Es casi imposible, en el día que se hacen públicos los resultados del último sondeo del CIS y en el que el seísmo político que hace temblar el suelo bajo los pies del régimen se nota cada vez con más fuerza, hablar de tecno política y no hablar de Podemos, protagonista casi absoluto del revolcón electoral, pero lo voy a intentar, dado que Podemos es, en parte, tecno política pero a su vez es mucho más que tecno política.
Tradicionalmente la potencia electoral de un partido político y su estabilidad en el tiempo estaba ligada a su militancia, o mejor al número de sus militantes. Un solo militante comprometido era capaz por si mismo de multiplicar su voto en sus círculos de influencia; familia, amigos, trabajo… y establecer un ámbito de influencia favorable a las siglas en que milita y, hasta hoy, el medio natural en que se desenvolvía la militancia eran las sedes de los partidos políticos. Un ejemplo paradigmático de esto puede verse en la hegemonía electoral de algunos partidos como EAJ-PNV en la Comunidad Autónoma Vasca, basada en una vasta red de batzokis donde se socializaba la ideología del partido y su posterior expansión a los círculos de influencia de sus militantes.
En este estado de cosas y con ese esquema de comunicación de arriba abajo lo normal es que acabase dirigiendo el grupo político quien más horas pasaba en la sede, normalmente los profesionales de la cosa; los liberados, con el indeseable efecto colateral de ligar la política del grupo al modo de vida de sus dirigentes y como consecuencia de ello la perpetuación en el poder de un grupo de personas cerrado y, las más de las veces, ajeno a los cambios en la sociedad y en el mismo grupo.
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