Barroso enseña el abismo del precipicio a las Comunidades Autónomas españolas

El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, aprovechó la celebración de los Open Days – semana de las regiones y ciudades europeas – que coincide con el Pleno del Comité de las Regiones, para reunirse con 9 de los 17 presidentes autonómicos españoles. Patxi López (País Vasco), José Antonio Griñán (Andalucía), Ramón Luis Valcárcel (Región de Murcia), Alberto Fabra (Comunidad Valenciana), Yolanda Barcina (Navarra), Paulino Rivero (Canarias), Luisa Fernanda Rudi (Aragón), José Antonio Monago (Extremadura) y José Ramón Bauzá (Islas Baleares) son los presidentes autonómicos que no quisieron perderse la cita y que viajaron hasta Bruselas. Un nutrido grupo pero también lo han sido las notables ausencias del mismo, especialmente, las de Artur Mas (Cataluña), Esperanza Aguirre (Madrid), Alberto Núñez Feijoó (Galicia) y las dos Castillas, Juan Vicente Herrera (Castilla y León) y María Dolores de Cospedal (Castilla-La Mancha). Pero lo que si ha puesto de manifiesto el encuentro, ausencias a un lado, es el deseo del mandatario europeo de poner de manifiesto la gravedad de la situación de la economía española a quiénes administran en gran medida las cuentas públicas del Estado español. Pareciera que Barroso no confiara en la capacidad del presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero para controlar a sus líderes territoriales y aplicarles la manida disciplina presupuestaria que pregona una y otra vez la Comisión.

El mensaje de Barroso no dejaba lugar a dudas: en tiempos de austeridad y con administraciones públicas endeudadas les ha recordado que si las Comunidades Autónomas no contribuyen a hacer los deberes, “la situación para España va a ser francamente difícil”, según el relatado que hizo a los medios Yolanda Barcina. Un recordatorio innecesario, pues, todos ellos conocen la propuesta presentada por el Ejecutivo comunitario de cara al período2014-2020, por el que Bruselas congelará los fondos para proyectos regionales a los Estados miembros que no cumplan con los objetivos de déficit, es decir, donde éste supere el 3% del PIB. Una medida tan injusta como discriminatoria, pues, mide por el mismo rasero a aquellas Comunidades que cumplan sus objetivos presupuestarios equilibrados, como a los que los incumplan, además de hacer culpables a las regiones de los errores que pudieran cometer los gobiernos centrales. Un desatino absoluto que convierte a regiones, länder o comunidades en meros instrumentos administrativos sin capacidad política. La peor de las versiones centralistas de la visión de Europa. Esto ante unos mandatarios que acaban de ponerse a la tremenda tarea de presidentes “manostijeras” aplicando recortes a diestro y siniestro en los servicios del Estado del bienestar que disfrutaban sus ciudadanos. Educación, Sanidad, Dependencia, asistencia a mayores… todo sucumbe a la imparable marea de la reducción del déficit. Y ellos cómplices primeros de la circunstancia tienen que escuchar lecciones del presidente de la Comisión, el político europeo más alejado de la calle, menos cercano a los problemas reales de la gente.

Una situación tan esperpéntica que contradice los principios fundacionales de la Unión Europea. Entre las misiones que la propia UE se adscribe para el siglo XXI, suscrito por sus mandatarios estatales, subraya la de hacer frente a los retos de la globalización y preservar la diversidad de los pueblos de Europa. Y añade: “El antiguo adagio “la unión hace la fuerza” conserva hoy en día toda su pertinencia para los europeos, si bien el proceso de la integración europea no ha acabado con las diferencias en cuanto a formas de vida, tradiciones y culturas de los pueblos que componen la Unión Europea. De hecho, uno de sus valores fundamentales es la diversidad”. Pues bien, la crisis ha hecho olvidar a los todopoderosos presidentes de los Estados europeos sus buenas intenciones de respeto a la riquísima pluralidad nacional que compone el mosaico continental. La simplificación se impone, solo cabe lo grande, aunque en la esencia de los males causantes de la situación que padecemos esté esa manía de homogeneizarnos a todos, sin poner en valor la fuerza de la identidad y las capacidades culturales de cada pueblo por pequeño que sea. Traicionados los principios y borrada la memoria histórica, ¿qué motivos tenemos para confiar en una Unión que dilapida las aportaciones de pueblos milenarios, con civilizaciones que han aportado los capítulos más brillantes de la historia de la Humanidad?

Es evidente que el modelo fracasado es el de los Estados-nación anciano ya en el escenario europeo y que tantas muertes en guerras de décadas nos ha deparado. Las realidades glocales son muchos más ricas hoy en un mundo globalizado con economías en movilidad, con capitales que se mueven velocidades hasta ahora impensables. De ahí que sea necesario no sólo el respeto de lo diverso, sino que se deba primar y se deban utilizar como base fundamental del desarrollo económico, social y cultural. La visión geopolítica europea del siglo XXI no puede basarse en la perspectiva del siglo pasado y menos aún con mapas heredados del XIX. Conceptos antiguos como el manido hinterland que basa todo crecimiento en la creación de áreas o zonas de influencia siguen estando presentes en muchas de las decisiones de los presidentes de las potencias europeas. Y la verdad es que lo único que tienen de novedoso es que les anteponemos la etiqueta de lo neo para seguir calificando procesos imperialistas y ultraliberales. El diseño que de la UE ha pretendido hacer Alemania con la incorporación de los neo-Estados de la Europa central, del Este, Bálticos o de los Balcanes, recuerda a los procesos emprendidos por la Francia imperial o la Rusia zarista en otras épocas. Viejas recetas que siempre han fracasado para tratar de solventar nuevos problemas, que no son sino nuevas realidades que no queremos reconocer. Realidades donde lo pequeño cobra un inmenso valor frente a la incapacidad pesada de lo grande.

Se debería imponer por sentido común en Europa un modelo basado en la cooperación regional, en la creación y fomento de los clusters territoriales donde las alianzas y los trabajos en red generan innovación como elemento motivador de la actividad. Se trata de convencer y no de vencer, se trata de negociar y no de imponer. Una suerte de colaboración de intereses desde el más absoluto respecto a la identidad de cada cual, precisamente porque cuando uno tiene raíces y arraigo, sabe de dónde viene y le resulta más fácil saber a dónde quiere ir. Existen más coherencia en los pueblos con orgullo identitario integrador, por supuesto no excluyente, que en la amalgama que pretenden ser las uniones basadas en la uniformidad y los conceptos consumistas ramplones, como los que actualmente imperan en la Comisión en Bruselas. No podemos permitirnos el lujo de que nuestra UE fracase porque sería lo mismo que reconocer que los europeos somos incapaces de caminar juntos en paz y progreso. Pero de la mismas forma no podemos admitir la imposición de un modelo facilón que aniquile lo mejor de nuestras historias particulares y la riqueza de la diversidad que atesoran nuestros pueblos. Por eso el espectáculo dado por el presidente de la Comisión Europea ante unos sumisos presidentes de Comunidades Autónomas resulta totalmente reprobable.

Más allá de categorías administrativas – Länder, Región, Comunidad Autónoma, Cantón… – en muchos casos subyace la voluntad de pueblos con historia, lengua propia y, sobre todo, capacidad de inventar su futuro, el de sus gentes. Por mucho que políticos y burócratas se empeñen, las realidades locales perduran y siguen representando el sustrato base de las relaciones humanas. Querer obviar a los pueblos de Europa no es más que volver a caer en errores ancestrales que se repiten en nuestro continente como en el día de la marmota. El mapa europeo es cambiante y debe evolucionar a la velocidad que lo está haciendo el mundo. En un concepto de unidad que ha borrado fronteras administrativas, cobra todo el sentido el reconocimiento de las capacidades de los pueblos que más allá de sus límites representan una realidad pujante. No se trata de defender derechos históricos basados en privilegios decadentes, sino de adaptarse a las nuevas necesidades de una economía mundial globalizada. Sirva un ejemplo fácil de comprender: en la reunión con Barroso estaban presentes dos presidentes – López y Barcina – de territorios con sus propias Haciendas forales – Araba, Gipuzkoa, Bizkaia y Navarra – que lo son desde hace más de cinco siglos. Lo relevante no es su longevidad, sino su capacidad a fecha de hoy para servir de modelo de responsabilidad fiscal de territorios correctamente gestionados, donde se gasta e invierte según la capacidad de ingresos. Esas instituciones que siempre han funcionado bien se exponen hoy a pagar como justos por pecadores de otras latitudes. Caprichos e improvisaciones de gobernantes mediocres asustados por la crisis.

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