima” es un sinónimo de plena autonomía fiscal, es una fórmula de federalismo fiscal o de independencia menor, que se basa en una situación donde en lugar de recibir una subvención global de la Hacienda del Reino Unidocomo en la actualidad, el Parlamento escocés recibirá toda clase de impuestos recaudados en Escocia y luego haría el pago al gobierno del Reino Unido para cubrir la parte de gastos de los servicios prestados por Londres. Pero más allá de la fórmula concreta lo que saben los nacionalistas escoceses es que esta vía permite salir victoriosos del referéndum y abrir una senda soberanista apoyada por la mayoría del pueblo escocés, cerca de un 60% según las encuestas más reciente.

La batalla está definitivamente planteada y Salmond ha demostrado inteligencia a la hora de desplegar sus reivindicaciones. Ha sido capaz de representar el nacionalismo eficaz, el que desde posiciones legítimas y democráticas es capaz de cambiar la opinión de sus ciudadanos reivindicando más derechos y no enfrentando a su pueblo al callejón sin salida del todo o nada. Una vía tan inteligente que ha forzado a Cameron a aceptar el referéndum y acelerar sus plazos. Londres ha perdido posiciones en el inicio de la contienda y le será muy difícil explicar un veto a una línea intermedia de reclamaciones soberanistas escocesas, una posición mayoritaria actualmente en el territorio de los Highlands. La Europa de la pueblos, de las naciones, la Europa diversa, plural, debe buscar el encaje de la convivencia desde el respeto a los derechos de autodeterminación, un ejercicio complejo que solo desde vías tan sutiles como eficaces pueden solventar enfrentamientos baldíos. Hasta aquí el proceso político escocés con toda su crispación en el debate está dando lecciones a otras situaciones vividas en el Reino Unido como el caso de Irlanda del Norte, donde tras miles de víctimas los avances soberanistas han alcanzado escasas conquistas de autonomía respecto a Londres. Estados como el español, el francés, el belga o el italiano, solo por citar los que en su seno cuentan con millones de ciudadanos con fuertes sentimientos plurinacionales, deberían tomar buena nota de los planteamientos de los nacionalistas escoceses.

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Motivos para oponerse a la refundación francoalemana de Europa sin acento inglés

El riesgo que corre uno en estos días posteriores la cumbre de invierno de la UEcelebrada en Bruselas los pasados 8 y 9 de diciembre si se muestra contrario a las decisiones alcanzadas en ella, es que le tilden de anglófilo y le alineen con las posiciones británicas aislacionistas. De ahí que vaya por delante que estas humildes opiniones no coinciden con los motivos que llevaron al premier DavidCameron a ser el único representante de los 27 que no firmará el acuerdo intergubermental anunciado. Mi claro y rotundo rechazo a esta refundación impuesta por Alemia Francia al resto de socios comunitarios se sustenta en motivos profundamente europeista frente a los exclusivos intereses particulares defendidos por un Reino Unido que desde siempre ha mirado al continente con desdén y cuya relación nunca se ha basado en un compromiso leal sino más bien en una suerte de obligación descreída.

A mi entender lo acordado vulnera al menos tres de las reglas de oro de la construcción europea, ese complejo edificio basado en la diversidad que llevamos desarrollando hace más de cinco décadas. Un espacio común que no debiéramos olvidar que nos ha granjeado a los europeos una de las épocas más dilatadas de convivecia en paz y progreso. A saber:

El marco institucional. No se puede llevar a cabo la pretendida refundación de Europa sin contar con las instituciones que nos hemos dado a base de costosas negociaciones de los tratados de la Unión, el último y plenamente vigente el de Lisboa de 2009. ¿Dónde queda la labor ejecutiva y legislativa de la Comisión Europea? ¿Qué va a ser de su poder de cesión de soberanía que los Estados le han concedido para dirigir buena parte de nuestras políticas que nos afectan en el quehacer diario de nuestras vidas? ¿Para qué nos sirve un Parlamento Europeo – el más costoso del mundo – al que en el tratado acabamos de reforzar sus poderes tanto legislativos como de fiscalización de la Comisión si a la hora de tomar las grandes decisiones su voz no se escucha y su voto no cuenta? ¿Para qué no hacen votar cada cuatro años un circo estable? Y, por último ¿necesitamos un Consejo Europeo, órgano indefinido en tierra de nadie y sin iniciativa política, que solo sirve para agendar reuniones y cumbres o hacer de socorrido correveidile al duo Merkozy? Demasiadas preguntas sin respuesta satisfactoria como para afontar el futuro institucional de la Unión.

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El acervo comunitario. Palabro genuinamente bruselense ha sido la clave del desarrollo europeo. Esa mecánica de movimiento basada en la negociación continua entre instituciones europeas y gobiernos a la búsqueda de consensos, ha sido violada por una precipitada toma de decisiones en una madrugada sin tiempo de reflexión ni debate adecuado de la propuesta francoalemana entre los socios. Como colmo de la esperpéntica situación creada sirva el ejemplo de la delegación española presidida por un Zapatero en funciones y su futuro sucesor Mariano Rajoy acudiendo a la reunión de Marsella del Partido Popular Europeopara ver si sus colegas conservadores MerkelSarkozy le contaban de qué iba a ir la película. Ante las urgencias económicas de la crisis, adorando el sagrado becerro del euro en riesgo, no hemos olvidado de las garantías de procedimiento y con ello de las reglas del juego. Así se han saltado a la torera la última regla de oro:

La democracia representativa. Más allá de haber escenificado un sainete de democracia formal -nadie niega que los jefes de gobierno reunidos en la cumbre han sido elegidos en las urnas – su comportamiento ha sido el de hurtar a sus ciudadanos su capacidad soberana de decisión sobre asuntos que afectan a derechos fundamentales. El directorio germano galo atemorizado ante la posibilidad de verse obligado a un nuevo proceso de via crucis por los parlamentos nacionales – como sucediera con el abortado proyecto de Constitución europea – recurrió a la firma de un simple acuerdo intergubernamental para evadirse de la legalidad de una reforma del Tratado de Lisboa y el consecuente trámite legislativo nacional. El resultado un trágala en 24 horas de impredecibles consecuencias.

No sé si el camino tomado es el adecuado para calmar los mercadosy y reducir la presión de los intereses de la deuda de los países de la zona euro. Creo que ni los que han tomado la decisión están convencidos de su bondad. Pero de lo que si estoy seguro es de que hemos cogido un atajo muy peligroso que nos aboca a una Europa menos transparente ante sus ciudadanos y menos democrática en sus decisiones. La pérdida del consenso, pues además del no británico hay muchos países que tienen la sensación de no haber tenido elección ante el imperativo francoalemán, nunca pasa factura a corto plazo, es una herida que sangra lentamente pero que socaba poco a poco la base de la convivencia: la confianza entre unos y otros.
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