Cuando uno escribe siempre llega un día que si se quiere ser honesto con uno mismo toca desnudarse. Es un instante complejo de mirada extraña y figura ante el espejo que siempre habríamos deseado no tener que pasar. Se vive como una confesión sin cura y sin confesionario, en el anonimato de unas palabras sobre un papel en blanco pero la penitencia de hacer públicas las intimidades es más dolorosa que el peor de los via crucis. No tengo nada de lo que sentirme culpable, más bien todo lo contrario tengo mucho de lo que enorgullecerme, pero es como quien se despoja de algo que considera parte de su identidad que jamás reveló públicamente. Y a ello voy: nací en un hogar que por historia y convicción militó en el Partido Socialista Obrero Español y que sufrió en carne viva la guerra civil, la posguerra y las consecuencias de una dictadura para quien no estuvo en el bando victorioso. Con todo no me educaron en la venganza ni en el odio al enemigo, tuve la inmensa fortuna de acudir a las clases de profesores que lo fueron de laInstitución Libre de Enseñanza al amparo de la noble personalidad de Josefina Aldecoa. Liberado de los principios fundamentales del Movimiento, del “Cara al sol”, de la confesión y comunión diaria, crecí entre libros de literatura prohibida y los poetas del 27. Una libertad que sigo atesorando y que probablemente haya fraguado una terca personalidad independiente. Por eso hoy me duele en las entrañas la deriva onerosa que está tomando el Partido Socialista en España y que en el peor de los momentos dibuja el escenario más patético de defensa de los derechos de los más débiles.
Vivimos una crisis dura, no solo por los azotes de pérdida de bienestar que supone, sino porque no somos capaces de ponerle rostro y combatirla. Pareciera como que el enemigo sabe darnos la espalda cada vez que tratamos de acercarnos a él para exigirle responsabilidades. Torna y muda a toda velocidad y siempre logra controlar la situación para hacernos parecer guiñoles a su antojo. Los pirómanos que incendiaron nuestras casas se nos muestran como solidarios bomberos pero cobrando la cuota de servicio para apagar las llamas que ellos prendieron. Todo sucedió en un mundo gobernado por tesis liberales de mercado y de capitales, de sociedad de consumo bien educada que pedía crédito al límite de sus posibilidades y, por supuesto, muchas veces por debajo de los lógicamente asumible. Pero había que seguir el ritmo infernal del crecimiento que nos marcaba la banca, las inmobiliarias y la industria del automóvil. Vivir para pagar, sin poder vivir y a la postre sin poder pagar. Nuestra izquierda, aquella que nuestros padres construyeron a girones de dolor, a tiros en trincheras, miró complaciente la festividad del santo empréstito y dio por bienvenida la juerga de los pobres enriquecidos de la noche a la mañana. Sindicatos y partidos del puño y la rosa cayeron en la trama oficial del todo vale y a la vuelta de unas décadas envueltos en corrupción y anquilosados por aparatos comprometidos con el establishment fueron perdiendo discurso, credibilidad y, lo más importante, dosis de ética para plantar cara. Y así llegó la crisis con sus ERE’s y sus ajustes que no son sino la regresión a tiempos pretéritos cuando el trabajo era un don de gracia divina concedida por el empresario y no un derecho del ser humano.
Así las cosas no es de extrañar que la sociedad haya dado la espalda a la política, porque realmente a quien se la ha dado es a la izquierda democrática, aquella de la que esperaba más cuando los actores de la crisis se pusieron al mando y reclamaron el cese ordenado de tanto despilfarro en forma de cobertura social para el pueblo. Esperábamos que estuvieran allí para defendernos aun cuando no supieran cómo hacerlo, esperábamos su gesto, su compostura, su compañía. Pero los compañeros a los que esperábamos nos volvieron la espalda y comulgaron con las razones oficiales, aceptaron los despidos, callaron ante los desaucios y levantaron tímidamente la voz cuando nos empezaron a despojar de derechos de educación o salud. Para entonces ya eran cómplices del drama y por eso en nada les sorprende que la gente no les vote, que les devuelva la espalda en forma de castigo en las urnas. Y uno pensaba que llegados a este punto llegaría la reacción, que alguien en su sano juicio o garante de unos principios o con el mínimo de coraje vital, trataría de enfrentarse a aquellos que han secuestrado la voluntad de unas ideas. Las siglas no representan nada si la acción no las acompaña y si no se sirve al pueblo para el que se dice servir.
En dos elecciones autonómicas, Galicia y País Vasco, el PSOE ha perdido cerca de medio millón de votos, pero ya lo hizo anteriormente hace un año en los comicios generales y en Andalucía y Asturias pese a mantener a duras penas unos gobiernos partitocráticos. De ser la opción mayoritariamente empática de los españoles ha pasado a ser la menos creída por ellos. Ha derrochado toda la honradez de más 125 años de historia. El Partido Socialista se fundó clandestinamente en Madrid, el 2 de mayo de 1879, en torno a un núcleo de intelectuales y obreros, fundamentalmente tipógrafos, encabezados por PabloIglesias. El primer programa del nuevo partido político fue aprobado en una asamblea de 40 personas, el 20 de julio de ese mismo año. El PSOE fue así uno de los primeros partidos socialistas que se fundaron en Europa, como expresión de los afanes e intereses de las nuevas clases trabajadoras nacidas de la revolución industrial. De aquellos ideales apenas quedan rastros y la traición continua lo ha convertido en una opción que como mucho aspira a la alternancia incapaz de construir un proyecto sólido de alternativa al modelo de sociedad en crisis que vivimos.
Andan ahora los socialistas españoles esperando la siguiente derrota para medir el grado de catástrofe que sufren y el nivel de cambio que deben aplicar en su aparato. Todo interno, todo endogámico mientras fuera la gente sufre y la tenaz política germánica europea que sodomiza al gobierno español nos hace más pobre de por vida y de por generaciones venideras. Y ellos mientras se retan unos a otros: el secretario general Rubalcaba se siente unánimemente respaldado y reta a los disidentes que se atrevan a que le echen de la madrileña sede de Ferraz. Pero en los mentideros del partido no hay dirigente que no clame por su decapitación seguros como están de que no existe futuro alguno en su dirección. Todos tienen miedo, el miedo al miedo, el pánico a perder no se sabe qué, a no estar en una lista a tener que verse las caras con la calle y la vida sin siglas que te amparen. Nadie tiene un gramo de dignidad para salirse del frío cálculo de los equilibrios de poder del partido y de los tiempos entre congresos ordinarios, conferencias políticas y elecciones varias. Por esperar solo esperan el fallo del contrario, el siguiente traspiés del Gobierno Rajoy para ocupar sin esfuerzo de nuevo La Moncloa y volver a traicionar la fe de sus votantes. Así cuatrienio a cuatrienio y tratar de pillar viento a favor económico para sufear la siguiente ola de crecimiento sin tener que generar una nueva teoría de reparto de la riqueza.
Así devanean los socialistas españoles en plena crisis y es normal que muchos ciudadanos radicalicen sus posturas de izquierdas y voten nuevas opciones como las que representan desde la atomizada versión de Izquierda Unida o las múltiples versiones nacionalistas como lo son los casos de Alternativa Galega de Esquerda de Xosé Manuel Beiras o la propia EH Bildu de la Izquierda Abertzale vasca. Se van por el sumidero como una bañera que un día estuvo llena de agua, pero en la que alguien se olvidó de poner el tapón. Pierden elección tras elección y se miran de reojo sin saber que hacer salvo cuidarse de la puñalada de su enemigo interior. Se desangran en cada titular de periódico en una frase vacua, incapaz de aportar una luz de esperanza a unos ciudadanos cada día más angustiados por la crisis. No necesitan reformarse, no les vale ya con regenerarse, solo les sirve una refundación porque ya no les vale ni la marca, ni el logo, ni los rostros que se ponen junto a él. Todo debería ser nuevo si de verdad quieren recuperar la credibilidad porque lo primero que deben demostrar es que quieren ser útiles a la sociedad, que quieren servir de algo a aquellos que un día creyeron en ellos y a otros que nunca lo harían. Seguramente hacen más falta que nunca o al menos tanto como cuando sus fundadores tuvieron el valor de alzarse contra la injusticia que les rodeaba. Pero si no son capaces de darse cuenta de volver a la vida y reconocer lo que en la calle es un problema puede que dejen de interesarnos y tal y como siempre evoluciona el ecosistema, se conviertan en especie extinguida y les sustituya otra más preparada para el mundo que vivimos. Su suerte aún es suya y la decisión de todos nosotros.