La isla del fin del mundo


Permítanme que haga un pequeño paréntesis cinematográfico para después seguir con el especial verano «series de nuestra vida». Ayer buscando en el baúl de los tesoros, ese que guardo bajo llave, surgió de forma «casual» un film de esos polvorientos y casi olvidados que posee una atmósfera especial. Son de esas películas que se repente aparecen para decirte ¡Estoy aquí! Me refiero a «La isla del fin del mundo». Basada en la novela de Julio Verne (el faro del fin del mundo, da igual hablamos de la temática), ese escritor visionario que anticipó tantos hechos que en su tiempo fueron puramente ciencia ficción pero que después se conviertieron en sueños reales. Así pues puedo decir sin avergonzarme que La Isla del Fin del Mundo es una de esas pelis entrañables que de vez en cuando da gusto ver, simplemente por lo diferente a las actuales. A veces uno echa de menos estas películas ligeras, comúnmente conocidas como familiares, que carecen de pretensión alguna más allá de entretener.

La trama de la película sigue un canon casi clásico en el desarrollo de este tipo de historias: expedición más o menos erudita y/o excéntrica a una región remota y desconocida, de la que sólo se conocen leyendas hechas por pueblos menores, y en la que se espera encontrar algún tipo de tesoro, sea éste real o abstracto. Para esta ocasión, los guionistas de Disney prepararon un pueblo vikingo en mitad del Polo Norte, del cual se conocen leyendas trastocadas a través de un pueblo de esquimales, y en el que se supone que se encuentra el hijo del señor que lanza la expedición. ¡Y ya está!

Bueno, no está, porque entonces menudo bodrio. Evidentemente, pasan muchas más cosas, como que viajan desde Francia hasta el Polo Norte en un zepelín con bastantes problemas técnicos, que los esquimales tienen extrañas teorías sobre lo que hay realmente en el Norte, y que los vikingos tienen un extraño sentido de la Justicia.

La verdad es que, desde que el Tiempo es Tiempo, este tipo de historias siempre han sido muy similares, y a veces uno se siente sobrecogido por el pensamiento de que, vista una, vistas todas. Por ejemplo, el desarrollo de esta película es muy similar al de Viaje al Centro de la Tierra, o al de las novelas de la saga Ella, de Henry Rider Haggard. Pero de todas maneras, como dije al principio, no es la intención de estas películas (o eso opino yo) convertirse en Grandes Clásicos, sino en clásicos medianos que poder ver antes de irte a la cama, sabiendo que no te van a dejar mal sabor de boca a pesar de que no cuenten con los mejores efectos especiales del planeta.
Uno nunca deja de ser un niño, y con este tipo de filmes a uno pues como que le entra de nuevo el espíritu aventurero, ese que de vez en cuando surge en el fondo de mi baúl y me devuelve a la realidad, porque con Verne ¿Qué es realidad y qué es ficción?
La mera duda engrandece esta filmación.
No se pierdan esa atmósfera genial con su diálogo introductorio:

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