En estos agitados días en que la calle bulle indignada y estupefacta por la marea de noticias sobre cuentas suizas, sobres de dinero negro, chalets de lujo africano, inversiones VIP para elegidos, vacaciones gratis en sofisticados paraísos, sobornos y corrupciones varias, en que se piden cabezas, cárcel y dimisiones, donde parece que nadie está limpio, corremos el riesgo de confundir los síntomas, mucho más visibles, con la verdadera enfermedad, y, lo que es peor tratar el dolor de cabeza y olvidarnos del tumor.
Como con los icebergs, lo que aflora no es sino la parte más visible del problema pero ni por asomo la magnitud total del mismo.
Cuando en el año 76 empezamos a ser conscientes de que se había acabado un ciclo y que teníamos una democracia por hacer, fuimos muchos los que nos embarcamos en aquella aventura por la libertad, desde cualquier punto del arco político ideológico y todos teníamos un objetivo en común; jamás nos volverían a robar la palabra, la decisión, la democracia… hoy 37 años después, eso es precisamente lo que nos han robado.
La voluntad de todos y cada uno de nosotros como ciudadanos libres ha sido sustituida y secuestrada por voluntades colectivas que poco o nada tienen que ver ni con el bienestar social, la solidaridad o la justicia y mucho con los intereses de grupos cerrados; económicos y políticos que se retroalimentan en una espiral imposible de parar sino no somos capaces de devolver la palabra a la ciudadanía.
La verdadera corrupción no es el sobresueldo en negro, la dieta opaca o la cuenta en Suiza, eso no son más que consecuencias directas de haber dejado el poder en manos de una élite partitocrática cuya única finalidad, después de treinta años, es mantener su propio status y el de quienes la alimentan. Nuestras organizaciones políticas han dejado de ser foros de participación ciudadana, y alguna vez lo fueron, para convertirse en maquinarias engrasadas para la confrontación electoral que es la que da acceso al poder y a la inmensa fábrica de prebendas que representa.
Ahora, cuando el escándalo toma proporciones bíblicas y la ciudadanía reclama soluciones drásticas es cuando debemos plantearnos reflexivamente que clase de instituciones políticas queremos y quienes son las personas capacitadas para el gobierno y el trabajo público y, sobre todo, cual es nuestro papel como ciudadanos en el sistema por el que nos queremos regir. ¿No tenemos, como ciudadanos, nuestra parte de responsabilidad en lo que está pasando, aunque solo sea por omisión?
Las situaciones de crisis institucional, y la que estamos viviendo lo es, no siempre llevan a una mejora del sistema, las más de las veces tienen salidas traumáticas que marcan a varias generaciones y la historia es terca al mostrarnos sus efectos devastadores.
Y la más típica suele ser el totalitarismo, en sus dos versiones posibles.
El populismo mesiánico del líder carismático que en absoluto puede acabar con la corrupción sino limitarla a una nueva elite ajena a cualquier tipo de control salvo el que ella misma implanta sobre toda la sociedad en forma de censura, represión y restricción de las libertades, y algo sabemos de eso al sur de los Pirineos.
O el totalitarismo del partido en nombre de una voluntad colectiva inexistente. A un sistema basado en la vieja máxima de que el fin justifica los medios y que lleva a contradicciones flagrantes como el que una organización que durante décadas ha sido financiada con las “aportaciones voluntarias” de empresas y ciudadanos, en negro por supuesto y con indicaciones expresas de lo perjudicial que pudiera resultar para su salud no colaborar con tan mirífico fin, sea la que clame por su propio ejemplo de limpieza y servicio a la sociedad frente a otros financiados por medios tan negros pero, por lo menos, un poco más voluntarios.
Tampoco parece que sea demasiada solución el finiquito del bipartismo, del que tanto hablamos estos días y que también, para sustituirlo por un tetra y penta partidismo con organizaciones que parten de los mismos esquemas funcionales y con los mismos o parecidos partitócratas, y perdón por el palabro. Al final la corrupción no es una cuestión de cantidad sino de cualidad, y lo primero solo tiene que ver con el grado de poder que ostente la organización.
Así pues la solución pasa única y exclusivamente por el empoderamiento de la ciudadanía, por devolver la voz y la decisión a los ciudadanos y por hacer de la labor de gobierno una labor de participación democrática, donde se horizontalicen las funciones de gobierno, representación y participación creando estructuras abiertas, permeables y transparentes que impidan que grupos de intereses monopolicen la acción del estado y den origen a la corrupción.
Pero esto va a ser totalmente imposible si las organizaciones de participación política más cercanas a los ciudadanos; los partidos políticos, siguen el modelo actual que no es sino una réplica de la propia estructura de gobierno. Y eso solo lo podemos hacer quienes participamos en ellos y quienes en el futuro quieran participar, que serán muchos más cuanto más abramos nuestras propias organizaciones.
Y esa será la vía si queremos recuperar lo que nos han robado de verdad; la palabra, la decisión y la democracia…
Ander Muruzabal
Complicidades omisoras en tu relato:
Mencionas una «aventura por la libertad» y omites a quienes tengo oído que dieron todo por la soberanía de Euskal Herria (antes de las autonomías le decían Euzkadi)…
Es tu memoria, eso sí.
Cobrar «donativos» más o menos «voluntarios» de empresarios «anónimos» no es lo que yo considero «darlo todo por la soberanía», más me inclino por pensar que es «corrupción»