«Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal»
Adolfo Suarez
Estos días, y con motivo de su 35 aniversario, hemos asistido al enésimo debate sobre la necesidad de reformar o no la Constitución y de la idoneidad del momento para hacerlo dada la situación de profunda crisis económica, la delicada situación de la institución monárquica, el desmantelamiento de servicios públicos que hasta ahora considerábamos protegidos por esta y el espectacular avance soberanista que se está produciendo en Catalunya.
Bien está el debate pero no podemos hacerlo con un mínimo de criterio si no contemplamos un aspecto previo que puede matizar y condicionar notablemente el discurso, como es la imposibilidad real de poner en marcha los mecanismos de reforma constitucional, y me explico.
La azarosa vida de las constituciones españolas y la escasa vigencia de todas ellas infundió a los constituyentes tal número de prevenciones y garantismos que “de facto” hacen imposible la puesta en marcha del proceso de reforma como el que necesita la Constitución Española puesto que este sería necesariamente el llamado procedimiento agravado que afecta a aquellas reformas que se hagan sobre el título preliminar o sobre los títulos I y II, es decir, los preceptos que proclaman los principios y valores básicos del ordenamiento constitucional, la regulación de los derechos fundamentales y las libertades públicas y la Corona, para entendernos los tres elementos que en este momento forman el debate central en cualquier proyecto de reforma constitucional serio; soberanía, derechos y libertades y forma de estado.
Y digo que lo hacen imposible de facto puesto que este procedimiento agravado conlleva dos elementos que jamás serán aceptados por ninguno de los dos partidos que configuran el sistema bipartidista camuflado que rige hoy España cuando ostenten el poder, por mucho que Rubalcaba hable ahora de la reforma constitucional, que son la disolución del Parlamento y el referendum.
Lo paradójico de la situación es que el alambicado proceso que diseñaron los constituyentes para garantizar la modificabilidad de la Constitución sin que se afectase a lo sustancial para evitar seguir el triste ejemplo de sus antecesoras va a ser precisamente la causa de que siga exactamente el mismo destino. Tan es así que la pretendida novedad que introdujo la Constitución española del 78 con respecto a algunas anteriores que nacieron con vocación de inmutabilidad y que murieron en cuanto cambiaron las situaciones sociales que las alumbraron, como era la posibilidad de reforma para garantizar su pervivencia va a ser precisamente la causa de su desaparición.
Así pues, y cerrada la vía de la reforma, el debate toma otro cariz todavía más improbable en la actual situación como es la necesidad de abrir un nuevo proceso constituyente que, esta vez si, establezca una norma básica capaz de asumir con normalidad los cambios que la sociedad a la que pretende regir asuma como propios y que por una vez no sirva de parapeto para los inmovilismos interesados.
La solución al dilema vendrá como históricamente ha venido en este que llaman España por la vía de los hechos y eligiendo probablemente la peor solución posible haciendo válidos los temores del autor de la cita con que abro el artículo
«Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España».
Y será España la que sea un paréntesis en la historia de los sistemas democráticos….
Hacer oídos sordos a las realidades sociales siempre ha sido un deporte muy español y los dirigentes de los dos grandes partidos; PP y PSOE, son avezados especialistas en la materia y no se ve en las alternativas populistas que están creciendo últimamente mayor capacidad para abrir los ojos sino, en todo caso, un empeño mucho más contumaz de insistir en el error.
Ander Muruzabal