Treinta y nueve años duró el régimen fascista resultado de la asonada militar de 1936 y la posterior guerra civil, treinta y nueve años que cambiaron la historia y constituyeron uno de los periodos más negros en la historia de España. La supresión de libertades, el aislamiento internacional, la corrupción, el nacionalismo uniformizador español en su versión más casposa, la represión… fueron moneda de uso común del régimen y el día a día de los ciudadanos al sur del Pirineo.
En aquellos años la oposición al régimen estuvo protagonizada por dos movimientos políticos diferenciados en su origen y en sus fines, uno centrípeta que intentaba sustituir la estructura del estado sin poner en duda el proyecto nacional y otro centrifugo que trataba de terminar con el proyecto nacional que había dado lugar al régimen fascista y a unos cuantos parecidos precedentes; el comunismo y los nacionalismos periféricos.
A la muerte del Dictador, y contrariamente a lo que podía presumirse, la solución no fue un triunfo de ninguno de estos sino una reconversión, más o menos, tranquila del estado a una democracia formal manteniendo apenas maquilladas unas cuantas estructuras del régimen anterior y, lo que es peor, unos cuantos de sus protagonistas situados en casi todos los estamentos de poder. Intereses internacionales, el ruido de sables, la traumática experiencia del 36 y, sobre todo, el conformismo de una sociedad “domesticada” por un período tan largo de ausencia de libertad propició la existencia de una transición ordenada que dejo unos cuantos problemas sin resolver o resueltos a medias.
Otros, curiosamente, treinta y nueve años después el régimen resultante de aquel proceso condicionado está a punto de saltar por los aires precisamente lastrado por esos temas que no se atrevió o no pudo resolver el totem sagrado de aquella transición; la Constitución Española de 1978; el estado del bienestar, las libertades públicas y la estructura territorial del estado.
En condiciones normales la Constitución no hubiera sobrevivido a la intentona golpista del 23 F que debió ser el punto de inflexión de la democracia española, pero contrariamente a lo que debió ser, el régimen reaccionó con una marcha atrás en una interpretación restrictiva de la Constitución que no hubiera pasado la prueba del algodón democrático menos de tres años antes. El miedo de la población a la involución propicio la vuelta y la legitimación de las estructuras más afines que habíamos heredado de la situación anterior y que el partido llamado a modernizar, democratizar y europeizar España, haciendo dejación de sus propios principios, participase de una democracia light basada en la alternancia, al más puro estilo canovista, y el reparto de poder parapetados detrás de una Constitución que interpretada de forma restrictiva resultaba ya totalmente obsoleta.
Y cuando los principios políticos son sustituidos por el reparto descarnado del poder no puede haber más que una consecuencia lógica; la corrupción, que junto con una crisis para la que no estábamos preparados, ni los ciudadanos ni el estado, amenazan con acabar con el régimen por puro hastío.
Así pues, 39 años después nos encontramos en la línea de salida de una nueva transición democrática, y curiosamente con los mismos o parecidos ingredientes que en aquellas fechas; un movimiento rupturista que intenta cambiar las estructuras del estado sin poner en tela de juicio la existencia del propio estado, y un nacionalismo periférico que a la vista de la incapacidad del estado de resolver su propia estructura territorial se ha vuelto definitivamente independentista pero esta vez sin la existencia de un elemento de prestigio en la oposición que pueda amortiguar el choque de trenes que se prevé puesto que treinta y nueve años de complicidad con el régimen han acabado con todo su crédito. En esto el caso de Navarra es paradigmático y digno de estudio.
Las alternativas de cambio son claras pero parece evidente que un de las dos va a protagonizar la España, o la no España, de, al menos, los próximos treinta y nueve años. La alternativa por la que ahora clama el Partido Socialista Obrero Español llega tarde, muy tarde, tanto para el país como para ellos mismos.
Ander Muruzabal