El Eurogrupo, el particular club de los ministros de Economía y Finanzas de la zona euro, no tomará decisión alguna sobre los límites impuestos al déficit público español hasta mayo. La flexibilidad para con la economía española queda en stand by, pendiente de que el Gobierno presente los presupuestos y se revise el programa de estabilidad. Asimismo, el borrador del Eurogrupo precisa que la consolidación fiscal «debe ser diferenciada» según «las condiciones de los Estados miembros». En apariencia deja abierta la posibilidad de tener en cuenta las muy especiales circunstancias de desempleo y recesión que vive la economía española. Pero según se producía tal declaración comprensiva, en el Consejo Europeo se les recordaba a los países sujetos a un programa de asistencia o sometidos al escrutinio de los mercados que se ciñan a los objetivos acordados. Una de cal y otra de arena, una pasito hacia adelante y un pasito hacia atrás. Y en paralelo, la canciller Angela Merkel redundaba en su monótono discurso de severos ajustes se oponía claramente a suavizar la política de recortes para hacer del crecimiento una prioridad.
Estamos ante un tema crucial para España pero, por supuesto, para el equilibrio futuro de la zona euro. Europa no puede permitirse el lujo de que una de las economías principales por PIB y por habitantes de la Unión se vea sometida a un absoluto colapso. Ese debería ser el primer argumento para la reflexión de los jefes de gobierno cuando tengan que decidir sobre las cuentas del Estado español. Repasemos, no obstante, los datos para tratar de comprender las posibilidades reales que España tiene de reducción de déficit en el 2012. El gobierno afloró la cifra del 8,51%, es decir, 91.344 millones de euros y culpó del desfase respecto al objetivo inicial del 6% a las Comunidades Autónomas. Una falacia inadmisible, pues, son ellas los centros de gestión de gasto más importante en el Estado. En una palabra, solo con la gestión de la Educación y la Sanidad deben financiar el 15% del total del gasto del Estado, con lo que es evidente que si producen desfases presupuestarios, siempre serán las culpables de los mismos, ya que el Estado central ha transferido tal responsabilidad. Pensar que el Estado gestionaría mejor estas altas responsabilidades de servicios y derechos sociales básicos, es cuanto menos insconstitucional, además de un absurdo apriorismo. La descentralización y la autonomía ha demostrado en más de 30 años de gestión una mayor eficacia que el modelo burocratizado de la verticalidad alejada de los ciudadanos.
La explicación para tamaña mentira que pretende responsabilizar a las Comunidades Autónomas de todos los males del Estado español no puede ser otro que el intento de proceder a un proceso recentralizador encubierto en una hipotética mayor eficacia en la administración. Un planteamiento ideológico de quienes nunca han creído en un modelo de autogobierno y mucho menos de la realidad plurinacional que representan Catalunya, Euskadi o Galicia. Pero la realidad tozuda, además de estar representada por millones de electores que en una y otra cita electoral dejan claro su opinión votando opciones nacionalistas, nos dice que la descentralización ha producido grandes beneficios de modernización. Distinto es el imprescindible debate sobre la responsabilidad fiscal y de la exigencia del correcto gobierno de las cuentas públicas en cualquier ámbito sea municipal, autonómica o estatal. Si unas Comunidades Autónomas han contribuido en el saldo neto de relación con el resto del Estado y otras han salido beneficiadas, habría sido lógico exigir cuentas del uso de dicha solidaridad interterritorial. No deberíamos seguir admitiendo que algunas Comunidades se declaren pobres por naturaleza sin más y que, por tanto, ni cuantiosas ayudas europeas, ni ayudas estatales para su desarrollo hayan servido para que sigan perdiendo habitantes. Algo habrán hecho mal sus gobernantes y alguna responsabilidad debe exigirles el Estado.
En todo caso, si Bruselas es intransigente con las cuentas públicas españolas, el gobierno de Mariano Rajoy se verá obligado a reducir 44.000 millones de euros en los presupuestos generales del Estado del 2012. Un cifra tremenda en un plazo mínimo, que difícilmente puede cuadrar. Si tenemos en cuenta que los recortes efectuados por el gobierno de Rodríguez Zapatero, congelando pensiones y reduciendo sueldos de funcionarios alcanzó los 10.000 millones de euros. El nuevo Ejecutivo le pegó un tijeretazo de entrada de 8.900 millones de euros, fundamentalmente mediante la subida de impuestos, cuatro puntos de media en el IRPF. Ambos recortazos no alcanzan el 50% de lo que ahora debería acometerse, cuando además el escenario macroeconómico apunta a una clara recesión en todo el año con lo que el presupuesto de ingresos se verá afectado a la baja. La ecuación pues solo puede cuadrar subiendo más impuestos y reduciendo más los gastos. En el primer capítulo el IVA parece llamado a cobrar de nuevo protagonismo ya que el 18% sigue siendo un porcentaje por debajo de la media europea. Dos punto más, es decir, situarlo en el 20% con los actuales niveles de consumo podrían suponer un aumento de los ingresos de unos 7.000 millones de euros. Y en otro orden de figuras tributarias, quedaría la posibilidad de incrementar impuestos especiales – tabaco y carburantes – a lo sumo por valor de 3.000 millones de euros y el amplio repertorio de tasas por uso de infraestruras y municipales, lo que podría sumar otros 4.000 millones de euros.
El total de lo que vía contributiva podría recaudarse alcanzaría como máximo unos 20.000 millones de euros. El resto deberá proceder del recorte de las partidas de gasto, dado que la venta de activos del Estado , las últimas joyas de la corona – Aena, Puertos o Loterías – en las actuales circunstancias del mercado serían una ruina. Y puesto a meter la tijera en el gasto por enésima vez, me temo que solo quedan por acometer dos partidas fundamentales, tanto como los derechos que amparan: la educación y la sanidad. En el primer caso, por la composición del propio gasto muy relacionado con el personal docente, resulta difícil de recortar salvo en contratados y como mucho supondría ahorrarse unos 4.000 millones de euros. Por contra, en sanidad todo depende del nivel de los servicios a los que se quiera dar cobertura o lo que es lo mismo, que prestaciones se cubre gratuitamente y que despliegue de recursos requiere. Con eso ya ha amagado el gobierno, primero el propio presidente Rajoy en su discurso de investidura cuando anunció una ley de servicios básicos y muy recientemente su ministra de Sanidad, Ana Mato, en la reunión con todos los consejeros autonómicos cuando estableció la creación de una comisión al efecto. En este tema nos jugamos nada menos que la calidad asistencial y, en el fondo, la calidad de nuestra salud. Recortar entre 15.000 y 20.000 millones en sanidad si no se hace con criterios técnicos y de excelencia en la gestión puede suponer un irreversible empobrecimiento del sistema de salud que tenemos y que, hoy por hoy, se encuentra entre los mejores de Europa y, por tanto, mundial.
Claro que si el gobierno quiere coger el toro por los cuernos de verdad siempre le quedaría la opción de aplicar la tasa por transacciones de capital, gravar vehículos financieros especulativos como las Sicav y, sobre todo, de poner en marcha un auténtico plan de lucha contra el fraude fiscal. El coste del fraude fiscal en España asciende a unos 70.000 millones de euros al año, alrededor del 23% del PIB, lo que equivale al presupuesto total del sistema sanitario español, según el análisis realizado sobre el fraude por la consultora i2 Integrity. Los propios inspectores de hacienda llevan años clamando por la pérdida de ingresos del Estado que se pierden en actividades fiscalmente opacas y economía sumergida como si nuestro Estado fuera un queso gruyere. ¿Podemos soportar tales cifras sin hacer nada y por contra asumir sin rubor el desmontaje de nuestra cobertura sanitaria? ¿Podemos exigir a nuestros socios europeos que nos flexibilicen sus criterios de ajuste presupuestario si permitimos tales niveles de corrupción social? El principal problema de nuestras cuentas, públicas y privadas, porque la banca adolece del mismo mal, no es otro que la falta de credibilidad. No se creen nuestros presupuestos, ni nuestros balances. O somos capaces de demostrarles que no mentimos o desterramos la mentira de nuestro vocabulario comunitario o Europa será inflexible con España como lo ha sido con Grecia o lo puede ser con Italia. Esta vez la verdad tiene claramente premio.