Llevamos tres años, desde la quiebra de Lehman Brothers, abducidos por la situación de las finanzas mundiales. Primero fueron los bancos y después los Estados los que nos han hecho caer en la falsa imagen de que el principal problema al que se enfrenta la humanidad es el monetario. A tal extremo de adoración al vil metal hemos llegado que dejamos de mirar a las verdaderas causas de la crisis que padecemos, fijándonos exclusivamente en el aspecto más instrumental de la misma, la causada por la falta de liquidez del sistema y su incapacidad de emitir más papel moneda porque confundimos desde hace mucho el valor y el precio de las cosas.
El desmedido endeudamiento alcanzado por particulares y gobiernos tiene su base real de partida en el enloquecido consumo de recursos a los que nos hemos entregado los humanos desde hace más de medio siglo. La llamada sociedad de consumo partía de un axioma hoy ya indefendible por lo que la ciencia ha sido capaz de demostrarnos, además de lo que nos dice nuestro propio sentido común. Este principio no era otro que la definición de los recursos naturales de la Tierra como inagotables o su corolario aún más peligroso basado en la capacidad de la tecnología para convertir en inagotable lo que pudiera tocar a su fin. Así las cosas nos lanzamos a producir sin medida alguna, ya no solo industrializando todos los procesos, sino aplicando nuevas teorías de venta, como el marketing o la comunicación inducida para vender todo aquello que pudiéramos ser capaces de fabricar en serie. El fordismo y el taylorismo como métodos de estandarización de la oferta, unidos a la creciente presencia de los medios de comunicación y la publicidad, nos fueron convirtiendo en rebaños de consumidores educados en el culto a las marcas.
El resultado no podía ser otro que un profundísimo desajuste entre la oferta y la capacidad real de demanda. Un sistema que para mantenerse pronto necesitó de medios financieros que endeudaran a las familias para que pudieran mantener los niveles de consumo que garantizaran la sostenibilidad de un mundo basado en la falsedad. De la misma forma que el mundo rico y productor ha ido requiriendo a pasos agigantados insumos de materias primas superiores y a bajo precio para mantener sus industrias, su banca y su parafernalia de imagen de marcas. Un hecho que provocó que la brecha de miseria se incrementara en el mundo durante muchas décadas. Solo la llegada de la globalización, de Internet y de la apertura comercial de los mercados podía llevar a la quiebra de esta sociedad entregada al becerro de oro a costa de un legión de pobres en otros hemisferios terrícolas.
La demanda de los menos favorecidos pero emergentes en sus deseos de parecerse a los más ricos, nos ha puesto de cara a la paradoja. No podemos parar sus anhelos y condenarles de por vida a su pobreza, más bien estamos obligados a restituir la riqueza que les corresponde. De ahí que el esquema de la verdadera sostenibilidad sea el debate principal del siglo XXI. Y las premisas fundamentales para un nuevo sistema deben partir de que los recursos son caducos y agotables lo que nos obliga a su utilización de manera más eficaz y una distribución más equitativa de los mismos. Digo más, toda nuestra capacidad investigadora e innovadora debe centrarse en el desarrollo de tecnologías que rentabilicen y aumenten el rendimiento de los recursos naturales, así como su preservación futura. Solo así seremos capaces de frenar la hiperinflación que sobre las materias primas ya se cierne.
Los planteamientos ecologistas, más o menos manipulables y demagógicos, deben dar paso a una verdadera política ecológica que no debería tener que ver con ideología alguna, como no lo tienen los derechos fundamentales de los hombres. No es de izquierdas ni de derechas reconocer que el fin de la era de los recursos abundantes y baratos está muy próxima. La conciencia social ecologista debe ser horizontal, debe basarse en convicciones profundas de vivir de otra manera, ya no más justa, sino la única manera posible de seguir viviendo. Sería exigible que este programa de redimensionamiento del mundo se llevara a cabo de forma pactada, pero los intentos de las cumbres sobre cambio climático auspiciadas por la ONU lo único que nos han deparado son fracasos. De ahí que como europeos nos siga correspondiendo el papel de vanguardia de pensamiento que en otras épocas hemos protagonizado. Europa debe proponer al mundo un nuevo modelo de sociedad más eficaz.
Al menos sobre el papel, la Comisión Europea nos lo plantea con una hoja de ruta hasta el 2050. Nuestros denostados políticos de Bruselas trabajan en la elaboración de un plan de acción que logre que tanto la producción como el consumo se tornen más sostenibles a través de una menor utilización de los recursos. Para alcanzar estos fines, el Ejecutivo comunitario presentará una propuesta legislativa específica, instrumentos de actuación en los mercados, una reorganización de las herramientas de financiación y la promoción de la producción y el consumo sostenibles. Objetivos puestos en manos del comisario europeo de Medio Ambiente Janez Potocnik, que se enfrentará a la durísima tarea de convencer de las bondades de sus planteamientos a los gobernantes europeos obsesionados por el estado de sus finanzas y que, incluso, si salvara este difícil escollo, le quedaría la ingente tarea de cambiar las actitudes de los ciudadanos europeos. Porque si cada uno de nosotros no nos creemos la necesidad del cambio, éste nunca se producirá.