La marca España o de cómo hacer el ridículo por el mundo

Vivimos en plena globalización y, como consecuencia del achique de espacio y tiempo en el planeta y de la accesibilidad casi universal a la información que brinda Internet, la competencia por ser conocido de cualquier persona, empresa, entidad o Estado se ha convertido en una obsesiva necesidad. La construcción primero y la percepción posterior de una marca es, hoy por hoy, una labor imprescindible para moverse en la vida. La gran novedad de los procesos debranding 2.0. tiene que ver con los elementos que en el mundo digital constituyen la reputación online. Las marcas antes pertenecían al mercado de productos y servicios gobernado por los fabricantes y eran una forma de identificarse con los consumidores. Así funcionó la sociedad de masas y consumo reinante desde los años 50 hasta finales del siglo pasado. Llevamos una década de sociedad digital globalizada y la marca ha desbordado los planteamientos primitivos para inundar espacios hasta ahora desconocidos. Conceptos como marca personal o marca país son fundamentales para el desarrollo de proyectos individuales y en comunidad.

En este contexto todos debemos tomarnos muy en serio la proyección que de nuestra identidad hacemos, porque la inmensa mayoría de quienes nos perciban tendrán un escaso o nulo nivel de conocimiento real de nosotros. Acertar en los atributos y contar con la fortaleza de un sentimiento común tras una marca son fundamentos esenciales para el éxito en el branding merchant. De ahí que me resulte incomprensible que España haya convertido algo tan complejo como la elaboración y difusión de su marca país en una especie de feria ambulante de medio pelo. De entrada hacer depender un concepto que se mueve en el mercado y en las tecnologías más avanzadas de comunicación del Ministerio de Asuntos Exteriores, es decir de funcionarios y diplomáticos, es sinónimo de volver al siglo XIX para transitar el XXI. No caeré en el tópico de las edades, pero que los dos máximos exponentes de la marca España sean el ministro García Margallo y el Alto Comisionado de la marca Espinosa de los Monteros, ambos casi septuagenarios, no parece representar el dinamismo y modernidad que el branding requiere hoy en día. Por tanto, ni la herramienta ni las personas que lo dirigen sirven para los objetivos.

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Pero mucho peor es no tener clara la identidad ni la coherencia posterior con la imagen dada. Es evidente que resulta complicado vender una marca en cuyo interior viven 7 millones de personas que no se sienten españolas, pero esa realidad existe y es parte de la plural diversidad del Estado español. Atajar el “problema” como de costumbre recurriendo a la visión ramplona de la España de pandereta, no solo resulta reduccionista, sino ante todo empobrece la imagen. Lo primero que uno debe hacer cuando se enfrenta a un proceso comunicativo es preguntarse quién es y cómo desea ser visto. España adolece en este momento histórico de profunda crisis económica e institucional de respuestas fundadas para ambas cuestiones básicas. Difícilmente, pues, puede promocionar una marca que ni tiene identidad ni atributos claros. En segundo lugar, nadie ha segmentado adecuadamente los públicos objetivos a los que vender la marca. Se trata más de generar una alocada agenda de actos y eventos que cubran el expediente y den gusto al copetín de los invitados, que de tener un modelo mapeado y monitorizado con riesgos y oportunidades para en función de dicho análisis diseñar las acciones a realizar.

En el mundo de la sobreinformación y la sacralización del dato, donde todo se mezcla ineludiblemente y corre el riesgo de perderse en la riada de acontecimientos diarios, contar con iconos simbólicos y personales portadores de valores identitarios se ha convertido en la mejor forma de hacer percibir la marca de una comunidad. España, no la cañí, ni la del eterno sainete, puede contar con ellos si se les cuida y les aporta valor el sello de la marca. El deporte español está repleto de excelentes embajadores portadores de valores positivos y de fama mundial. La gastronomía de autor sigue ocupando los principales puestos en los rankings de los mejores restaurantes del mundo. El modelo de infraestructuras ferroviarias, portuarias y aeroportuarias sigue representando un referente de proyectos de enorme envergadura abordados en países estrella. De momento y gracias a los excelentes profesionales que trabajan en ella, tenemos una de las mejores sanidades públicas del mundo y la Organización Nacional de Trasplantes es modélica por funcionamiento y estadística. Seguimos siendo el primer destino turístico de la Unión Europea, las principales empresas del Ibex 35 tienen una sólida presencia multinacional y nuestra cuota de producción de energías renovables es la más alta de Europa.

Pero una marca también debe trabajar para cuidar sus contravalores. Y en eso somos claramente deficientes. Vender la marca España hoy, es asumir que los medios de comunicación internacionales publican una realidad española donde el protagonismo lo tienen la lacra de los casos de corrupción, el drama de los seis millones de parados, el deseo legítimo de catalanes y vascos por independizarse y el derroche desmesurado en nuestras cuentas públicas. Vender una historia en blanco y negro de la España con peineta mientras la Casa Real día si y día también se ve envuelta en titulares que ponen en duda su reputación, el partido que sustenta el Gobierno visita los tribunales de cuatro Comunidades Autónomas imputado por corrupción y cada mes batimos un nuevo record de desempleo juvenil, resulta tan inútil como ridículo.

El último acto del esperpento de la marca España se celebró en Bruselas. Una especie de programa “Españoles por el mundo”, pues, de los asistentes en la capital europea el 80% eran funcionarios o eurodiputados españoles. Un dispendio para consumo doméstico al estilo de las casas regionales franquistas cuando llevaban a los emigrantes en Alemania o Suiza la actuación de un conjunto flamenco para amenizar la velada a cientos de gallegos que jamás se habrían puesto un traje corto o un vestido de faralaes. De presentador actuó el radiofónico de cabecera del PP, Carlos Herrera, a quien como es lógico no conoce nadie cruzando los Pirineos. La moda la pusieron Vitorio y Lucchino para no desentonar con la peineta oficial y el deporte estuvo representado por la joven promesa del baloncesto de quien ya no nos acordamos ni en España, Fernando Romay. Esos días Rafa Nadal luchaba a pocos kilómetros de Bruselas por hacerse con su octavo Roland Garros. Eso si es marca España. Y al día siguiente, el Gobierno español casi en pleno, se examinaba ante la Comisión Europea y le ponían deberes para el próximo semestre. Como para venderles marca España. Por todo ello y desde la humilde opinión de un profesional que vive de ésto, les pediría a los señores de la marca España que no sigan haciendo el ridículo por el mundo, al menos con mi dinero, o si persisten en su infructuoso empeño que no se quejen de que uno no quiera sentirse español.

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El mal ejemplo europeo de la intervención en Malí

Entristece constatar una vez más que la Unión Europea es un pigmeo político en la escena internacional, sobre todo cuando toca pasar de la diplomacia comercial a acción exterior de defensa. El gigante económico se encoge y avergüenza si las decisiones suponen costes que las opiniones públicas de sus Estados no están dispuestas a asumir. Ante las amenazas que rodean a escasos miles de kilómetros las fronteras de nuestro bunker del bienestar, cada cual mira para otro lado evadiendo la responsabilidad de una tarea común. Acogiéndonos al bochornoso pasado colonial de cada uno, encasquetamos las misiones a la antigua potencia de ocupación como si los siglos de emancipación no contaran para nada. El último mal ejemplo no lo está granjeando la intervención militar unilateral francesa en la república de África occidental de Malí. Más pruebas de incoherencia política, deslealtad entre socios y vulneración de las normas internacionales, resulta difícil de encontrar.

Que la política de defensa y seguridad no constituye un pilar común de la UE y que simplemente se queda en declaraciones de deseos futuribles inalcanzables en la práctica, es una realidad conocida. Pero, sin embargo, algunos nos las prometíamos felices cuando con la rúbrica del Tratado de Lisboa, los líderes europeos decidían dar un paso de gigante creando el SEAE (Servicio Europeo de Acción Exterior) y ponía al frente de este monstruo diplomático a la británica Catherine Ashton. Tener una sola voz en el contexto internacional y en el día a día de los conflictos mundiales parecía suficiente garantía para avanzar en el hasta ahora arduo objetivo de tener capacidad de reacción y protagonismo activo como la gran potencia que se pretende ser. Y debemos reconocer que en materia comercial y de intercambio y transferencia de conocimiento y tecnología la nueva diplomacia europea rinde a buen ritmo. Ha sido capaz de agilizar negociaciones estancadas durante décadas, ha abierto mercados de economías emergentes e incluso se puede reconocer que en las crisis internacionales más recientes como lo ha sido el fenómeno de la llamada primavera árabe, ha logrado evitar la tradicional cacofonía de los Estados miembros.

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Pero, ¿de qué nos valen tales avances si en intervenciones como la de Malí quedan al descubierto todas nuestras miserias políticas? Si analizamos el caso con un poco de frialdad, nos daremos cuenta de que reúne todos los requisitos para justificar una acción de intervención internacional y, visto desde la estricta óptica europea, tales argumentos se duplican en razones. En primer lugar, la amenaza es cierta y declarada, la ofensiva de las milicias yihadistas busca ocupar un territorio clave en la geoestrategia de la región africana y desestabilizar al vecino del norte, Argelia. Muchas de las reservas energéticas y de materias primas cuyo suministro es básico para las economías europeas, está en juego en la zona de conflicto. Desde el punto de vista humanitario, como nos ha demostrado el reciente secuestro y posterior tragedia en víctimas de la planta de gas en In Amenas, proteger la vida de ciudadanos europeos que desarrollan su actividad profesional en estos países es una obligación de la UE. Y, por supuesto, interponer un contingente militar cualificado en la zona bélica es fundamental para tratar de evitar las masacres indiscriminadas que estos grupos extremistas pueden llevar a cabo entre la población civil.

Francia le amparan poderosas razones para intervenir en Malí, las mismas con las que debía haber convencido a sus socios europeos para alcanzar un acuerdo conjunto que presionara a la comunidad internacional para llevar a cabo una misión de Naciones Unidas que contara con todos los requisitos de legalidad necesarios. Es evidente que en este caso el enemigo aprovecha los tiempos empleados por la diplomacia internacional para progresar en su ofensiva y con ello incrementar gravemente el riesgo para Europa. Pero la misma agilidad con que se ha puesto en marcha la operación militar gala, no se ha empleado para reunir de urgencia a los jefes de gobierno europeos en consejo extraordinario. Cabe también, por tanto, censurar la conducta del presidente Van Rompuy tan ágil en algunos momentos de la crisis del euro urgido por la Alemania de la cancillerMerkel y tan poco sensible a las solicitudes de la Francia del presidente Hollande.

De la actitud del resto de socios mejor ni hablar porque ralla en la indecencia. Sirva como ejemplo límite de indignidad la del gobierno español que por boca de su ministro de Exteriores, García Margallo – con más motivo ex eurodiputado él – narró con todo lujo de detalles los enormes riesgos que la ofensiva yihadista suponía para los españoles, para a continuación detallar la ingente ayuda deEspaña en la operación en Malí concretada en el permiso concedido a la aviación gala en el espacio aéreo español y la participación de una aeronave de transporte del ejército español. Con socios así casi no hacen falta enemigos y desde luego cuando empiecen a repatriar cadáveres de militares franceses caídos en la zona de conflicto, sus familiares no podrán olvidar la enorme generosidad con que el resto de los europeos les estamos ayudando a combatir.

Haber cedido el papel de gendarme mundial a Estados Unidos no solo nos resulta muy caro, sino que se está demostrando que ha sumido a nuestras sociedades en un letargo idílico de pacifismo avestruz. Un tic mimético en todos los Estados miembros salvo el Reino Unido, tradicionalmente movilizable en defensa de lo propio, que impide vislumbrar el riesgo si este reconocimiento lleva parejo el sacrificio nacional en vidas humanas. Somos cada vez más un niño gigante, una especie de crío mal educado que no para de crecer sin querer abandonar su infancia. Así nos ve el mundo, sumidos en esa paradoja de una población avejentada que no es capaz de madurar y ocuparse de las responsabilidades que el contexto internacional nos depara. Tal vez nos sigue pesando demasiado nuestra memoria trágica de haber sido causantes de dos guerras mundiales y cientos de guerras civiles en nuestra historia como para ser conscientes de que la seguridad del mundo nos necesita.

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Rajoy abandona las ocurrencias de Zapatero y apuesta por ser previsible: poca audacia y mucho ex

El nuevo presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, ha optado por volver a la senda de lo previsible, a riesgo de ser tachado de aburrido por los medios de comunicación, apuesta por “valores seguros”, por evitar las ocurrencias de su antecesor José Luis Rodríguez Zapatero y por un equipo a su alrededor de veteranos con conocimiento de la administración pública. Si tuviera que añadir algún calificativo para el nuevo gobierno diría que hay muchos amigos en él y amigos del jefe, Dicho esto conviene analizar los primeros gestos del nuevo líder del Ejecutivo tanto en su debate de investidura, es decir, por lo que de momento nos ha hecho saber en el Parlamento de sus intenciones políticas y también por la personalidad y carteras ocupadas por los nuevos ministros. De momento es evidente que Rajoy ha logrado sus dos primeros objetivos: que no hayan existido filtraciones, lo que no evita las quinielas, pero él ha sido quien ha anunciado los nuevos cargos y, lo que es mucho más importante, el verdadero gestor económico es él, pues no ha nombrado un todopoderoso vicepresidente de Economía, sino un ministro de Economía y Competitividad y otro de Hacienda, preservándose él como presidente el control de la Comisión delegada de Asuntos Económicos.

Si empezamos por tratar de discernir las medidas que emprenderá el gobierno del PP debemos de encontrar rastros de intenciones en el discurso pronunciado por Rajoy en su debate de investidura del pasado lunes y martes en el Congreso de los Diputados. Y hablo de una auténtica labor de prospección porque de las palabras de entonces candidato popular, apenas pudimos extraer alguna consecuencia de sus intenciones. Habló el ya presidente del gobierno de compromisos de austeridad en la línea de lo impuesto desde Bruselas según el dictado de la Canciller alemana Angela Merkel. Luego buenas palabras en un discurso bien estructurado del que no se puede decir nada negativo porque fue un repertorio de sentido común sin descubrir las medidas concretas que está obligado a tomar este gobierno. Disciplina presupuestaria, reforma financiera y reforma laboral, esas son las tres premisas generales sobre las que manifestó que pivotará la acción de gobierno. Cifró las necesidades de recorte en 16.500 millones de euros para poder cumplir los objetivos de déficit impuestos por la Comisión Europea pero no definió a qué partidas de los Presupuestos Generales afectará. Por contra, se comprometió a la actualización del valor de las pensiones, es decir, a efectuar una subida de las mismas en enero para compensar el incremento de los precios durante el 2011.

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Asimismo, anunció que el Gobierno tiene la intención de redimensionar el sector público elevando a cero la renovación de puestos de trabajo en la función pública e iniciando un proceso de simplificación y reducción de los gastos de la administración”, gastos de alquileres, racionalización de medios, etc. Dentro de las novedades el discurso de Rajoy destaca su voluntad de afrontar una reforma del calendario laboral, con la adecuación de los festivos en pro de la eficiencia y la competitividad, y la eliminación de las prejubilaciones, salvo casos excepcionales. Rajoy también tiene previsto acometer una reforma educativa donde se promoverá un bachillerato de tres años y un bilingüismo español-inglés. ”Promoveremos un bachillerato de tres años, con el objetivo de mejorar la preparación de los futuros universitarios y elevar el nivel cultural medio de España”, dijo Rajoy en la presentación de las líneas generales de su programa de Gobierno, que el próximo viernes tiene previsto celebrar su primer Consejo de Ministros. Pero probablemente lo que más ha llamado la atención de su primer gran discurso como presidente es su declaración de intenciones de decir la verdad, en sus propias palabras, “llamar al pan pan y al vino vino”. Se ve que Rajoy a aprendido la lección de su antecesor, Rodríguez Zapatero que perdió toda su credibilidad empeñado en negar la cruda realidad de la crisis económica. Prefiere el mandatario conservador generar pocas expectativas, partir de una realidad reconocida muy dura para poner pies en el suelo y poner en valor los logros de mejora si se producen. En resumen, reformas, austeridad pero poca concreción en las dolorosas medidas que deberá llevar a cabo para equilibrar las cuentas públicas y con ello reducir la presión sobre la deuda del Estado. Tan solo un anuncio sutil pero que encierra toda una política: el gobierno aprobará una Ley de Servicios Básicos de Sanidad o lo que es lo mismo, una reducción de prestaciones que afectará a todas las Comunidades Autónomas competentes en materia sanitaria.

Veinticuatro horas más tarde y rodeado de un mutismo total, Rajoy lograba dar la primicia de los componentes de sus gobierno justo cuando lo tenía previsto, tras cumplir con el trámite de cumplimentar al Rey. Aunque finalmente las sorpresas hayan sido mínimas dado que se ha rodeado de un equipo gubernamental de confianza, bregado, con experiencia, muy en la línea del propio Rajoy, un registrador de la propiedad – que fue el opositor más joven en su promoción – y que lleva 30 años en política. Un auténtico profesional de la cosa pública, que empezó en la vida municipal en Pontevedra, que después se convirtió en presidente de la Diputación y conselleiro de la Xunta de Galicia. De ahí directo al Congreso de los Diputados y en los gobiernos de José María Aznar ministro de Administraciones Públicas, Interior y Educación y vicepresidente primero del Gobierno y ministro portavoz y de presidencia. Todo un recorrido por la política en todos sus niveles, que culmina ahora con la presidencia de un Ejecutivo con 13 ministros. Alejado de las prácticas zapateristas de paridad, el suyo tiene solo 4 mujeres, pero en puestos claves. La vicepresidenta, Soraya Saénz de Santamaria, la ministra de Fomento, Ana Pastor, la de Trabajo Fátima Báñez y la de Sanidad, Ana Mato. Pocas pero muy relevantes.

En todo caso, lo más relevante es que Rajoy afronta la crisis cogiendo el timón de la gestión económica. Nombra dos ministros para tal tarea, Luis de Guindos – ex presidente para España y Portugal de Lehman Brothers ya fue Secretario de Estado de Economía – en la cartera de Economía y Competitividad – curiosa manía de los presidentes de poner adjetivos a los ministerios tratando de convertir deseos en órdenes oficiales – y Cristóbal Montoro, que repite al frente del nuevamente desgajado ministerio de Hacienda. Es claro que Rajoy no ha querido depositar toda la responsabilidad en un super ministro económico, ha preferido diluirlo en dos responsables contrastados, lo justo en brillantez y notoriedad. el uno para hacer política económica y el otro para cuadrar las cuentas del Estado vía ingresos. Por encima de ellos él mismo con los poderes presidenciales y con el único handicap de tener que templar gaitas entre dos posibles gallos de su gabinete. Junto a ellos un nutrido grupo de viejos roqueros del PP. Alberto Ruíz Gallardón, el hasta ahora alcalde de Madrid uno de los políticos más votados y valorados del Estado, que se hará cargo de la compleja tarea de reformar la anquilosada y politizada administración de Justicia. Jorge Fernández Díaz, colaborador de Rajoy desde hace más de 20 años, asume la responsabilidad de Interior, en una situación de crisis social y económica que requiere mucho tiento en la utilización de las fuerzas de seguridad del Estado y que debe gestionar el proceso de paz abierto tras el anuncio de ETA del abandono de las armas. MiguelArias Cañete, otro “pata negra” fundador del partido que también repite cartera, al volver a ser – igual que con Aznar – ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente – curioso que un presidente gallego olvide la Pesca y la Mar -. Cañete se enfrenta a la reforma europea de la Política Agrícola Comunitaria de oscuras perspectivas para el campo español.

Capítulo aparte merece el nombramiento de un auténtico veterano de la política europea, José María García Margallo como ministro de Exteriores. Eurodiputado de convicciones europeistas tiene una sólida base de conocimiento del acervo comunitario, el principal terreno de juego actual de la política. Completan el Ejecutivo un personaje muy relevante de gran cercanía al presidente, el canario Juan Carlos Soria, ministro de Industria, Energía y Turismo, una cartera de enorme trascendencia y dos independientes, Pedro Morenés, un especialista del ámbito militar para Defensa y el sociólogo José Ignacio Wert, nuevo ministro de Educación, Cultura y Deporte, mano derecha del principal estratega del PP, PedroArriola. En suma, un gobierno sin sobresalientes, pero notable, que por supuesto no sabemos si será suficiente para salir de la aguda crisis que asola España, que no ilusiona pero tampoco cometerá errores de bulto. Que tratará de instalarse en la normalidad para generar confianza, en la rutina fácil del hombre tranquilo que siempre quiere ser Rajoy. Pero que tal vez puesto a poner pero, huele demasiado a naftalina, a tiempos aznarianos, con mucho ex en sus filas. Seguramente será porque Rajoy ha nombrado los ministros que hubiera nombrado hace ocho años, cuando los atentados del 11 M le apartaron de Moncloa. Veremos si este regreso al pasado es la receta ideal para un tiempo tan cambiante como el que vivimos.

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