En mayo de 2010, los jefes de Gobierno de la Unión Europea decidían llevar a cabo el llamado “primer rescate” de Grecia. Es decir, todos ellos decidían liberar a Grecia del secuestro que las mentiras de sus cuentas públicas habían perpetrado. El origen de nuestra particular crisis europea, como supimos más tarde, se debía a un conjunto de falsedades instrumentadas por la clase política griega, incapaz de decirles a sus ciudadanos la realidad que vivían a raíz del estallido de la crisis mundial, fueron acumulando impagos y emisiones de deuda, de la misma forma que quien ata perros con longaniza. En ese preciso instante, los líderes europeos perdieron también la oportunidad de decirnos la verdad. Renunciaron a aprovechar el problema griego para poner encima de la mesa todos los gravísimos riesgos a los que nos enfrentábamos y el conjunto de dilemas a los que teníamos que hacer frente. Prefirieron engañarse a si mismos y con ello engañarnos a todos.
Solo 8 meses después, le tocó el turno a Irlanda. Los irlandeses también habían mentido, ni su economía era tan productiva como nos habían vendido y sus cuentas públicas hacían agua. Segunda oportunidad perdida para decir una sola verdad y revisar la posición global de la zona euro. Otro rescate y a correr, patada hacia adelante para ver si pasa la pesadilla. Vano afán, pues, en mayo de este año, caía Portugal de nuevo pasto de las mentiras de sus gobernantes y de la incapacidad de la economía y las finanzas lusas de hacerse cargo del pago de sus deudas. En 12 meses tres Estados miembros de la eurozona, menores eso sí, pero síntoma evidente de una situación más general, requerían ayudas mil millonarias para poder subsistir. Pero tal descalabro tampoco fue suficiente para decirnos las verdades que todo el mundo en su fuero interno reconocía. Y como siempre ocurre, cuando no queremos reconocer la realidad, empezamos a elaborar teorías de la conspiración de los mercados y buscamos un malo para esta película de terror, mientras empezaban a quedar al descubierto las vergüenzas de España primero y, pronto después, de Italia.
Entonces empezaron a temblar los cimientos del eje franco-alemán apurados, no solo porque la cuantía de nuevos rescates se hace inasumible, sino sobre todo, porque podían salir a relucir sus enormes mentiras, tan grandes como la dimensión de sus economías requiere. Y se empeñaron también en mentirnos, buscaron culpables en los vagos y maleantes europeos del sur, que disfrutan mucho y trabajan poco, todo con tal de no reconocer que los mismos males que están enquistados en Grecia, Irlanda, Portugal, España o Italia, están instalados en sus gobiernos, sus funcionarios y su sociedad acomodada a vivir por encima de sus posibilidades. Un año y medio de mentiras sobre mentiras, de acusaciones entre unos y otros y acuerdos in extremis con grandilocuentes declaraciones de europeismo y de férrea unidad para salvar al euro en la foto. Ese es el balance de tanta ruina financiera, ese y unas tímidas medidas para taponar la sangría, lentas y de escasa credibilidad porque no van acompañadas de las reformas que todos sabemos que tarde o temprano se impondrán.
Los europeos nos hemos comportado ante la crisis como niños pequeños, con la irresponsabilidad de los críos que nunca quieren ser conscientes de los problemas y que se empeñan en jugar a toda costa con los mejores juguetes del escaparate. Hemos mirado todos a nuestra particular mamá germánica, la canciller Merkel, esperando que no nos riñera mucho y tratando de que fuera buena con nosotros y siguiera dándonos la sopa boba. Mientras Alemania aquejada de sus propios problemas intentaba mantener el ademán de liderazgo sin saber hacia dónde llevarnos. Todo un baile de disfraces que fuera de nuestras fronteras no ha logrado engañar a nadie y mucho menos a aquellos que han convertido nuestras deudas, sinónimo de mentiras, en su mejor negocio en una época de recesión en la que ni el oro ofrece mejores rentabilidades que atacar los cimientos de los déficits europeos.
Llegados a este punto seguimos esperando a alguien que sea capaz de decirnos una misericorde verdad de en qué situación real nos encontramos. Alguien que nos hable con claridad de los sacrificios que nos quedan por asumir. Un o una valiente que no tema jugarse el cargo en las siguientes elecciones y nos ponga delante del espejo de nuestras miserias. Tal vez si eso nos ocurre, dejarán de jugar los de fuera con nuestra moneda y con nuestro futuro. Ese ejercicio de sinceridad mutua que llevamos casi dos años sin realizar urge como nunca – en palabras del “sabio oficial” europeo Felipe González, “es el momento de reconocer que estamos al borde del precicipio” -. Pero conviene tener en cuenta que cuando decimos que algo es verdad, nos referimos a los hechos y a las cosas – al objeto concreto o material -. En el caso de la Unión Europea los hechos evidentemente demuestran que no podemos seguir manteniendo el euro en las actuales circunstancias sin depreciarlo para basarlo en la realidad de nuestros déficits y nuestras consiguientes deudas. Y la cosa, es decir, la propia Unión y su organización requiere inmediatas reformas para ser una verdad homologable internacionalmente.
La verdad que necesitamos para poder seguir mirando a la cara al mundo es tan simple como que de esta crisis mundial fruto de la globalización los europeos queramos o no vamos a salir más pobre – sin duda unos más que otros como siempre -. Cuanto asumamos que tendremos menos poder adquisitivo, menos servicios públicos y, previsiblemente, también algún derecho menos que poder garantizar, antes empezaremos a reconstruir nuestro edificio de Estado del bienestar. Lo demás es concatenar una mentira tras otra para desviar la atención cuando están a punto de pillarnos en el anterior renuncio. Este es nuestro reto más evidente: dejar de mentir.