El debate electoral o pretendido “cara a cara” entre el candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba y el popular Mariano Rajoy, auspiciado por la Academia de la Televisión y difundido por la práctica totalidad de las cadenas del Estado, probablemente solo haya servido para confirmar ante el electorado el resultado que la mayoría de las encuestas vaticinan en los comicios generales del próximo 20 de noviembre: mayoría absoluta del PP y derrota histórica del PSOE. Un debate, pues, que a falta de diez días de campaña convierte en puro trámite, salvo imprevistos de última hora que en política están a la orden del día, la recta final hacia las urnas.
Puestos a analizar mínimamente tan intrascendente debate, hagámoslo en sus tres aspectos principales: estrategia, fondo y forma.
Estrategia: si el punto de partida de uno y otro era dispar – Rajoy llegaba de candidato ganador y Rubalcaba de previsible perdedor – lo lógico hubiera sido que el candidato socialista que sigue representando al gobierno en funciones hubiera tratado de equilibrar los papeles y, sin embargo, decidió adoptar el roll de líder de la oposición empeñado en fiscalizar el programa y futura acción del gobierno de Mariano Rajoy. El propio candidato popular se vio sorprendido porque su adversario le diera por ganador de las elecciones y buscara simplemente la menor derrota posible en las urnas. En una palabra, Rubalcaba trabajó más para ser secretario general del Partido Socialista que por ocupar el Palacio de la Moncloa, seguro como está de que la herencia dejada por Rodríguez Zapatero – el innombrable que solo fue citado en un lapsus de confusión o no de Rajoy – y de la que es cómplice como coautor, significa una losa insalvable para darle la vuelta a las encuestas. Por su parte, Rajoy que aceptó el debate para sacudirse la pertinaz crítica de su programa oculto y no dar la sensación de temor al enfrentamiento o desidia propia de su vago carácter, se sentó en el plató con la sana intención de no meter la pata y pasar el trago. En definitiva, el planteamiento estratégico de ambos abocaba a un debate pactado, con tongo de dos boxeadores que de vez en cuando cruzaban algún golpe disimulando emplearse en el ring. Pero es obvio que están encantados de haberse conocido y Rajoy desea a Rubalcaba de opositor caduco y disminuido en el Congreso, tanto como Rubalcaba sueña con sentarse en la bancada socialista a esperar dulcemente los errores de Rajoy como presidente en tiempos de crisis atroz.
Fondo: el candidato popular recurrió a planteamientos difusos o de grandilocuentes palabras comunes para eludir sus propuestas a los principales problemas a los que se enfrenta el Estado español: paro, déficit, sostenibilidad de las prestaciones sociales del Estado del bienestar como la sanidad, la educación o las pensiones o papel de España en la Unión Europea. Tal fue su ambigüedad calculada que se permitió leer una frase de alumno de primaria al referirse a la política internacional cuando declaró sobre la misma que “es muy importante y que habrá que ver que pasa en países como China o Brasil” o que “España tiene que tener más peso en Europa”. Mientras, Rubalcaba adoptó la posición ideológica más a la izquierda de su partido tratando de recuperar en ese espacio a su votante desencantado y frenar la sangría de votos del PSOE hacia Izquierda Unida y sus postulados filocomunistas. El discuro obvio consistió en demandar impuestos para quitarle el dinero a los ricos y demostrar a la audiencia las oscuras intenciones del PP de desmantelar cualquier tipo de prestación pública en cuanto lleguen al poder en una suerte de borrachera privatizadora. La única sorpresa es que se permitió el brindis al sol de quien se sabe perdedor al solicitar una demora de dos años para el cumplimientos del déficit pactado con Bruselas.
Forma: en un medio audiovisual es evidente que la fuerza de la imagen y del gesto se imponen a la palabra y es precisamente en esta faceta donde fallaron estrepitosamente ambos candidatos. Los dos nerviosos y poco televisivos cuando se trata de políticos que si algo les sobra es la veteranía. El uno, Rajoy leyendo papeles mal mirando a la cámara ojos pérdidos y movimientos de manos blandos. El otro balbuceante al principio y excesivamente incisivo hasta la exageración verbal en el final. Los dos de indumentaria gris oscuro y corbatas azules a tono con la tristeza del debate. Pobre escenografía, moderador anticuado y demasiado formalista, escaso ritmo y realización de los primeros tiempos de la tele. Si lo llegan a emitir en blanco y negro ningún telespectador se habría sorprendido salvo por pensar que lleva 25 años rememorando el día de la marmota.
En conjunto, el debate nos recordó la peor expresión de un bipartidismo axfisiante, obsoleto en las formas, carente de fondo que resuelva los graves problemas a los que nos enfrentamos y con la única estrategia de una altenancia decimonónica donde prima el quítate tu para ponerme yo, pero nos guardamos los dos la silla. Se obvió por supuesto el debate del modelo territorial y de convivencia en Catalunya o Euskadi, donde una clara mayoría social reinvindica mayores cotas de soberanía cuando no la independencia, temas en los que no solo no quieren, entrar sino que dejan para conversaciones de mesa camilla al margen de la luz y taquígrafos que requieren. Y salvo utilizar la demagogia para flirtrear con sus electorados holigangs, ni una idea nueva y original que aportar para sacarnos de la triste realidad que vivimos.
No sé quien ganó el debate porque creo que perdió la ciudadanía que merece ya un nuevo sistema político más participativo y con una representación de mayor calidad. Que clama ya en puntos clave de la geografía estatal por un nuevo marco de relación con Madrid y faltó que alguien nos dijera a dónde pretende ir y con qué hoja de ruta. En fin, el debate fue el fiel reflejo del tiempo gris y mediocre que impera y la ocupación del poder por una generación de políticos que representan a la Coca Cola y a la Pepsi Cola identificados en los dos grandes y sacrosantos partidos estatales, PP y PSOE. Y, sobre todo, perdimos la oportunidad de vislumbrar un futuro esperanzador gracias a una mínima luz de ilusión en boca o gesto de aquellos que aspiran a gobernarnos.