Según un informe elaborado por vocales del Consejo General del Poder Judicial, en los últimos cuatro año son 350.000 los desahucios producidos por la crisis económica. Si queremos que nos abrume más aún esta cifra podemos calcular que ya son 517 los desahucios de media al día o lo que es lo mismo, algo más de 21 cada hora o que cada 167 segundos hay una familia en España que tiene que abandonar su vivienda. Esta es la cruda realidad del rostro helado de una situación económica que primero nos dejó a millones de trabajadores en paro, que ha situado a una de cada cinco personas bajo el umbral de la pobreza y que ahora les convierte día a día en una legión de homeless sin esperanza en la vida. Podemos tratar de negar la realidad o podemos mirar hacia otro lado cuando lo que vemos no nos gusta, pero el cerco de la miseria se está cerrando entorno a nosotros sin que seamos capaces entre todos de aportar soluciones solidarias inteligentes. Hace tiempo que cuando supimos que venían mal dadas, la mayoría optó por tirarse al monte, por sacralizar las posiciones individuales del sálvese quien pueda y poner tierra de por medio con el problema ajeno. Ahora que las calles empiezan a recordarnos página a página el drama de Los Miserables, solo nos falta un Víctor Hugo contemporáneo que nos reedite el clásico dilema de la ley entre la justicia y honestidad. Tal vez por ahí debiéramos a empezar a recuperar la ética de nuestra sociedad venida a menos.
Que el problema proviene de los felices años del ladrillo resulta una obviedad. Que la responsabilidad de la situación es compartida entre todos los actores que hicieron posible aquella juerga, ya no hace falta repetirlo. Que en última instancia el desahuciado no puede apelar al engaño como único argumento para justificar su irresponsabilidad de llevar una vida por encima de sus posibilidades, también es reseñable. Que durante la última década anterior a la crisis todos fuimos partícipes de una cadena de errores compartidos con tal de vivir mejor, es la única verdad. De ahí que acuda al término honestidad para tratar de dilucidar en primera instancia cómo salir del entuerto en que nos hallamos inmersos. La honestidad es una cualidad humana que consiste en actuar de acuerdo a como se piensa y se siente. En su sentido más evidente, la honestidad puede entenderse como el simple respeto a la verdad en relación con el mundo, los hechos y las personas; en otros sentidos, la honestidad también implica la relación entre el sujeto y los demás, y del sujeto consigo mismo. Dado que las intenciones se relacionan estrechamente con la justicia y se relacionan con los conceptos de “honestidad” y “deshonestidad”, existe una confusión muy extendida acerca del verdadero sentido del término. Así, no siempre somos conscientes del grado de honestidad o deshonestidad de nuestros actos. El autoengaño hace que perdamos la perspectiva con respecto a la honestidad de los propios actos, obviando todas aquellas visiones que pudieran alterar nuestra decisión. Por eso convendría preguntarnos, ¿qué grado de engaño hemos admitido todos en la circunstancia que nos rodea? ¿Hemos sido honestos en nuestro trabajo, lo hemos sido socialmente con la realidad que conocemos? Ya sé que suena a religión maniqueísta pero nada más lejos de mi intención convertir el doloroso tema de los desahucios en un juicio moral, simplemente trato de que busquemos una solución justa que inspire la imprescindible reforma de la rígida ley hipotecaria que hoy día nos rige.
Dos son los bienes a preservar en la actual circunstancia provocada por los desahucios en masa: el primero y, por supuesto, más importante, el drama humano que acarrea y el necesario auxilio a las familias afectadas. Cualquier otro planteamiento está fuera del Estado social de derecho que nos hemos dado y, por tanto, es automáticamente denunciable. Pero el segundo, imprescindible para la supervivencia del sistema de convivencia consiste en salvaguardar el funcionamiento de las entidades financieras que si bien es cierto que han contado con ingentes cantidades de dinero público para sanear sus balances, también lo es el hecho de la necesidad de garantizar los ahorros a las familias y los créditos a las empresas. Si de la noche a la mañana decidiéramos cambiar las reglas del juego por el que se suscribieron cientos de miles de hipotecas y condonáramos dichas deudas con bancos y cajas, el sistema entraría de forma automática en quiebra técnica por lo que conviene meditar la reforma de una ley que tiene aspectos y derivadas muy complejas. El comportamiento de las distintas entidades afectadas denota una forma de enfrentarse al problema. Mientras algunas han aplicado tratamientos jurídicos estrictos sin meditar en las consecuencias sociales de su decisión y el impacto en su propia imagen corporativa, otras se han adelantado tratando de instrumentar soluciones al mismo. Además, debería quedar claro que los desahucios de bancos rescatados no son equiparables a los de entidades que han afrontado la crisis sin necesidad de ayudas públicas. En todo caso, estamos ante la necesidad de un plan de contingencia que realoje a las miles de familias que se están quedando sin hogar. En estas circunstancias la primera demanda de los afectados es de información y de capacidad de negociación con sus acreedores, las iniciativas de arbitraje y mediación por parte de la Administración deberían estar ya en funcionamiento en las distintas Comunidades Autónomas que son las competentes al efecto.
El realojo cuando se ha producido el tremendo trance del desahucio pasa a ser la segunda necesidad perentoria. Dado el parque de vivienda construido en España que actualmente no encuentra comprador, difícilmente sería explicable a esta sociedad que no seamos capaces de emplear estos pisos vacíos para reubicar a familias sin techo. La fórmula del alquiler social combinado con la dación en pago parece hoy por hoy la solución más sensata. Es evidente que estamos hablando de soluciones transitorias, pero gracias a ellas podemos resolver dramas inmediatos que requieren pronta actuación. La mayoría de las familias que no pueden hacer frente a hipotecas cuya cuantía se fijó en tiempos de bonanza pueden disponer de rentas básicas para pagar alquileres de pisos que aunque mermen su calidad de vida resuelven la emergencia que supone verse en la calle y arriesgarse a la desestructuración de una familia. En poner en marcha estas herramientas de urgencia deben implicarse sin pausa alguna las Administraciones local, autonómica y central y las entidades financieras, la mayoría de las cuales son acreedoras de las hipotecas de los desahucios, propietarios de los pisos en venta y los únicos capaces de poner en le mercado nuevas promociones de vivienda.
Si queremos de una vez por todas trabajar en soluciones al problema creado por el sector inmobiliario en España deberíamos partir por reconocer el enorme desajuste que existe entre la demanda y la oferta del mismo. El problema no lo suponen los pisos vacíos que pueden ir absorbiéndose anualmente por la incorporación habitual de demandantes de vivienda nueva. El agujero negro de nuestra economía que lastra los balances de los bancos no es otro que el suelo con el que se han cargado y que ni siquiera está en disposición de ser promocionado. Con cinco millones y medio de parados y una crisis de confianza endémica en nuestras posibilidades de crecimiento parece imposible reactivar la venta de pisos, por lo que el alquiler se ha convertido en la única fórmula de colocación de activos inmobiliarios. Si la vivienda de protección oficial está perdiendo a pasos agigantados su posición ante la caída del precio medio de la vivienda, es el momento de que su lugar de promoción social lo ocupe el alquiler con nuevas fórmulas y precios asequibles a las situaciones de inestabilidad económica que viven las familias medias españolas. El obstáculo principal para dinamizar el alquiler es que en nuestro país sus propietarios se encuentran totalmente atomizados, no existen empresas profesionales que intermedien adecuadamente entre los buscadores y los propietarios, por los precios oscilan de manera arbitraria. Promocionar el alquiler es ya una necesidad para navegar los peores años de la crisis.
Cambiar la cultura de la propiedad por la cultura del alquiler nos acercaría a una forma de vivir a la europea. En Europa el ratio proporcional de ambas formas de uso de una vivienda es de 60 a 40 por ciento a favor de la propiedad, mientras en España es de 85 a 15 por ciento. Tenemos un 25% menos de viviendas en alquiler que en los países de nuestro entorno. Ese lastre genético por el que nos vemos obligados desde muy jóvenes a invertir nuestro futuro en la hipoteca de un piso, en un mundo globalizado y en movilidad, es un lastre para el desarrollo de nuestra sociedad. El disfrute de una vivienda tiene más que ver con la capacidad que en cada momento tenemos de pagar por su uso que por la propiedad de un activo cuyo valor ya no está claro que mejore con el tiempo. La enfermedad del ser humano de acumular pertenencias en vida para transmitirlas a nuestros descendientes ha generado la mayor parte de los conflictos sociales, bien haríamos, pues, en poner más interés en la creación de riqueza y en generar en nuestros entornos felicidad vital que en atesorar herencias para cuando ya no estemos aquí. Un piso por muy hogar que llegue a ser, no es más que el derecho de todo ser humano a vivir dignamente, poco sentido tiene que pretendamos convertirlo en un valor eterno acumulable de generación en generación. El único bien y es inmaterial que vale la pena transmitirlo cuidadosamente de unos a otros es el conocimiento y tiene muy poco que ver con el suelo, el hormigón o el ladrillo. El problema de un desahucio, por lo tanto, no está en lo que perdemos como pertenencia, sino en la vulneración de un derecho básico que estamos entre todos obligados a preservar.