El Gobierno Rajoy o el Ejecutivo naftalino

Tiene el gobierno Rajoy una edad media de 55 años, es decir, según se mire es un equipo de veteranos experimentados o un grupo de viejos carcas. Es evidente que los años de vida son una medida relativa, porque el enfoque con que afrontas problemas y oportunidades depende de cómo se han vivido y de cómo se está dispuesto a vivir los años que te quedan. Conozco jóvenes anímicamente avejentados y personas mayores irreductiblemente juveniles. Sin embargo, un hecho es cierto: tras décadas en que primó la juventud de los gobernantes en La Moncloa – así ocurrió con la llegada de Felipe González, después con Aznar y, sobre todo, con Zapatero – ahora Rajoy ha impuesto la moda “retro”.  Muchos de sus ministros son casi sexagenarios y fueron altos cargos o miembros de los gobiernos aznaristas, hace ya más de 10 años. Se me antoja que tienen demasiadas referencias al pasado, que sus análisis se basan más en la experiencia vivida que en la prospectiva de futuro. Conducir mirando al retrovisor es una práctica imprescindible cuando se pretende adelantar pero puede desviar en exceso la atención de la carretera y de la trazada más conveniente en una curva peligrosa. Y me temo que la tremenda crisis económica que atravesamos requiere más destreza con la mirada puesta hacia adelante que estar preocupados por lo que hemos dejado atrás.

En este primer mes de gobierno, los ministros de Rajoy han acudido en fila india al Congreso de los Diputados a exponer sus principales proyectos para la legislatura, curiosamente a excepción hecha aún del titular de Economía, Luis deGuindos que lo hará el próximo 7 de febrero, como si necesitara más tiempo para aclarar las ideas cuando la suya es la máxima responsabilidad del Ejecutivo. Del roll show de los ministros nos han quedado un rosario de reformas legislativas cuya parte más novedosa consiste en la componente remake de regreso al pasado. La mayoría han elegido como arcadia política, los primeros años de las década de los 80, cuando muchos de ellos eran unos rebeldes veinteañeros de centro derecha que vestían abrigo loden y trataban de ligar por la madrileña calle Serrano. Supongo que el recuerdo de aquellos joviales años les retrotrae a idílicos paisajes sociales de una España que aún era en gran medida el reflejo de una dictadura y que también estaba lejos de su incorporación a Europa. Una libre versión de las coplas de Jorge Manrique y de “como a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor”.

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A saber la crónica de la regresión la inició precisamente la vicepresidente SorayaSáenz de Santamaría, una de los miembros más jóvenes del Gobierno que, sin embargo, hizo gala de sentirse contagiada de la moda centrista reformista. De forma sorpresiva anunció la reforma de la Ley del Consejo General del Poder Judicial, por medio de la cual actualmente los consejeros son elegidos por los jueces y por los miembros del parlamento. Su propuesta: volver a antes de 1985 y que todos los miembros del Consejo los elijan los jueces. La razón argumentada: la justicia está muy politizada, como si el PP no se hubiera aprovechado de la circunstancia y como si las asociaciones de jueces fueran independientes de la política y si tuvieran más capacidad de representación de la que tienen los partidos políticos. Le siguió el turno el ex alcalde de Madrid y flamante ministro de Justicia, Alberto Ruíz Gallardón y a él le correspondió el principal desfile de modelos retro del Ejecutivo. Primero con la insinuación de una revisión de penas para delitos especiales convertibles en cadenas perpetuas, medida que obliga a esforzar más si cabe la memoria, pues, nos sitúa en tiempos de la dictadura franquista – veremos como salva la constitucionalidad de tal ocurrencia -. De similar corte el anuncio de la introducción de una tasa para ejercer el recurso en segunda instancia, de tal forma que consagra el principio de la justicia para el que se la paga o se la puede pagar. Y cómo no, la guinda de su comparecencia no podía faltar la reforma de la ley de interrupción voluntaria del embarazo, devolviéndonos a los supuestos y no a los plazos, otra situación anterior a 1985.

Después llegó el titular de Educación, José Ignacio Wert para poner el reloj de las escuelas en hora, en la hora del Partido Popular. Confirmó lo ya anunciado por el presidente en su discurso de investidura en su deseo de añadir un año más de bachillerato a los alumnos de enseñanza secundaria. Volvemos a los tiempos del PREU del bachillerato clásico, es decir, a la educación modelo UCD, anterior a la reforma de José María Maravall, el primer ministro socialista de Educación de Felipe González. A él debemos la LODE, Ley Orgánica del Derecho a la Educación que universalizó la gratuidad de la misma. Y para no incumplir el programa electoral de los populares, el ministro Wert anunció la desaparición de la asignatura inventada por Zapatero, Educación para la Ciudadanía, que apenas va a durar cinco cursos. Según el ministro las clases impartidas han servido para ejercer el adoctrinamiento político de los chavales. Será que el nacionalcatolicismo en el que fueron educados todos los ministros de Rajoy era aséptico y neutral o será que en los colegios concertados católicos no se imparte doctrina alguna.

El postre de las comparecencias regresivas lo ha puesto la ministra de Sanidad, Ana Mato, cuyo anuncio de llevar a cabo una ley de Servicios Básicos lo dice todo. Básico es sinónimo de mínimo, por lo que podemos temernos que el Estado va a establecer los umbrales de una atención sanitaria y la Comunidad Autónoma que quiera mejorar sus prestaciones que se la pague, una vez más si puede. Podría decirse que el Gobierno se declara en huelga de salud y nos declarará los servicios mínimos a prestar. Lo del copago de momento que ni que sí, no que no, queda para próximas citas según se pongan de feas las cuentas públicas de cara a los presupuestos que deberán aprobarse en primavera. Y para no perder la costumbre de sus antecesores en sus comparecencias, cumplió otro compromiso programático de derogar medidas llevadas a cabo por el gobierno Zapatero. En este caso respecto a la dispensación de la píldora del día después. Según la ministra se han encargado un informe sobre los resultados desde su implantación y conforme a los datos que aporte se decidirá si se mantendrá la libre dispensación o se requerirá la receta médica. En una palabra, que como todos sabemos uno encarga el informe para que diga lo que el que paga espera y, por tanto, cualquier madrugada de amor juvenil desenfrenado deberá acabar en urgencias para que un médico de guardia extienda una receta.

Tanta conmemoración de tiempos pretéritos, sin ser baladí, tendría escasa relevancia si en la materia que protagoniza el drama de la crisis, el empleo, hubiera sido abordado ya con medidas de fomento de la actividad económica. Sabemos ya que el proceso de marcha atrás en el tiempo incluye también pérdida de derechos, de prestaciones del Estado del bienestar y subida de impuestos. De lo que no tenemos ni idea es de cómo el gobierno piensa reducir la espantosa cifra de 5.300.000 parados que también nos trae recuerdos de principios de los 80, de una economía escasamente internacionalizada, desmantelando industrias, con la banca en quiebra, inflación desatada, con más de tres millones de parados y tasas de desempleo superiores al 20%. Volvemos a donde estábamos en una especie de viaje a ninguna parte, sin un liderazgo capaz de poner la vista en el horizonte y tomar el rumbo del crecimiento. El olor a naftalina que inunda las primeras decisiones del Ejecutivo Rajoy nos retrotrae 30 años atrás en un somnoliento ejercicio del día de la marmota. Seguiremos esperando una brizna de frescura y de valentía para encarar el futuro, aunque cada vez esté más convencido de que los vientos que vienen de Madrid como los de Dinamarca huelen a podrido.

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