PASEANDO ENTRE ESCULTURAS

 

Vista frontal del conjunto escultórico de Henry Moore expuesto en el Paseo Sarasate de Pamplona.
Vista frontal del conjunto escultórico de Henry Moore expuesto en el Paseo Sarasate de Pamplona.

El pasado 3 de noviembre La Obra Social La Caixa, en colaboración con La Fundación Henry Moore (1898-1986), inauguraba dentro de su programa Arte en la Calle una muestra compuesta por siete magníficas esculturas  del artista inglés. El Paseo Sarasate, una de las principales arterias de la ciudad y lugar de paso hacia el casco histórico, se llenaba de arte. La capital navarra, como ya ocurriría con otras ciudades como Málaga, Santander o Burgos, se hacía un poco más internacional. Los apoyos que la entidad bancaria ofrece al mundo del arte y de la educación artística desde hace ya muchos años son más que notables y permiten realizar proyectos con colectivos que de otra manera  seguirían estando fuera del radio de acción de “lo artístico”.

Sin embargo, en este caso me surgen muchas dudas. Cuando en un mismo proyecto se entrelazan palabras como “arte”, “social” o “calle” una tiene la impresión de que se va a encontrar con una actividad en la que lo artístico impulsara vías de reflexión y debate en torno a la ciudad como contenedor de vida. Un proyecto en el que los adormecidos viandantes despertaran por un momento ante la necesidad de observar algo que no solo es nuevo como objeto en su entorno urbano sino nuevo como experiencia en su mirada.

La publicidad del programa en cuestión nos invita a ver un conjunto de monumentales esculturas en “un maravilloso entorno alejado de museos y salas de exposiciones”. Llamadme suspicaz pero en el reclamo da la sensación de que ir a un museo a ver arte es poco menos que un castigo divino. Estos días he observado a la gente al salir de casa por la mañana, al correr por la tarde, e incluso ya bien caída la noche para ver si la experiencia es verdaderamente “religiosa”. La sorpresa, que no voy a negaros no ha sido grande, es que la mayoría no miraba las piezas, tan solo las tocaba. Supongo que una parte del éxito de estas propuestas radica justamente en eso: en hacer todo lo que no se puede hacer en un museo.

Henry Moore en Pamplona.
Vista de las piezas de Henry Moore en Pamplona.

Algunos visitantes dejaban la mano pegada a la obra por unos segundos como si alguna energía divina venida de la mismísima Inglaterra fuese a transmitirse a sus entrañas a través de los poros de la piel. Otros las golpeaban fuertemente con los nudillos y asentían categóricos: “Chapa. Esto es chapa”. Evidentemente no podía faltar el grupo adicto al selfie que se fotografiaba con ellas acompañado de la familia ante la evidencia de que no se sabe por qué pero esto debe ser importante y yo no puedo dejar de inmortalizarlo con mi móvil. Y es justo decir que algún valiente también se paraba a leer las cartelas informativas de las piezas, que entiendo no acabarán nunca de compensar su inquietud cultural ya que la información es más bien escasa. Es importante recordar que los paneles informativos disponen de códigos QR desde donde descargarse audioguías con algo más de información.

Las dudas sobre la efectividad de este tipo de proyectos aumentan en mi cabeza cuando la conclusión de la mayoría se resume en: “Bueno, son bonitas”. Los pelos como escarpias se me ponen cuando una vuelve a encontrar al público ante la ya tan manida frase de “Si es bello el arte se explica sólo”.  La belleza es un concepto tan relativo como complejo y no niego que puede ser un escenario de análisis importante en una obra de arte, pero si nuestra relación con una pieza se limita a la estética de la belleza no estaremos hablando de arte social ni estaremos estableciendo nexos de unión entre la ciudad y el habitante. En definitiva, no estaremos activando el entorno urbano desde el arte, tan sólo lo estaremos ocupando.

Faustino Aizkorbe. Esfera partida, 1997.
Faustino Aizkorbe. Esfera partida, 1997.

A principios de los años cincuenta el arquitecto suizo-francés Le Corbusier afirmaba que era posible proyectar “un solo edificio para todos los países y climas”. Esta afirmación, difícil de sostener desde el mundo de la arquitectura, parece haberse hecho eco entre las muestras expositivas y es este un punto en el que de nuevo me surgen dudas. Cada ciudad tiene un desarrollo urbanístico, una arquitectura y una utilización de espacios que pueden tener mucho en común con otras ciudades pero que poseen a la vez su propia personalidad marcada por el clima y la cultura de cada zona.

José Ramón Anda. Argi, izpia eta oreka. Un punto de luz en equilibrio, 2003.
José Ramón Anda. Argi, izpia eta oreka. Un punto de luz en equilibrio, 2003.

A esto hay que añadir el hecho de que todas las ciudades poseen un patrimonio de escultura pública que nos habla de su historia y de la relación de esta con el arte. Por todo ello, exponer una serie de esculturas en un entorno urbano no debería consistir sólo en buscar el lugar más bello de la ciudad sino en estudiar previamente el patrimonio de la misma para generar diálogos entre distintas obras ayudando al viandante a valorar y comprender mejor lo que su ciudad posee.

Un ejemplo claro de la reflexión que ahora comparto con vosotros es el hecho de que Pamplona es la ciudad con más obra monumental de Jorge Oteiza (1908-2003). La ciudad posee seis esculturas del artista vasco (casi el mismo número de piezas presentes en la susodicha exposición) que no sólo comparte con el británico una misma generación sino que en varias ocasiones admitió la gran influencia de Moore en sus primeros trabajos. En la obra de Oteiza hay diálogos con el espacio, el vacío y la luz, pero también hay narraciones que hablan de la vida y la muerte, del desasosiego de la inmigración, de la amistad o de la maternidad. Temas todos ellos que también encontramos en las entrañas de Moore, hombre pasional y apasionado, y que  estoy segura de que hubiese estado encantado de enlazar sus miradas con el vasco. Al artista oriotarra acompañan en la ciudad grandes escultres de la talla de Vicente Larrea, José Ramón Anda, Nestor Basterretxea o Jesús Eslava, entre otros.

El arquitecto navarro Sáenz de Oíza, amigo también de Oteiza preguntaba: “¿Los edificios son para estar o son para recorrer?”. Si los esfuerzos económicos y personales, tanto de entidades privadas como públicas, ante una exposición de este tipo se limitan a colocar las esculturas en un hermoso espacio ajenas estas al resto del arte que habita la ciudad podremos afirmar que las esculturas están pero no son. Podremos “estar” con ellas pero nunca “recorrerlas”. Si queremos que el arte expuesto en la calle suponga una experiencia distinta a la de esos museos en los que las obras “descansan” ajenas a la vida como si de un mausoleo se tratase (imagino que a este tipo de museos se refiere la frase utilizada por la entidad para invitar a ver la muestra) debemos esforzaros para que estas convivan con la ciudad y lo que ella posee. No se trata de pasear entre esculturas sino de pasear con ellas sintiendo que no son objetos de reclamo ante un escaparate sino pedacitos de sensaciones y sentimientos que hacen de nuestras propias sensaciones y sentimientos algo especial.

Es de justicia recordar que el Ayuntamiento de Pamplona ha organizado 13 visitas guiadas para acercar la obra de Henry Moore al público no especializado. Puede ser un buen momento para reflexionar entre todos sobre estos temas. Nos ayudará ante tan firme objetivo la fantástica Guía de Escultura Urbana en Pamplona que editó el ayuntamiento de la ciudad en 2010.

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JUEGOS DE GUERRA. EL ARTE COMO RESPUESTA

 

«Esa capacidad poco común… de transformar en terreno de juego el peor de los desiertos.»

(Michel Leris)

Esta semana las páginas de los periódicos, las pantallas de televisión y, por su propia función reflejo, las redes sociales se llenaban de imágenes en blanco y negro que nos devolvían a la memoria (si es que en algún momento se borraron) las imágenes del terror nazi. Recordábamos así el 70 aniversario de la liberación de esa inexplicable máquina de exterminio que fue Auschwitz-Birkenau.

En otro orden de cosas, porque así funciona el mundo y nuestras propias mentes, los medios de comunicación nos devolvían la sonrisa al mostraros el maravilloso y creativo mundo de LEGO en su 80 aniversario. Esos pequeños muñequitos articulados que han puesto cara a infinidad de personajes recordándonos que jugar no es complicado, sólo hay que querer ser imaginativo para hacerlo bien (Lego es el acrónimo formado por una frase del danés “leg godt”, que significa “juega bien”)

Y os estaréis preguntando: ¿Qué relación tiene una cosa con la otra? Pues como todo, o casi todo, en esta vida puede que ninguna o puede que mucha. Evidentemente, la tiene en mi mente porque ambos temas me han hecho  recordar una obra que seleccioné hace ya algunos años para una exposición. La obra en cuestión se titula Lego concentration camp y fue creada por el artista polaco Zbigniew Libera en 1996. La pieza, que actualmente pertenece al Museo Judío de Nueva York,  aborda una temática de enorme importancia para el mundo contemporáneo: la capacidad del arte para activar los códigos críticos de una sociedad cada vez más alienada, superficial e individualista.

Concentration Camp, 1996. Zbigniew Libera
Concentration Camp, 1996. Zbigniew Libera

Es cierto que el acceso a la información es en la actualidad más sencillo y dinámico pero también puede resultar excesivo al ser bombardeados de forma constante e indiscriminada con imágenes que nuestro cerebro acabará  desactivando por pura higiene mental.  En este contexto, el artista como observador crítico adquiere especial importancia porque desde su ámbito creativo puede devolver el interés sobre temas que han sido y son sobreexpuestos en los medios de comunicación.  La obra de arte se ve así poblada de narraciones que llegan al espectador en forma de preguntas: ¿quién construye una guerra?, ¿cómo se llega a sustentar el poder de una nación?, ¿cuál es la verdadera religión?, ¿está mi vida en manos del azar?, ¿tengo capacidad desde mi condición de individuo para cambiar los códigos sociales de mi comunidad?, ¿se puede vivir desde el odio a otras culturas, nacionalidades o credos?  Tantas preguntas como respuestas sin responder. Tantas dudas como búsquedas diarias en internet.

Sobre este abrumador  escenario el juego adquiere un intenso protagonismo como vehículo de comunicación entre el artista y el espectador. Describir conceptos tan complejos como la violencia, el abuso de poder, la xenofobia  o la ausencia de conductas morales en nuestra sociedad puede tener en el espectador una actitud más receptiva si se hace desde lo lúdico. El arte como vehículo de comunicación. El juego como herramienta del arte.

Resulta cada vez más difícil conmoverse ante la imagen de un campo de concentración nazi ya que vemos imágenes de ellos de forma constante. Sin embargo, cuando Libera nos presenta sin pudor su juego de exterminio formado por capos que golpean cuerpecitos blancos de plástico no podemos dejar de sentir un pellizco en el estomago ya que en nuestro código de lectura las figuras de Lego pertenecen a nuestra infancia.

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Laboratorio médico. Concentration camp, 1996.

El aspecto exterior del juego no es diferente al de cualquier juego de construcción Lego que tengamos en nuestras casas, pero el interior esconde el horror. Se trata de un set de siete cajas que contienen verdaderas muestras de sadismo como un horno crematorio, guardas uniformados y preparados para moler a palos a los presos, laboratorios para experimentos médicos o incluso la famosa puerta de entrada al Campo que reza el irónico lema de <<Arbait Macht Frei>>. La reacción del espectador ante obras de este tipo puede ser muy diversa. De hecho, en 1997, durante una conferencia sobre el Holocausto judío, Libera mostró el juego a un grupo de supervivientes. La indignación se apoderó de la sala y el artista polaco fue tachado de anti-semita. Resulta lógico que alguien que haya vivido en sus propias carnes ese infierno se sienta indignado por el hecho de que alguien lo transforme en un juego. No obstante, el hecho de que la obra genere indignación y rechazo en unos y cierta incomodidad en otros certifica que la propuesta ha activado la mirada del espectador hacia la crítica. Buena es la obra de arte que da respuestas. Infinitamente mejor  la que genera preguntas.

Caja de novia, 1968. Antoni Miralda.
Caja de novia, 1968. Antoni Miralda.

En un ámbito más cercano encontramos también a otro artista que hace del “juego de la guerra” su espacio de experimentación. Es el caso de Antoni Miralda que ya en los años sesenta toma prestado de la imaginería infantil de éste país algo tan sencillo como un soldadito de plástico para construir su propio discurso narrativo. Primero los dibuja,  más tarde deja que invadan sus fotografías, carteles, muebles y paredes, y por último, ya en los años setenta,  les da vida en su famosa película La cumparsita que narra la historia de un soldado que vaga por las calles de París en busca de un pedestal sobre el que hacerse estatua. La imagen del soldado de Miralda resulta  melancólica y hasta lastimera si la comparamos con los soldados nazis de Libera pero nos ayuda a deconstruir la imagen del valiente y a la vez  agresivo e inmoral militar para recordarnos que los uniformes de todas las  guerras esconden también pobres hombres con fusil.

Imagen de la película La cumparsita con un soldado de plástico a tamaño natural como protagonista, 1973. Antoni Miralda.
Imagen de la película ‘La cumparsita’ con un soldado de plástico a tamaño natural como protagonista, 1972. Antoni Miralda.

<<El que olvidó jugar que se aparte de mi camino porque para el hombre es peligroso>> decía Sófocles. El artista contemporáneo juega  a jugar con el espectador, le ofrece trampas para contarle historias que éste no quiere oír y, a veces,  provoca indignación en su mirada con una calculada precisión. El artista juega para crear y crea al jugar. En nosotros está, como espectadores, la decisión de ser valientes y proseguir la partida con nuestra propia mirada hacia la obra de arte. Merece la pena  participar en estos particulares “juegos de guerra” porque las preguntas que activan en nuestro cerebro enriquecerán nuestra mirada.

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LA CREATIVIDAD ESTÁ SOBREVALORADA

«¿Me contradigo?, sí, me contradigo. Soy muchos, contengo multitudes«.

(Walt Whitman)

A punto de abandonar este ya viejo año 2014 en el que la cultura ha pasado de estar en un coma de primer estadio a sufrir un coma profundo, una vuelve a descubrir con una mezcla de estupor y mala leche que los periódicos, suplementos y blogs varios vuelven a llenar sus páginas con la que yo ya he denominado “la enfermedad cultureta de fin de año”. ¿Y en qué consiste dicha patología? En algo tan aburrido, cansino y pedante como las famosas listas de lo más entre lo más. Lista de los mejores discos, las mejores canciones, los mejores intérpretes, las mejores exposiciones, los mejores artistas, los mejores museos, los mejores comisarios, en definitiva, los mejores entre los mejores.

street-art-creativo-060_thumbNo me entiendan mal. No digo que los que estén en esas listas no lo merezcan sino que los que lo merecen nunca suelen estar en ellas. Somos un país de cantidad que no de calidad y por ello poner número a la cultura es algo que nos apasiona. Sin embargo, en este último año en el que el famoso dicho de “trabajar por amor al arte” se ha hecho tan literal que duele sólo de oírlo es necesario valorar fuera de esas listas de “los cuarenta principales de la cultura” a esos músicos que se siguen partiendo los cuernos por sonar bien en locales de segunda, a esos comisarios que trabajan día y noche en exposiciones en las que su sueño principal es ganar lo justo para comer, a esos directores de pequeños museos que hacen encaje de bolillos para pagar las facturas de la luz sin dejar de pagar a sus técnicos, a esos educadores que no pierden la sonrisa en los talleres y visitas pese al agotamiento de caminar siempre en la precariedad laboral, a esos artistas que dedican una hora al trabajo de estudio y ocho a navegar por internet en busca de becas que les ayuden a sobrevivir, a esos que alimentan las redes sociales de buenos artículos y comentarios por los que casi nunca cobran, y tantos y tantas, y tantas y tantos.

En este campo de batalla en el que se ha convertido el mundo de la cultura podríamos llegar a pensar que sólo el buen oficio y la perseverancia lograrán que la calidad siga existiendo por encima de la cantidad. Sin embargo, existe otro aspecto que es para mí más importante que los anteriores. Un aspecto en ocasiones malentendido y en muchas infravalorado: la creatividad. En francés, para indicar que alguien es un soñador, que construye castillos en el aire, se dice faire des chateaux en Espagne. La creatividad ha estado siempre relacionada con los soñadores y estos con la locura. Este país ha demostrado con creces ser un país de mangantes y farsantes pero, afortunadamente, también sigue siendo un país de soñadores. Y en estos momentos la salvación de la cultura pasa por una mezcla de cordura y locura. Sólo las mentes abiertas, flexibles, pasionales y, en definitiva, creativas serán capaces de sobrevivir a este aniquilamiento cultural.

No cabe duda de que la creatividad puede suponer para muchos un signo de extravagancia. Y todos sabemos que la extravagancia no está bien vista en esta sociedad globalizada en la que (con)vivimos. Pero la acción creativa es la única capaz de transformar, tal como decía Whitman, lo único en múltiple y es ese el escenario que nos ayudará a avanzar. La acción que produce transformación es la única que tiene verdadera validez y es la que necesitamos con verdadera urgencia.

En los últimos tiempos, el mundo de la empresa ha puesto de moda un término que me enerva tanto como gran parte de esos empresarios: “reinventarse”. ¿Y qué significa reinventarse? Reinventarse para la mayoría de los que mueven los hilos no significa otra cosa que adaptarse a sus necesidades. Me viene a la memoria la famosa frase que Don Fabrizio, Príncipe de Salina, pronuncia en Gattopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Ante unos horarios de trabajo interminables, unas condiciones económicas insufribles, una negación inmoral de recursos públicos y un desinterés insultante hacia el mundo de la educación, se nos “invita”, en una suerte de fiesta nacional, a reinventarnos. Reinventarse para no cambiar nada. Reinventarse para que sigan ganando los mismos.

La desmoralizante situación cultural del país no pasa por reinventar nada sino por construir, y la construcción sólo es posible desde la creatividad. Grandes dosis de creatividad serán necesarias para establecer nuevos modelos de museos que incorporen en sus salas las voces de un público más diverso. Una enorme creatividad será necesaria para establecer circuitos y recursos variados desde donde los artistas puedan dejar de ser gestores culturales para volver a ser creadores. Creatividad en mayúscula será necesaria para que los gestores puedan diseñar programaciones en las que pagar justamente a músicos y actores, dotándoles además de escenarios dignos. Y mucha creatividad, insisto mucha, será necesaria para desarrollar otros modelos educativos que ayuden a niñas y niños a formarse emocionalmente como futuros ciudadanos con ideas y criterios propios.

Muchos siguen afirmando con rotundidad que la creatividad está sobrevalorada pero créanme si les digo que esta afirmación sólo encierra una verdad: la sociedad que no es creativa no desarrolla actitud crítica y será, por tanto, una sociedad alienada, vacía y manipulable. Cada cual que decida su forma de actuar en éste nuevo año que comienza. Yo tengo claro que seguiré practicando la creatividad en todas las pequeñas cosas de mi vida sin ninguna necesidad de reinventarme porque como bien decía Edith Wharton: “La creatividad no consiste en una nueva manera, sino en una nueva visión”.

¡Feliz 2015! Urte berri on!

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