Si quisiéramos contar la historia de esta dura y compleja crisis por la que atraviesa Europa en clave de ciencia ficción, bien poco nos costaría realizar el relato de una IIIª Guerra Mundial iniciada como sus conflictos antecesores en suelo continental. Y como ya ocurriera en la IIª gran guerra con la Guerra Civil española, todas tienen sus guerra locales en los prolegómenos, como fue el caso de las guerras balcánicas que escenificaron la disolución de la antigua Yugoslavia. En dicho tablero se desplegaron no pocas influencias y juegos de posiciones internacionales, especialmente por parte de una Alemania que pretendía consolidar un amplio colchón de mercado dependiente entorno a su territorio unificado. Primero fue la ruptura de Checoslovaquia y luego el precoz reconocimiento de Croacia. Una Serbia empequeñecida y aislada fue el resultado de esta primera fase de la contienda.
También es habitual cuando un pueblo se alza en armas contra otro que la justificación sea defensiva o basada en una hipotética agresión. En este caso, Alemania ha basado toda su actuación en los últimos tres años en la defensa del euro ante los ataques despiadados de los mercados y sus decisiones internas en la defensa de los intereses de los ciudadanos alemanes ante los despilfarros de las países del sur de Europa. Argumentos asépticamente intachables y que han justificado la dureza en sus planteamientos de la canciller Angela Merkel a la hora de no aprobar medidas de mayor coordinación en política económica en el seno de la Unión. El resultado de tanta dilación ha sido más que evidente: los países cuyas economías presentaban mayores desequilibrios presupuestarios, obligados a recurrir a fuertes y rápidos endeudamientos, han sufrido la presión insostenible de los mercados de la deuda con tipos de interés impagables. Así las cosas, esta segunda fase de la contienda concluyó con los rescates de Grecia, Irlanda y Portugal, que quedaron al amparo de cumplir unas condiciones de recortes que además de resultar cruentos para sus ciudadanos, eran prácticamente imposibles de cumplir.
Estaban puestas la bases para una intervención aún más decidida por parte de Alemania en el escenario europeo. Para ello, Merkel tenía que consolidar el eje franco-alemán o mejor dicho proceder a una “ocupación de las decisiones” del presidente galo Nicolás Sarkozy, quien bajo la apariencia de formar un tandem ocultaba las vergüenzas de una economía incapaz de llevar la contraria a su vecina teutona. Con una razonable puesta en escena, Merkel instauró un nuevo régimen de Vichy en Francia y puso en marcha una nueva fase de la expansión del IV Reich. Eso sí, por medio garantizó el abastecimiento de energía – gas – de sus territorios mediante un acuerdo estratégico bien pagado con Rusia y estrecho profundamente los lazos con China que ha venido a representar el aliado asiático que otrora interpretara Japón – hoy demasiado deprimido – en el Eje.
El siguiente paso consistió en controlar los sistemas de medidas, de evaluación y control económico. A su todopoderoso referente del bono alemán a 10 años, la sacrosanta medida de todas las cosas, se unieron las condiciones de los test de estress para la banca europea, donde las entidades alemanas siempre han salido milagrosamente indemnes pese a sus graves posiciones de riesgo en la deuda griega. Siguió oponiéndose a la emisión de bonos europeos y reclamando mayores medidas de recortes sociales en los países del sur entre los que ya se encontraban Italia y España, próximos objetivos a conquistar. Como es natural ninguna de sus políticas ha sido capaz de frenar la desconfianza de los mercados en Europa, bien al contrario ha alentado la inversión de los especuladores en la caída del euro y de los principales países de la eurozona, pero mientras Alemania seguía haciendo un buen negocio de la debilidad de quienes le rodean.
Con la situación suficientemente madura, en la última semana se ha lanzado a la batalla de Grecia y de Italia, hasta que sus tropas económicas han tomado Atenas y Roma. En unas decisiones que no tienen parangón en la democracia europea, los gobiernos de Grecia y de Italia en las personas de sus primeros ministros, Papandreu y Berlusconi, eran obligados a dimitir en 48 horas para ser sucedidos por dos tecnócratas del euromercado, claramente bajo la disciplina de la doctrina germana de la interpretación de la crisis. Lucas Papademos y Mario Monti han destronado a dos gobernantes fracasados pero legítimamente elegidos en las urnas, los dos son hijos de las entidades financieras que nos llevaron a la quiebra y los dos han pasado por la ortodoxia del BCE. Son los nuevos políticos de la nueva era, los consejeros delegados de la multinacional en que pretende convertir Merkel a Europa.
A España de momento le ha salvado el tiempo muerto que representan las elecciones generales del próximo domingo 20 de noviembre. Su ganador – con toda probabilidad según las encuestas Mariano Rajoy – se enfrentará al apocalipsis de la salida del euro o a sucumbir sin rechistar a las condiciones alemanas para la permanencia: recortes y más recortes, caída del valor de los principales activos del país y plan de privatizaciones baratas. No parece que haya alternativa hoy por hoy a la imparable marcha de las tropas alemanas por los campos de batalla financieros de Europa. Tal vez estemos en los albores de la nueva Europa, más Europa y más alemana o la rebeldía de los países donde los sacrificios lleguen a ser insoportables encenderá la mecha de la rebeldía. Es pronto para saberlo, pero la guerra va a paso rápido como el mundo globalizado. Y en todo caso, siempre nos quedará el recurso de pensar que lo que nos está sucediendo no es más que un episodio de un serie de ciencia ficción.