De huelgas generales

Es muy probable que haya más de 40 millones de razones para secundar la convocatoria de una huelga general en España y en buena parte de los países de las Unión Europea. Cuarenta millones de quejas en forma de paro, de aquellos que desde hace cinco años sufren, sin conocer aún el motivo, el desmantelamiento de derechos básicos a base de recortes y que han visto caer su poder adquisitivo año a año a manos de una crisis que empezó siendo financiera y hoy parece sistémica. Lo que si es seguro es que hay al menos 5.778.100 razones, la de los parados de la última encuesta de población activa en España que salvo el gesto de manifestarse no pueden hacer huelga porque carecen de un puesto de trabajo y lo que es peor, de esperanzas a corto de encontrarlo. Pero que el personal tenga un cabreo mayúsculo y que se suba por la paredes ante las políticas que aplica el gobierno al dictado de las consignas de la canciller Ángela Merkel, no quiere decir que entienda que la huelga general es el mejor cauce de presión para sus quejas. Sobre todo, si a base de convocarlas los sindicatos pierden fuelle y la sociedad se agota en clamar sin recibir respuesta alguna.

El primer problema con que se encuentran las organizaciones sindicales que llaman a un paro general es poner cara al adversario. En principio se tira del recurso fácil de convertir al gobierno en el centro de la protesta. Razones de índole política seguro que no sobran dados los sacrificios a que está obligando a los ciudadanos. Pero la realidad es que el conjunto de la queja social es mucho más amplio, se extiende a otros estamentos que en una huelga general se parapetan tras los rostros del Ejecutivo. La clase política entera está puesta en tela de juicio por la calle, según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) se han convertido en el tercer problema para los españoles, después del paro y los temas de índole económico domésticos. Los grandes partidos sufren un desgaste cada vez mayor por su incapacidad para buscar respuestas a la crisis y, especialmente, por aceptar sumisos las recetas monolíticas de Bruselas. Y no es menor la percepción de enemigo que la gente ha desarrollado de la banca. Primero como perceptores de cuantiosos fondos de ayudas públicas que en nada ha revertido en la situación de pymes y familias en forma de crédito fluido. Pero más recientemente el rostro helado de las entidades financieras ha agriado el panorama con un aluvión de desahucios y miles de personas sin techo fruto de su intransigencia ante la extrema necesidad. El enemigo, por tanto, es el sistema y una huelga no canaliza adecuadamente el descontento general porque el mensaje no llega a todos sus destinatarios correctamente.

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La segunda grave dificultad a la que se enfrentan los sindicalistas es su paulatina pérdida de credibilidad. Aquellos sindicatos de clase que fueron perdiendo su sentido tras los procesos de reconversión industrial de la década de los 80, dieron paso en los 90 a sumisas organizaciones adaptadas a los tiempos de bonanza y adaptadas a los nuevos tiempos de la formación continua como única fórmula de financiación y de ser cautivos de los gobiernos de turno. Su independencia y capacidad de acción fueron mermando a la vez que su liderazgo social desaparecía. Fueron perdiendo sector a sector su verdadera representatividad a base de negociaciones con la patronal y fotos con los gobiernos. Demasiado salón y poca calle, demasiada imagen en los medios y poca actividad entre los trabajadores. Sus cuadros más funcionariales que nunca perdieron el pulso de las fábricas, de los servicios, para refugiarse en la función pública y en los transportes como último bastión para tratar de demostrar su fuerza. Pero la realidad es que cuando la crisis se les echó encima y se quisieron recuperar el tiempo perdido, muchos ya no creían en ellos y el riesgo de convocar movilizaciones sin ser secundados por una mayoría se acrecentó gravemente.

Ahora que los líderes sindicales son conscientes de que o se ponen a la cabeza de la manifestación o pasarán a los libros de historia y a las salas de los museos, tratan de demostrar desesperadamente que siguen vivos y palían la falta de respresentatividad y de movilización antes aludida con imágenes mediáticas de impacto ligadas a los movimientos sociales de los indignados que llevan meses tomando la calle. Su batalla es colarse en la agenda de los medios, en un titular de periódico, en una crónica de radio o en corte de informativo de televisión. Viven de la imagen y eso les fuerza endémicamente a sobreactuar buscando extraños y muchas veces incómodos compañeros de viaje en grupos antisistema y tribus urbanas diversas. Una desubiación demasiado obvia para el común de los mortales que les pasa factura a cada nueva huelga convocada. En la misma encuesta del CIS antes citada, los españoles se mostraban dispuestos a manifestarse en las calles ante lo que consideran una injusticia del sistema para con ellos, pero la huelga ocupaba espacios muy poco relevantes entre sus voluntades. De la misma forma que pertenecer a una organización sindical para una inmensa mayoría no tiene ya sentido.

Nadie es capaz de articular nuevas formas de presión ante tanto sinsentido. Nadie le pega donde le duele al responsable y culpable de tanta atrocidad que lleva a millones de personas a vivir en la miseria y a cientos de miles a quedarse sin hogar. La gente se suicida desde los balcones y se tira a las vías del tren desesperadas sin una brizna de luz que les ampare el futuro. Mientras las protestas caen en saco roto, la política es inútil en el servicio para que fue creada: el arte de hacer posible lo necesario. No se presentan alternativas sean reformistas o revolucionarias, desde dentro o desde fuera del sistema. Las ideas brillan por su ausencia porque nadie las valora, nadie escucha y todo el mundo prefiere seguir al colectivo en sus fallos. Más vale acompañado aunque por camino equivocado que la soledad del individuo que busca soluciones.

Así las cosas, asistimos al ritual de la huelga general como una rutina de normalidad en el contexto actual de la crisis. Todo es absolutamente previsible en la liturgia de enfrentamiento entre piquetes y fuerzas del orden, el número de detenidos clásico cercano al centenar, la silicona en las puertas de unas cuantas entidades bancarias, los servicios mínimos que se cumplen y las valoraciones de seguimiento que rondan el 90% para los sindicatos y el 10% para el gobierno. ¡Y viva la objetividad! Al día siguiente unos recogen sus banderas rojas y otros se quitan los escudos antidisturbios y vuelven al día a día como si tal cosa. El gobierno a sus ajustes, los sindicatos a sus fondos de formación y la gente, la que como diría el poeta cantautor Serrat, la que siempre está detrás, seguirá a lo suyo a lo que nadie se ocupa, porque:

Detrás de los himnos y de las banderas.
Detrás de la hoguera de la Inquisición.
Detrás de las cifras y de los rascacielos.
Detrás de los anuncios de neón.

Detrás, está la gente
con sus pequeños temas,
sus pequeños problemas
y sus pequeños amores.

Con sus pequeños sueldos,
sus pequeñas campañas,
sus pequeñas hazañas
y sus pequeños errores.

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