Vive Portugal tiempos duros, por los esfuerzos que desde el anuncio de su rescate financiero – en mayo de este año – y por los planes de vuelco de tuerca a la austeridad que el gobierno de Passos Coelho acaba de hacer públicos para los presupuestos del 2012. Oscuro presente y lúgubre futuro inmediato. Una circunstancia que por lusa es europea y de la que no debiéramos sentirnos en absoluto ajenos.
Más allá de los errores de libro que en su reciente gestión económica se llevaron por delante al Ejecutivo del primer ministro socialista José Sócrates, los males productivos portugueses son sistémicos. Tienen que ver con un Estado sobredimensionado con exceso de funcionariado que ralentiza la toma de decisiones económicas del sector privado. Con un modelo laboral con sobrepeso de la mano de obra, lo que incrementa los costes y obliga a niveles salariales muy por debajo de la media europea. Consecuencia: rentas bajas, capacidad limitada de su clase media y, por tanto, demanda interna poco dinámica.
Pero a todas estas dolencias se une la circunstancia de ser un país pequeño y poco poblado, integrado en un club de ricos poderosos. Para Portugal la entrada en las Comunidades Europeas – CE de aquella época – en 19Reino 82, supuso una oportunidad única de crecimiento y desarrollo. En sus primeros años de adhesión como socio comunitario era incapaz de digerir las cuantiosas ayudas recibidas de Bruselas a tal fin. Su fisonomía cambió, se modernizó, transformó buena parte de sus infraestructuras, pero no fue capaz de cambiar su cultura política y el sustrato social y laboral del país.
Cuando se integra en la zona euro en el momento fundacional de nuestra moneda común, un país como Portugal entierra el escudo que seguía fuertemente vinculado, por su tradicional relación comercial con el Reino Unido, con la libra esterlina y perdía así una de sus herramientas básicas de política económica, el tipo cambiario. Parecía absurdo elevar la voz contra el euro en un país cuyo balance europeista había sido a costa de crecer sostenidamente en la última década gracias a proyectos desde Bruselas y en un entorno económico europeo creciendo por encima del 2%.
La crisis y la consiguiente recesión en la zona euro, unida a la incorporación de numerosos países del centro y del Este de Europa en el reparto del pastel de ayudas, supuso un serio revés para la economía lusa, que se había endeudado fuertemente en función de las expectativas positivas del crecimiento del país. España, como vecino, tampoco ha ayudado en el momento del crack luso, pues, las fuertes inversiones españolas realizadas en Portugal se han visto congeladas o desmontadas ante el severo parón que vive la economía española.
Resultado de todo lo dicho: sacrificios y muchos sacrificios para los portugueses. Vieron ya recortadas sus prestaciones sociales y sufrieron una subida generalizada de los impuestos con le gobierno anterior y ahora asisten resignados a una nueva fase de medidas de reducción del déficit público que ineludiblemente empobrecerá a su ya maltrecha clase media y abocará a su juventud a un nuevo y doloroso proceso migratorio. Su nuevo gobierno, al que le ha tocado realizar un auténtico programa de redimensionamiento del país, empieza ya a ser contestado en calle. Obviamente Passos Coelho contaba con ello cuando accedió al Palacio de Belém. Dice mi colega, socio y mejor, Fernando Rodrígues Pereira que su principal acierto es haber colocado al frente del ministerio de Economía a Vítor Gaspar de indudable reconocimiento europeo y a un equipo con él que por haber trabajado las últimas décadas en negocios internacionales fuera del país llega sin hipotecas, ni dependencias de lobbies o influencias locales. Puede hacer en teoría lo que crea que debe hacer. Por el bien de Portugal y por el de todos los europeos, esperemos que Fernando tenga razón porque Europa necesita el buen ejemplo de Portugal rescatándose así misma.