Morir en las costas de Lampedusa

Que el ser humano es uno de los animales que más mata a sus congéneres y que permanece más insesible a la muerte de los que le rodean, no precisa de sesudos estudios de antropólogos o biólogos, nuestra trágica historia sobre el planeta lo avala. Tal vez sea ese uno de los secretos que ha llevado a los humanos a ser los seres supremos terrenales, pero cierto es que nuestras conciencias se ven turbadas ante a propia imagen de nuestro magnicidio. Algo de todo esto se encuentra en las claves del último drama vivido ante la isla de Lampedusa, en ese Mediterráneo bañado siglo tras siglo en sangre, con la desaparición de más de 900 inmigrantes. Desaparecer así es la peor de las muertes posibles. Es la muerte en número, sin nombre, sin rostro, sin memoria. La muerte más indigna, la no reconocida. Ese es el destino que les hemos dado a cientos de hombres, mujeres y niños por la inacción culpable de un mundo acomodado y rico que ya casi parece no alterse ante el horror vivido por otros.

Pero si nos sigue quedando un ápice de humanidad bien entendida, lo primero que deberíamos preguntarnos es por los motivos que llevan a las víctimas de estos homicidios a venderse a las mafias que les lanzan a la muerte. ¿De qué huyen estas pobres gentes, qué les lleva a abandonar hogar, a dejar amigos por extraños, sin oficio alguno ni beneficio cierto? Todas las corrientes migratorias han tenido el mismo signo, no nos engañemos, no hay novedad alguna, se huye de la muerte segura o del riesgo a morir, bien por hambre o por violencia. Hambruna y guerras han significado los dos motivos por los que millones de personas se han visto obligados a partir de sus orígenes en pos de un futuro mejor. En África se dan a la par ambos elementos con toda la pluralidad de macabras formas de expresión que queramos encontrar. Sequía, epidemias, guerras tribales, civiles, integrismo religioso y un largo etcétera vergonzante de testimonios de la barbarie, se dan cita en el continente olvidado, ese trozo de la tierra al que solo recurrimos el resto para explotar la riqueza de su subsuelo.

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Pero no cabe duda, que lo que en estos momentos se ha convertido en el elemento catalizador de la tragedia es la presión ejercida por las fuerzas yihadistas en cruzada de guerra santa por buena parte de África. Las guerras en Siria y Libia, a manos del Estado Islámico, los conflictos continuos en Irak yAfganistán, la actuación salvaje de Boko Haram en Nigeria, los atentados de la milicia Al Shabab en Somalia e incluso ya en Kenia… componen un mapa del terror que está obligando a millones de personas a desplazarse de su territorio, no para probar fortuna mejor en otras tierras, sino para no ser brutalmente asesinados. Si alguien se cree que el único motivo de la escalada militar emprendida por los extremistas en esos territorios es su mera ocupación se equivocan. Pretenden sembrar el terror en todo África con la estratégica misión de lanzar un ejército de personas aterradas huyendo despavoridas hacia la Europa refugio. Esa presión sobre nuestro espacio de libertad y de conciencias es lo que pretenden, esperanzados como están de que no vamos a saber dar respuesta unitaria a este tremendo reto.

Y a fe que hasta ahora están acertando en sus presunciones. Para el conjunto de los europeos este es un problema de los que lo tienen. Si los inmigrantes llegan por Italia, de los italianos, si lo hacen por Ceuta y Melilla, de los españoles. Cuanto más nos alejamos del problema de frontera física menor comprensión a destinar recursos para encontrar soluciones. Pese a que finalmente, el destino de los inmigrantes no sean los países del Sur, sino los más prósperos hoy por hoy del centro y norte de Europa. Italia sin ir más lejos está sola en la financiación de la Operación Tritón, la única activa realmente en la actualidad de Frontex. De ahí que a nadie le puedan sorprender las valientes palabras de la alcaldesa de Lampedusa, cuando ante la última tragedia vivida ante sus costas dijo a los mandatarios que se disponían a visitar la zona enlutados y cari acontecidos, que si no venían con soluciones y recursos, mejor le mandaran un correo electrónico mostrándole sus condolencias.

La reacción al último episodio del drama por parte de la UE ha sido tan rápida como esperpéntica. Se reúnen los ministros de exteriores y plantean bombardear los buques de las mafias que explotan la mísera situación de los inmigrantes. Fantástico, los hundimos y ya no existe el problema, solución avestruz, que se mueran sin coger el barco, así no les vemos morir, así no somos conscientes de nuestra complicidad con los asesinos. Ante el problema volvemos a aplicar la ley del mínimo esfuerzo. Nada de aplicar una política de seguridad y defensa unida y seria que se enfrente a los responsables del terrorismo islamista y menos de dar garantías de estabilidad a los gobiernos democráticos de la zona, poniendo en marcha un plan de desarrollo dotado de fuertes inversiones para impulsar un fuerte crecimiento económico en las zonas en riesgo.

La hipocresía europea no tiene límites, tenemos explicación diplomática para todo, para lo uno y para lo contrario, con tal de seguir viviendo instalados en el egoísmo del que no está dispuesto a hacer un mínimo sacrificio con el que sufre. Dante ha vuelto a escribir su Divina Comedia y no hace descender a los infiernos cada vez que cientos de seres humanos perecen en nuestras costas o en nuestras infames verjas que condenan a muerte a inmigrantes. Si de verdad nos queda algo de dignidad, solo podemos sentir lo que expresó el Papa Francisco en su primer viaje como pontífice. Eligió Lampedusa ante una de las sistemáticas tragedias allí vividas y ante la fila de cadáveres sin rostro, envueltos en bolsas de plástico, solo puedo decir una palabra: vergüenza. Europa solo puede sentir vergüenza de si misma si sigue permitiendo la muerte dictada por la intolerancia de unos y la desidia de otros.

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Super Mario al rescate de una Europa estancada o buscando el milagro del “Draghinomics”

En esta especie de absurdo juego del laberinto en el que se encuentra la economía europea, el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, se ha enfrentado al Minotauro con todas las armas a su alcance. Nadie le puede negar a este italiano, amante de la ópera y de la tragedia griega, su arrojo al enfrentarse incluso al criterio inflexible del Bundesbank y de los designios del Ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble y la mismísima canciller Ángela Merkel. Ha puesto encima de la mesa prácticamente todo el repertorio de medidas monetarias que desde un banco emisor se pueden poner hoy en día en marcha para tratar de reactivar la actividad económica. Pero a la vez que sorprendía al mundo con la bajada de tipos de interés hasta el 0.05%, él mismo reconocía melancólicamente que todo el esfuerzo del BCE no serviría de nada si no iban acompañadas de medidas incentivadoras y de reformas estructurales llevadas a cabo por los Estados miembros del euro.

Esperemos que Draghi no sea nuestro contemporáneo Ícaro en esta leyenda viva del laberinto de Creta, la de aquel hijo de Dédalo, arquitecto ateniense desterrado a la isla, constructor del laberinto donde el rey Minos hizo encerrar al monstruoMinotauro. Como esperamos que sus medidas no sean hoy como aquellas alas de cera que Dédalo construyó para huir su hijo y él, que les hicieron remontar los muros de su prisión y volar sobre el Mediterráneo, hasta que Ícaro desobedeciendo los consejos de su padre se acercó tanto al sol que derritió las alas y cayó al mar ahogándose. Más nos valdría acabar con la tiranía de la crisis con la habilidad con que Teseo mató al Minotauro, sirviéndose del amor de Ariadna, la hija de Minos que se enamoró de él y le enseñó el sencillo ardid de ir desenrollando un hilo a medida que avanzara por el laberinto para poder salir más tarde.

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Será que los griegos clásicos nos lo dejaron todo escrito porque nuestro trágico devenir actual se asemeja peligrosamente a las interminables luchas de los dioses del Olimpo. La cruda realidad se ha acabado imponiendo a la cerrazón de los dogmáticos del ajuste y los recortes presupuestarios. Se empeñaron en que las economías periféricas, culpabilizadas por sus excesivos déficits, debían pagar el pato del endeudamiento privado causado por los bancos, en gran medida, alemanes y el resultado no podía ser otro que la recesión y el desempleo en cifras millonarias. La consecuencia inmediata no podía ser otra que el estancamiento del crecimiento en la zona euro y la caída drástica de las exportaciones germanas a los países empobrecidos de la UE. Ahora pudiera decirse que tenemos un problema minimizado de déficits, pero seguimos pagando por generaciones la deuda adquirida, no crece nuestra economía y no somos capaces de crear empleo. Todo un éxito digno de pasar a los anales de la estulticia de los manuales de economía.

¿Qué podemos esperar ahora de un espacio regado de dinero muy barato y de la compra de deuda privada a los bancos? Desde el rigor económico es evidente que ambas medidas producen una inyección de liquidez al sistema, jamás vivida en nuestro espacio común. Pero la clave está en saber si la medicina es la adecuada para el enfermo o lo que estamos haciendo es darle una aspirina a un enfermo de cáncer terminal. Nos empeñamos los europeos desde que la crisis nos invadió importada desde Estados Unidos, en arreglar los problemas a base de talonario para sanear el sistema financiero y, sin embargo, castigando duramente el tejido productivo sin obligar a que fluya el crédito a las empresas y con la práctica desaparición de la inversión pública. Hemos permitido que se fabrique la tormenta perfecta. Ahora ya nadie duda de que el problema es de estancamiento y de riesgo severo de estanflación. Pero seguimos incurriendo en el error de poner el énfasis en el dinero, en el vil metal, en la máquina de hacer billetes. Le estamos dando al pirómano la manguera, cuando lo único que sabe hacer es incendiarnos el bosque.

Nuestro problema se evidencia mes a mes, año a año. Se llama competitividad, no tiene otro apellido, simple y llanamente la globalización nos obliga a cambiar el modelo productivo y los procesos del mismo. Y la única receta que existe útil para mejorar la competencia de nuestras empresas y de nuestros productos y servicios, es la innovación, hermana pequeña de la investigación. Ser más eficientes, es ser más rentables y ello hace posible el ciclo de la riqueza y de su redistribución. Si no invertimos mucho más en I+D+i y lo que es más importante si no cambiamos la mentalidad de los europeos, uno a uno, de nada servirán cataplasmas monetarias. Debemos innovar y eso solo se hace en sociedades educadas y formadas bajo la calidad y la excelencia de un sistema educativo universal e igualitario. Y esto no son palabras bonitas, son realidades palpables avaladas por datos palmarios. Si no invertimos un 3% de nuestro PIB en I+D+i y no alcanzamos cuotas del 7% de ese PIB en Educación, es imposible que en las próximas décadas podamos mantener nuestro modélico sistema de protección y bienestar social.

Las cuentas son claras, se trata de marcar las prioridades. Queremos tener un sistema público de salud para todos y de alta calidad: su coste siempre estará en el 10%. Queremos mantener un sistema de pensiones y protección al desempleo digno y que no deje en el desamparo y la marginalidad a nadie: un 15%. Sumémosle Educación e I+D+i: estamos ya en el 40%. Y supongamos que nos tenemos que pagar una deuda abusiva que hoy nos cuesta cerca del 20% del PIB. Todo lo demás o debe ser mucho más eficiente o nos sobra. Si fuéramos capaces de hacer estos presupuestos con visión europea, sin que lo que cuente sea el egoísmo o el abuso de cada Estado miembro, la Unión Europea no solo sería viable, sino que se convertiría en el ejemplo a seguir por el mundo. “Super Mario” no es el culpable de nuestros males, aunque en el pecado lleva la penitencia, pues, ha vivido y muy bien de los excesos del mundo financiero especulativo. La responsabilidad del cambio está en cada uno de nosotros y en no caer en la demagogia fácil e infantil de aceptar el discurso maniqueo de banqueros malos y pueblo bueno. No es la sociedad la que se debe “empoderar”, es el individuo el que debe aprender a ser mayor y defender desde su propia actitud la nueva mentalidad de cambio que requiere Europa. Esa conciencia en el trabajo y en las empresas es la única que nos puede llevar a salir del laberinto y encontrar a nuestro propio Teseo capaz de matar por fin al Minotauro.

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