Septiembre se inicia con los peores augurios de desastre económico. La tragedia se masca cada semana con más crudeza, las noticias repletas de sobresaltos nos siguen sumiendo en una espiral de desconfianza y temor. El ciudadano educado en la disciplina responsable del Estado de derecho, asiste atónito a tal cúmulo de anuncios de sufrimientos y presagios lúgubres. Apenas acierta a comprender lo que pasa a su alrededor, trata de acudir a su trabajo – aquel afortunado que lo tiene – eludiendo la depresión general. Está instalado en el determinismo del drama, pero como no atisba el desenlace, trata de vivir el día a día sin hacerse muchas preguntas. Desde que Lehman Brothers con su quiebra nos despertó del falso letargo del crecimiento sostenido, han pasado tres años, más de mil días con sus noches, de desplome de un sistema. No dicen que vivíamos en un universo de mentiras, de hipotecas basadas en activos basura, de sobredimensionamiento del mundo financiero donde le dinero corría sin pedir garantías de puerta en puerta. Y desde luego algo debía fallar, pero la realidad es que todos participábamos del festín sin aparentes incomodidades y, mucho menos, reparando en las consecuencias que tanto dispendio podría acarrear. Vivimos todos por encima de nuestra posibilidades, pero mientras así vivimos, todo parecía funcionar.
Hasta que de pronto alguien decidió que se había acabado la fiesta y decidió echar el telón de la comedia para sumirnos en una tragedia de incierta trama y resultado desconocido. Los que cambiaron el género y el argumento de nuestras vidas fueron prácticamente los mismos que ejercieron de apuntadores en nuestra vida feliz, casi sin solución de continuidad pasaron de regalarnos condiciones para disfrutar los placeres a negarnos el pan y la sal para las necesidades más primarias – empleo, pensiones, sanidad, educación… -. Si antes ante ellos éramos honrados contribuyentes capaces de hacer frente a todo tipo de gasto y consumo fuera o no prescindible, ahora hemos pasado a engrosar una legión de seres mal criados, dados a la holgazanería y a aprovecharse de las excesivas ayudas que nos concede papá Estado. Curioso cambio en tan poco tiempo. En palabras del poeta Neruda, pareciera que “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”. Pero da la casualidad que sí lo somos, lo que sucede es que toda esa basura que se encaramó a las cúpulas de las grandes entidades financieras y que alimentó un mundo especulativo que despreciaba a los humildes empresarios y trabajadores de la economía productiva, como algo pasado de moda, obsoleto y falto de “valor añadido”, sigue ocupando los espacios de poder que no les debería corresponder. Pretenden interpretar la nueva obra cambiando de papel como si tuvieran la capacidad de los buenos actores para cambiar de registro.
Andan estos desalmados que unen a su baja moral, escasa inteligencia, tratando de prevenirnos del desastre que se nos avecina, amedrentándonos tras las malas notas de las agencias de calificación. Si antes eran hijos de Lehman Brothers o de CIT Group, ahora se han mutado a criaturas de Standard and Poors o de Moddy’s. Si antes regalaban créditos basura, ahora convierten en basura la deuda soberana de nuestros países. No reparan en daños causados porque lo único que les mueve es la codicia personal en una pirámide de vanidades alimentadas por una forma de vida frívola. Si antes jugaban con la vida de familias a las que abocaban a asumir compromisos que claramente no podían afrontar mediante engaños flagrantes, hoy atacan despiadadamente el futuro de generaciones que ven peligrar sus puestos de trabajo, su cobertura sanitaria, su formación o el cuidado de sus mayores. Cuando decidieron que el sistema no soportaba más mentiras y quebraron sus cuentas fraudulentas decidieron hacernos a todos cómplices de la situación. Los gobiernos agobiados por el pánico escénico sobrevenido por la bancarrota del sistema financiero, decidieron acudir en tropel a salvarlos poniendo a su disposición ingentes cantidades de reservas públicas, sin poner apenas condiciones a los préstamos, ni ejercer derecho de propiedad sobre sus acciones y ni siquiera depurar las responsabilidades de los causantes del desaguisado. Así las cosas, tras tres años, hemos caído en la trampa del déficit, no tenemos joyas de la abuela que vender para pagarles las deudas y, además, hemos atraído al rastro de nuestra agonía a los peores fondos buitres, rapaces especuladores con alta capacidad de efectivo.
Frente a ellos hemos puesto a una legión de políticos acostumbrados a discursos fáciles, acomodados a la gestión de catálogo, profesionales despiadados del cainísmo con sus adversarios internos y externos, pero sobre todo, incapaces de comprender que estamos librando una auténtica guerra económica mundial. ¿Alguno de ustedes se atrevería a subir a un coche a su esposa, hijos y suegra y darle las llaves a un chimpancé por graciosa que fuera su sonrisa y apañado el uniforme de chófer? Pues eso hemos hecho con el futuro y ya casi con el presente más cercano al ponerlo en manos de gobernantes tan grandilocuentes como faltos de capacidad de liderazgo para enfrentarse a los acosos de los pirómanos que nos previenen de los fuegos. Ni miran por el retrovisor, ni ponen el intermitente al adelantar, ni saben apurar un adelantamiento antes de llegar un cambio de rasante. Sin despeinarse, impasible el gesto, nos están precipitando al vacío cogidos todos de la mano. Y ante tanto espectáculo de impotencia y bajo nivel de gestores de la cosa pública, solo nos queda la rutina de echarlos elección tras elección para sustituirlos por personajes clonados en su mediocridad, en una alternancia – que no alternativa – tan estéril como aburrida.
La última moda que han adoptado nuestro gobernantes consiste en recortar por lo sano todo presupuesto. El tijeretazo se ha instalado como única medida histérica, de emergencia en los gobiernos, se empieza por reducir asesores, luego venden activos, después se plantean reducir plantillas de profesores públicos, a la vuelta de la esquina vendrá la revisión de servicios sociales prescindibles, luego el copago se instalará en las reflexiones y, por medio, trufando la situación se declaran morosos e impagan a sus acreedores farmaceúticos o constructores, legalizando la prevaricación activa. Recortan y recortan en un afán por ganarle cifras al déficit, sin proyecto alguno, sin objetivo marcado, sin saber a dónde nos llevan. Medidas todas que la paso de los días se empequeñecen a la sombra gigantesca de los intereses crecientes que pagamos por nuestras deudas. Los insaciables mercados saben que aún nos queda mucho por recortar hasta que exhaustos dejemos de ser un buen negocio para ellos. Apuran, pues, nuestra agonía punto a punto y los gobiernos reducen nuestros derechos proporcionalmente en el tiempo.
El FMI que se ha unido a la fiesta nos anuncia una nueva recesión, como si alguna vez en esta crisis del trienio hubiéramos salido de ella y nos previene de las nefasta consecuencias de un nuevo parón de la economía porque “no nos quedan reservas públicas para hacerle frente”. Acabáramos tal vez alguien quería llevarnos a este punto para que firmemos el armisticio y rindamos el Estado del bienestar europeo, a todas luces un dispendio que siempre han criticado en EEUU, pero que sin embargo ha hecho posible las décadas de mayor progreso y convivencia pacífica que hemos conocido en el viejo continente. Se me ocurren pocas soluciones para perder el miedo al miedo que se ha instalado entre nosotros en un mundo globalizado que ha convertido la realidad de las noticias on line, en una especie de tortura sistemática que condiciona todas nuestras decisiones por domésticas que parezcan. Tal vez lo único que nos queda, es la salida más simple y más efectiva, empezar la revolución por nosotros mismos, cambiando la actitud, afrontando los problemas con realismo y espíritu de sacrificio, pero con la ilusión y la esperanza de que siempre lo que nos acontezca mañana será mejor que hoy.