“El único camino es la transformación no violenta. No porque la violencia no nos parezca prometedora en un momento dado o para un objetivo particular. No violenta por principio, por motivos humanos, intelectuales, morales y socio-políticos.”
Joseph Beuys
Septiembre es ese mes en el que algunos lloran amargamente el fin del verano y otros celebran con alivio la llegada de las rutinas personales y laborales. Pero aunque parezca que entre esas dos posturas hay una enorme distancia, ambas tienen algo en común: la necesidad de poner orden a nuestras ideas y plantear nuevos proyectos en nuestras vidas. En mi caso, siempre es necesario establecer una limpieza mínima de mi zona de estudio con el único objetivo de utilizar una actividad tranquila y casi automática, como es ordenar papeles y libros, para que de forma inconsciente mi cerebro vaya encontrando lugar a todo el trabajo que se le viene encima.
La pasada semana, en medio del delirio por poner orden a todo lo que me rodea, encontré un objeto al que hace tiempo no prestaba atención: un televisor. << ¿Y qué hace esto aún aquí?>> – me pregunté. El aparato tiene más de 15 años y hace mucho, mucho tiempo que no funciona pero ahí seguía, agazapado y silencioso entre montañas de carpetas como diciéndome: yo también formo parte de tu vida. Y sobre todo, yo también formo parte de tu memoria. No lo olvides.
Mucho ha llovido desde que esta servidora decidiese independizarse. No sé realmente a qué edad sentí que necesitaba mi propio espacio, lo que si sé es que me fui de casa con veinte años. No fue ningún drama, no me vayáis a entender mal. Aunque reconozco que no fue una decisión fácil de asimilar por parte de mi familia, ya que yo no me mudé por tener que ir a estudiar a otra ciudad, porque me había echado novio o porque ganaba tanto dinero que había decidido vivir la gran vida. Simplemente necesitaba volar o al menos un espacio propio para batir las alas sin ser interrumpida. Como diría Carlos Salem: “Si hay que caer, que sea volado”
Los vuelos en primera son cómodos y espaciosos, pero en camarote hay que echarle valor e imaginación. Así que mi primer piso era escaso en comodidades pero siempre estaba lleno de energía y buena música. No había microondas, estaba prohibido encender la calefacción, no había cama, sólo colchón, no había armario, y no había televisor.
Por aquel entonces mi abuela ya estaba bastante enferma, por lo que no me podía visitar pero preguntaba a todos sobre cómo me encontraba en esa mi nueva casa. <<La casa parece un cuarto de lo pequeña que es pero al menos está al lado del mercado>> – decía mi tía. << La ha puesto muy mona para lo poca cosa que es >> -decía mi madre. << Joder, ya me gustaría tener a mi un piso en lo viejo>> – decía mi primo. Y así unos y otros. Pero curiosamente, les gustase o no, todas las frases acababan de forma parecida: <<La pobre no tiene ni tele. >> Mi abuela, ante tal noticia (un autentico drama teniendo en cuenta que ella veía la televisión una media de 12 horas diarias) me llamó angustiada para decirme que se había enterado y que me quería ayudar. << ¿Ayudar a qué amama? >> -le pregunté. <<¡A comprarte un televisor hija! ¿A qué va a ser? >>
Fue imposible hacerle entender que la ausencia del televisor no se debía a mi escasa economía sino a que no me apetecía tener tele en casa. Al poco tiempo me llamo y me dijo que había hablado con el de la tienda de electrodomésticos del barrio para decirle que su nieta bajaría esa semana a elegir una tele y que luego ya se la pagaría ella. No crean que esto es una anécdota más, ya que dejando de lado el bolígrafo de la primera comunión, mi abuela nunca me había hecho regalos. Ni siquiera me daba la paga, algo que sí hacía con mi hermano ante ese alucínate argumento de: “Es que tu hermano fuma.” Por lo tanto, el televisor no simbolizaba tan sólo un pequeño gesto de afecto, sino una declaración de intenciones que en mi familia me acompañará todo vida: Una cosa es ser un poco rara y otra pasarse.
El televisor desembarcó en mi casa de forma tímida ante mi mirada inquisitiva y nos hicimos amigos, aunque nunca del alma, cuando me descubrió que me podía ofrecer algo que me fascinaba: el teletexto. Veía pocos programas pero esa pantalla llena de letras de colores que iba dándome información actualizada de las últimas noticias al tiempo que jugaba con los colores me parecía puro arte. A veces, me quedaba mirando la pantalla como si de una pintura abstracta en movimiento se tratase o como preludio, supongo, de la fascinación que siempre me han producido las piezas de net art, que puedo sentir pero rara vez entender. Aunque ya sabemos que pocas de las cosas que verdaderamente se siente resultan comprensibles. Toda pasión tiene su fin. Internet llego también a mi vida domestica y el pobre teletexto quedo olvidado como esos amigos que sabes que siempre están ahí pero que nunca llamas.
El televisor siguió haciéndome compañía e incluso ayudándome a evitar la compañía de algunos hasta que un día decidió no encenderse más. Mi abuela por aquel entonces ya había fallecido, por lo que no sentí la necesidad de sustituirlo por otro aunque, curiosamente, no conseguí tirarlo. Es sorprendente como los objetos adoptan nuestra piel y adquieren una carga de significado tan fuerte que su presencia puede alegrarnos el día o incomodarnos por completo. En ocasiones, sentimos la necesidad de deshacernos de ellos sin miramientos y en otras nos agarramos a la memoria que arrastran como si el objeto en sí fuese de alguna manera a devolvernos a esa persona ya ajena a nuestra vida.
Os lo confieso. Tras poner orden al despacho no he conseguido tirar el televisor. Sin embrago, he necesitado que ese objeto se transforme porque también la imagen de mi abuela se ha difuminado con el paso del tiempo. Beuys decía que no es el objeto lo que da significado a la obra de arte; es la experiencia del ser humano lo que le da sentido, no sólo al arte, sino también al mundo. Somos nosotros los que nos construimos desde nuestras experiencias y los objetos forman parte del juego. Por ello, decidí hacer lo que en origen me hubiese gustado hacer cuando ese objeto entro en mi casa. Romper su muro. Escarbar en su interior. Recordarle que no es un misterio, sino un objeto con tripas tan malolientes como las nuestras propias.
Al intentar romper la pantalla descubrí con sorpresa que el vidrio era más duro de lo que pensaba. De nuevo la imagen que se proyectaba ante mis ojos resultaba una estafa. Por eso hay que vivir la vida experimentando y no únicamente mirando. Es la única manera de saber de qué piel están hechas las personas y…los objetos. Una vez roto el cristal, el resto de la acción fue maravillosa. De repente descubrí que es más correcto decir televisión que televisor porque internamente es una concavidad completamente femenina. Refugio, fertilidad, hueco, luz, misterio….palabras y palabras que venían a mi mente siempre con sabor a mujer.
Por ello, y tras vaciar el interior por completo pensé que lo lógico era llenarlo de ellas, de sus miedos, de sus valentías, de sus provocaciones, de sus historias. Las tripas del televisor empezaban a tener sentido por primera vez porque con apenas veinte libros en su interior adquiría la capacidad de contarme más historias que en 10 años de programación televisiva. Coco Chanel, Simone de Beauvoir, Alice Munro, Kusama, Sylvia Plath… Mujeres muy diferentes entre sí. Mujeres con vidas distintas. Mujeres con inquietudes distintas. Pero en definitiva, mujeres fuertes como mi abuela, que siempre hizo lo que quiso, que siempre tuvo claro que hay que estar al lado de los tuyos pero sin olvidarte de cuidar de ti misma.
Y lo más bonito de la experiencia ha sido darme cuenta de que la transformación no ha anulado la presencia de mi abuela, sino que me ha dado la oportunidad de soñar con compartir con ella la sabiduría de todas esas mujeres que nunca tuvo la suerte de conocer porque apenas sabía leer ni escribir. La memoria de los que no están nos acompaña irremediablemente, nos guste o no, pero ello no quiere decir que no podamos hacer de ella un arte. El arte de repensarla, el arte de reconstruirla, el arte de seguir viviendo con ella.
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