Europa sale de la recesión… y ¿quién se ocupa del paisaje después de la batalla?

Los datos de crecimiento del PIB de la eurozona hechos públicos por la Comisión Europea hace unos días, han sorprendido y despertado el optimismo de encontrarnos ante una posible senda de salida de la crisis. La zona euro ha sido capaz de crecer un 0,3 % en el segundo trimestre respecto al trimestre anterior han sido impulsados por unas cifras mejores de lo esperado en Alemania (+0,7 %) y Francia (+0,5 %). El eje franco alemán, núcleo real de cohesión de la construcción europea, tira de la economía europea como debería tirar del proyecto en común. Los 17 países que comparten el euro han necesitado siete trimestres para volver a crecer, con una subida del Producto Interior Bruto del 0,3 por ciento ajustado estacionalmente en los tres meses hasta junio, según los datos de la agencia de estadísticas Eurostat. Confirmando el retrato diferenciado de la recuperación, España cayó un 0,1 por ciento, mientras que Italia y Holanda lo hicieron en un 0,2 por ciento. En cambio, la rescatada Portugal tuvo un crecimiento del 1,1 por ciento, la cifra más elevada de los 17 en el trimestre. Es evidente, pues, que la Unión es más un agregado estadístico que una realidad homogénea, la falta de una política económica europea se sigue poniendo de manifiesto.

La primera conclusión de estas “buenas noticias” no es otra que la Eurozona afronta un camino desigual e inestable hacia la recuperación, marcado por un paro en cifras récord y las medidas de austeridad en los países de la periferia, que necesitan acelerar las reformas aumentar el crecimiento y crear nuevos empleos. Curiosamente el principal motor del crecimiento europeo reside en la balanza comercial, es decir, en la capacidad de los Estados europeos de exportar sus bienes y servicios entre ellos y fuera de la región. Ese dinamismo se ha convertido en nuestra principal fortaleza, en lo que sin duda no es sino una reacción de supervivencia o de “sálvese quien pueda” durante los duros años de crisis económica que venimos padeciendo. Sin embargo, faltan muchas cosas por solucionar para declarar que la crisis ha sido definitivamente superada en la Eurozona. La primera y principal es el desempleo, que actualmente se sitúa en el 12,1%, su máximo histórico y con niveles por encima del 25% en España y Grecia. Además, la banca sigue siendo motivo de preocupación, ya que no ha limpiado totalmente su balance y el crédito sigue en caída. Tampoco se ha completado la prometida reforma de la regulación bancaria, al que le faltan cerca de ocho meses para entrar en vigor.

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En todo caso, la realidad parece confirmar las tesis de los que nos alejamos hace un par de años de las apologías del fin del euro. Los apocalípticos antieuropeístas se frotaban las manos ante los ataques despiadados de los mercado de deuda pública a la moneda común y profetizaban a los cuatro vientos su inminente fallecimiento y tras él de las instituciones europeas. Nada de eso ha sucedido y a escasos 12 meses de dichas profecías melodramáticas, nos encontramos con un panorama internacional bien distinto. Es China y alguna de las economías emergentes que les venían acompañando en crecimientos de dos dígitos, quienes se están ralentizando, mientras EE.UU. y la UE vuelven a recuperar crecimientos y creación de empleo, aunque sea aún tímida e inestable. A su manera titubeante y desesperadamente lenta pero Europa ha hecho los deberes y camina hacia una verdadera unión monetaria y financiera. El mero anuncio de inicios de negociaciones de un acuerdo comercial con Estados Unidos, ha disparado las hipótesis de un maridaje profundo entre las dos potencias económicas mundiales, de la Reserva Federal y el BCE y, por tanto, de una convivencia pacífica y complementario euro/dólar. A Europa le quedan unos meses de indefinición hasta que se celebren las elecciones alemanas y lleguen los trascendentales comicios europeos – de los que saldrá un Parlamento que elegirá al presidente de la Comisión – para que veamos su auténtica capacidad de hacer política con mayúsculas y funcionar ante el mundo como una entidad común. Pero las condiciones para que esa realidad sea efectiva están puestas: moneda común, Banco Central convertida en autoridad bancaria, un Parlamento Europeo que elige al Ejecutivo y el SEAE – Servicio Europeo de Acción Exterior – un auténtico servicio diplomático desplegado por el mundo.

Por eso, ahora más que nunca ha llegado el momento de abrir un profundo debate sobre la Europa que queremos. Ahora que se vislumbra la salida de la crisis y que las herramientas políticas puestas en marcha con el Tratado de Lisboa pueden cobrar validez plena. Lo primero que deberíamos definir es el modelo social y de servicio público que Europa debe ofrecer a sus ciudadanos. Si somos el espacio común democrático más amplio del mundo a la hora de defender derechos humanos, debemos establecer un completo catálogo de prestaciones de los mismos. La crisis ha socavado profundamente los cimientos de cobertura social de nuestros países. Conceptos que están en el adn del proyecto europeo como la igualdad y la solidaridad, en la práctica, se están poniendo en cuestión. Tanto el nuevo Parlamento Europeo como la Comisión por él elegida, deben convertirse en garantes de la carta de derechos ciudadanos que son la única esencia válida de nuestra Unión. Somos europeos para vivir en paz, ser libres, regirnos democráticamente y componer un conjunto que defiende derechos que nos hacen iguales. Esa es la justicia que la UE preconiza y que tiene la obligación de reforzar ahora que las cifras macroeconómicas parecen ponerse en positivo. El rearme social de Europa es imprescindible para recuperar la demanda interna y con ello el empleo, especialmente, de nuestros jóvenes. El paisaje después de la batalla que ha supuesto la crisis no puede dejarnos indiferentes. Muchos han sufrido el acoso e impacto del paro y de la pérdida de renta efectiva. Muchos han perdido la posibilidad real de ejercer sus derechos con una sanidad o una educación gratuita e igualitaria. Son muchas las consecuencias de una crisis especulativa y financiera que casi se lleva por delante la economía productiva de las pequeñas y medianas empresas europeas. El esfuerzo no puede haber sido en balde. Tenemos la obligación de rediseñar nuestro modelo social, tenemos que recuperar el nivel de ingresos públicos que garanticen las prestaciones y que doten de capacidad inversora a la UE. No podemos permitir que nuestra capacidad investigadora e innovadora se retraiga porque en el conocimiento y su gestión sigue estando la base del hecho diferencial competitivo de nuestra economía.

Pero no es lo único que requiere ser reformulado en el entramado institucional de nuestra vieja Europa. Es evidente, que durante las últimas décadas la cohesión social y territorial no ha funcionado con los criterios de convergencia que pretendíamos. La crisis nos ha hecho mucho más dispares, los ricos son más ricos que los pobres hoy, y eso sucede en el interior de nuestros Estados, de nuestras regiones, entre unos Estados y otros y entre unas regiones y otras. El mapa de las desigualdades se ha desatado norte/sur, centro/periferia, pero también ciudad/rural o emigración/inmigración. La crisis ha convulsionado nuestra realidad de tal manera que necesitamos apartar el polvo que aún puebla las ruinas de nuestras calles para ver qué ha quedado en pie y qué requiere de una profunda reconstrucción. Nada, salvo nuestros principios, será igual después de esta batalla por la supervivencia de la idea de Europa que estamos librando. Los modelos de colaboración público privados o los sistemas de fiscalidad basados en uso y disfrute de servicios y no solo en los niveles de renta, tendrán que ponerse sobre la mesa si queremos afianzar la sostenibilidad del sistema. El debate que precisamos es de abajo a arriba, debe partir desde la municipalidad, nuestras comunidades más cercanas, para elevarse a las regiones y países para inundar Bruselas de propuestas. La Europa de los pueblos es la única que puede ser capaz de regenerar el proyecto europeo desde bases reales y sólidas. Lo demás son estructuras decimonónicas, caducas y que navegan contracorriente de la Europa necesaria.

La recuperación económica está llegando sin dirección alguna, por la mera fuerza inercial de los agentes económicos que se mueven buscando salida a sus productos y servicios. La política lo único que nos ha aportado es falta de criterio y de perspectivas de futuro. Los recortes y ajustes de lo público como única receta no son los causantes, por mucho que quieran plantearlo así sus promotores, de la salida de la recesión, sino la decisión individual de empresarios y trabajadores, de familias y personas, de salir de esta encrucijada. Si seguimos así, sin aportar vías colectivas y soluciones colaborativas, ese paisaje de después de la batalla del que hablo, nos mostrará un rostro más crudo que el que hoy vivimos. La posguerra a veces lo único que aporta es el silencio de las balas, pero deja el terrible rumor del hambre y la venganza. Si no somos capaces de poner en marcha un verdadero plan de reconstrucción de nuestras infraestructuras sociales, el riesgo de que impere el egoísmo como ética ejemplarizante será máximo. Necesitamos que la cohesión territorial sea una realidad poniendo un mayor énfasis en la reducción de las disparidades regionales relativas a las principales fuentes del crecimiento en el marco de construcción en Europa de una Sociedad del Conocimiento Competitiva a escala global, pero fuertemente cohesionada a escala interna. Todo ello sin perder de vista las diferentes especificidades territoriales y estructurales existentes. Lo diverso nos sigue haciendo rico si lo sabemos poner en común.

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