Super Mario al rescate de una Europa estancada o buscando el milagro del “Draghinomics”

En esta especie de absurdo juego del laberinto en el que se encuentra la economía europea, el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, se ha enfrentado al Minotauro con todas las armas a su alcance. Nadie le puede negar a este italiano, amante de la ópera y de la tragedia griega, su arrojo al enfrentarse incluso al criterio inflexible del Bundesbank y de los designios del Ministro alemán de Finanzas, Wolfgang Schäuble y la mismísima canciller Ángela Merkel. Ha puesto encima de la mesa prácticamente todo el repertorio de medidas monetarias que desde un banco emisor se pueden poner hoy en día en marcha para tratar de reactivar la actividad económica. Pero a la vez que sorprendía al mundo con la bajada de tipos de interés hasta el 0.05%, él mismo reconocía melancólicamente que todo el esfuerzo del BCE no serviría de nada si no iban acompañadas de medidas incentivadoras y de reformas estructurales llevadas a cabo por los Estados miembros del euro.

Esperemos que Draghi no sea nuestro contemporáneo Ícaro en esta leyenda viva del laberinto de Creta, la de aquel hijo de Dédalo, arquitecto ateniense desterrado a la isla, constructor del laberinto donde el rey Minos hizo encerrar al monstruoMinotauro. Como esperamos que sus medidas no sean hoy como aquellas alas de cera que Dédalo construyó para huir su hijo y él, que les hicieron remontar los muros de su prisión y volar sobre el Mediterráneo, hasta que Ícaro desobedeciendo los consejos de su padre se acercó tanto al sol que derritió las alas y cayó al mar ahogándose. Más nos valdría acabar con la tiranía de la crisis con la habilidad con que Teseo mató al Minotauro, sirviéndose del amor de Ariadna, la hija de Minos que se enamoró de él y le enseñó el sencillo ardid de ir desenrollando un hilo a medida que avanzara por el laberinto para poder salir más tarde.

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Será que los griegos clásicos nos lo dejaron todo escrito porque nuestro trágico devenir actual se asemeja peligrosamente a las interminables luchas de los dioses del Olimpo. La cruda realidad se ha acabado imponiendo a la cerrazón de los dogmáticos del ajuste y los recortes presupuestarios. Se empeñaron en que las economías periféricas, culpabilizadas por sus excesivos déficits, debían pagar el pato del endeudamiento privado causado por los bancos, en gran medida, alemanes y el resultado no podía ser otro que la recesión y el desempleo en cifras millonarias. La consecuencia inmediata no podía ser otra que el estancamiento del crecimiento en la zona euro y la caída drástica de las exportaciones germanas a los países empobrecidos de la UE. Ahora pudiera decirse que tenemos un problema minimizado de déficits, pero seguimos pagando por generaciones la deuda adquirida, no crece nuestra economía y no somos capaces de crear empleo. Todo un éxito digno de pasar a los anales de la estulticia de los manuales de economía.

¿Qué podemos esperar ahora de un espacio regado de dinero muy barato y de la compra de deuda privada a los bancos? Desde el rigor económico es evidente que ambas medidas producen una inyección de liquidez al sistema, jamás vivida en nuestro espacio común. Pero la clave está en saber si la medicina es la adecuada para el enfermo o lo que estamos haciendo es darle una aspirina a un enfermo de cáncer terminal. Nos empeñamos los europeos desde que la crisis nos invadió importada desde Estados Unidos, en arreglar los problemas a base de talonario para sanear el sistema financiero y, sin embargo, castigando duramente el tejido productivo sin obligar a que fluya el crédito a las empresas y con la práctica desaparición de la inversión pública. Hemos permitido que se fabrique la tormenta perfecta. Ahora ya nadie duda de que el problema es de estancamiento y de riesgo severo de estanflación. Pero seguimos incurriendo en el error de poner el énfasis en el dinero, en el vil metal, en la máquina de hacer billetes. Le estamos dando al pirómano la manguera, cuando lo único que sabe hacer es incendiarnos el bosque.

Nuestro problema se evidencia mes a mes, año a año. Se llama competitividad, no tiene otro apellido, simple y llanamente la globalización nos obliga a cambiar el modelo productivo y los procesos del mismo. Y la única receta que existe útil para mejorar la competencia de nuestras empresas y de nuestros productos y servicios, es la innovación, hermana pequeña de la investigación. Ser más eficientes, es ser más rentables y ello hace posible el ciclo de la riqueza y de su redistribución. Si no invertimos mucho más en I+D+i y lo que es más importante si no cambiamos la mentalidad de los europeos, uno a uno, de nada servirán cataplasmas monetarias. Debemos innovar y eso solo se hace en sociedades educadas y formadas bajo la calidad y la excelencia de un sistema educativo universal e igualitario. Y esto no son palabras bonitas, son realidades palpables avaladas por datos palmarios. Si no invertimos un 3% de nuestro PIB en I+D+i y no alcanzamos cuotas del 7% de ese PIB en Educación, es imposible que en las próximas décadas podamos mantener nuestro modélico sistema de protección y bienestar social.

Las cuentas son claras, se trata de marcar las prioridades. Queremos tener un sistema público de salud para todos y de alta calidad: su coste siempre estará en el 10%. Queremos mantener un sistema de pensiones y protección al desempleo digno y que no deje en el desamparo y la marginalidad a nadie: un 15%. Sumémosle Educación e I+D+i: estamos ya en el 40%. Y supongamos que nos tenemos que pagar una deuda abusiva que hoy nos cuesta cerca del 20% del PIB. Todo lo demás o debe ser mucho más eficiente o nos sobra. Si fuéramos capaces de hacer estos presupuestos con visión europea, sin que lo que cuente sea el egoísmo o el abuso de cada Estado miembro, la Unión Europea no solo sería viable, sino que se convertiría en el ejemplo a seguir por el mundo. “Super Mario” no es el culpable de nuestros males, aunque en el pecado lleva la penitencia, pues, ha vivido y muy bien de los excesos del mundo financiero especulativo. La responsabilidad del cambio está en cada uno de nosotros y en no caer en la demagogia fácil e infantil de aceptar el discurso maniqueo de banqueros malos y pueblo bueno. No es la sociedad la que se debe “empoderar”, es el individuo el que debe aprender a ser mayor y defender desde su propia actitud la nueva mentalidad de cambio que requiere Europa. Esa conciencia en el trabajo y en las empresas es la única que nos puede llevar a salir del laberinto y encontrar a nuestro propio Teseo capaz de matar por fin al Minotauro.

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