La octava edición del Barrio de los artistas de Pamplona ha tenido este año un carácter especial. Por primera vez, y esperemos que no sea la última, la actividad artística del festival se ha desplazado a la periferia dejando de lado el turístico casco viejo para ocupar el barrio de la Milagrosa.
La Milagrosa es un pequeño barrio al sur de la ciudad que aún no ha caído en manos del hipsterismo desaforado y en el que conviven distintas culturas que a nuestros ojos pueden resultar similares pero que esconden diferencias a veces irreconciliables. Por todo ello, fue muy bonito ver cómo las calles se llenaban de folcklores varios en forma de conciertos, bailes y exposiciones, al tiempo que los artistas de aquí compartían sus trabajos, recuperando así esa sensación cada vez más difícil de vivir en el mundo del arte: la certeza de que la comunicación entre culturas distintas no puede sino sumar posibilidades de nuevas miradas.
En este contexto tuve claro desde el principio que mi mirada no sería de gesto amable porque no podía perder la oportunidad de poner voz a un tema tan vivo como escondido en ciertos sectores de la sociedad: la violencia de género. Los festivales de arte se hacen para divertirse pero también para abrir diálogos.
El muro de la desmemoria representa una acción performativa contra el maltrato en la que reflexiono sobre la incapacidad de la sociedad actual para sentir como dolorosas verdades las historias que diariamente aparecen en la prensa. El hombre tiene una morbosa necesidad de recolectar todo lo que encuentra a su paso. Recolectamos afectos, envidias, y hasta recolectamos vidas. Lo malo de este prehistórico ejercicio es que al recolectar la unidad se transforma en colectividad, y en ese momento la especificidad se hace número, un número que nos empuja hacia la desmemoria.
Hace ya mucho tiempo que nos hemos acostumbrado a tratar la violencia de género como un número. En ocasiones los números aportan cierta identidad, como cuando hablamos de mujeres centroeuropeas asesinadas, de hombres maltratados, de menores de edad violadas a manos de sus parejas, etc. Pero estos datos no aportan cercanía a la historia, y al final seguimos sintiendo que son sólo números que construyen un muro de datos sin sentido.
La performance ofrece al artista la posibilidad de activar en el público pensamientos diversos desde un escenario mucho menos direccionado que otros lenguajes artísticos. Por ello, accionar este año en una pequeña plaza de un barrio como la Milagrosa me ha ofrecido la posibilidad de hablar de un tema que me preocupa de manera constante y al que estamos peligrosamente empezando a acostumbrarnos. No podemos permitírnoslo. No debemos permitírnoslo.
Hoy comparto con vosotros un pequeño pedacito de esa acción que ha sido registrada con una enorme sensibilidad por Mikel Tolosana y en la que he contado con la siempre generosa ayuda de Ana Rosa Sánchez. No puedo tampoco dejar de agradecer la compañía de todos los que os acercásteis hasta esa placita de la Milagrosa para reflexionar conmigo. Vamos a seguir reflexionando juntos porque el arte va más allá de los grandes fastos de ferias, museo y galerías. El arte se construye desde todos, incluso desde los que no se consideran parte de él.
“Huck piensa que mi diario no tiene precio: el punto de vista de la mujer, lo biológico separado de lo ideológico en mí. Psicología femenina revelada (la protección de la mujer, agresiva como una tigresa cuando defiende a sus cachorros. Ninguna masculinidad, pero todo cuanto tiene de positivo sería tomado por masculino).”
Anaïs Nin
Desde 1931, tras una intensa aventura amorosa con Henry Miller, Anaïs Nin dedica su vida a la búsqueda del amor perfecto. Una quimera que narra en sus diarios construidos con palabras tan evocadoras como valientes porque Anaïs se muestra provocadora, erotizada y hasta cruel, al tiempo que se revela como un ser frágil y expuesto a los constantes desplantes de sus amantes. Ella afirma convencida que “todo cuanto (la mujer) tiene de positivo sería tomado por masculino.” La constante necesidad sexual es masculina. La capacidad para dominar al otro es masculina. La crueldad en el trato a quien se quiere es masculina. La capacidad de diferenciar lo biológico de lo psicológico es masculina. ¿Es esto cierto? No lo es. ¿Son estas afirmaciones válidas? No lo son.
Sin embargo, hoy en día muchas mujeres siguen sintiendo la necesidad de (de)marcar sus papeles en el entorno en el que se mueven teniendo muy en cuenta que lo que se ve positivo en un hombre no tiene el mismo cariz en una mujer porque no se puede ser una madre erotizada, una novia cruel o una jefa dominante. Bueno, se puede siempre y cuando la piel exterior no revele de forma rápida y directa ese papel, siempre y cuando no se vea a primera vista cómo es una misma y, sobre todo, quién es. Y si hay algo que ayuda a ser muchas dentro de una esto es el maquillaje, el aliado perfecto para cubrir de pieles falsas la verdadera piel.
El maquillaje en la mujer representa un escudo de protección mayor que la propia ropa. Personalmente siempre me ha asustado mucho más que un amante descubra mi rostro cansado y sin maquillar a la luz del alba que la posibilidad de que el sol le muestre las imperfecciones de mi cuerpo, que la noche y las sábanas me ayudaron a cubrir. Porque en el rostro está todo. El cansancio, el miedo, los desamores, la inseguridad siempre se muestran en la piel por muy feliz que te sientas en ese preciso momento. La piel es tu pasado y como tal tu carta de presentación en el presente. El maquillaje se transforma así en nuestro aliado sin darnos cuenta de que es también nuestro peor enemigo porque nos aleja de nosotras para obligarnos a entrar en una clara dependencia emocional. Y sobre todo, porque nos hace pensar que somos capaces, a golpe de brocha, de esconder lo que somos y crear una nueva mujer. La mayor trampa es querer ser otra olvidándose de seguir construyendo en el presente la verdad de una misma.
El pasado mes de marzo Ana Rosa Sánchez y una servidora fuimos invitadas por Amelia Aguado, directora del Museo de Arte Africano de Valladolid, a participar en la programación de la Bienal Miradas de Mujeres 2016. Nos resulto sencillo seleccionar el tema de la performance a presentar dentro de dicho festival ya que hace tiempo que habíamos hablado sobre la necesidad de trabajar sobre el uso del maquillaje.El entorno era perfecto ya que la sala que nos propusieron para accionar está rodeada de máscaras que representan seres mitológicos desarrollados en la cultura africana desde ropajes y maquillajes de una enorme complejidad. La máscara como herramienta para inventar otros seres. El maquillaje como vehículo para escapar de la realidad.
No os voy a negar que cuando llegamos a Valladolid y entramos en esa sala las dos nos sentimos fuertemente impresionadas. Ana y yo nos entendemos ya con solo mirarnos y las dos nos dijimos sin hablar que el espacio podía llegar a devorarnos. Una de las cosas más bellas de la performance es la relación que el artista establece con el espacio en el que acciona. En este caso, la presencia de arte africano y la luz baja y en cierto modo teatral, nos hicieron sentir más pequeñas, algo frágiles y con la sensación de que no podríamos conectar con el público.Sin embargo, preparar la sala nos ayudo poco a poco a sentirnos parte del museo.
REMEMBRANZA propone una acción sencilla y de cierto corte poético (terreno en el que yo me siento más sincera y generosa) en la que reflexionamos sobre la utilización del maquillaje como herramienta de construcción sobre la identidad de la mujer. ¿Qué supone para nosotras maquillarnos diariamente? ¿Somos conscientes de los diversos maquillajes que utilizamos a lo largo de la semana para proyectar distintas mujeres en nosotras mismas? ¿Son esas mujeres reales o simplemente placebos que alivian la negación de una parte de nosotras?
La acción comenzaba enfrentando nuestros rostros sin maquillar y buscando nuestras miradas que serán las que activen las preguntas (y con ellas los miedos) en nosotras mismas. La mesa en la que nos sentábamos proyectaba una especie de escenario bulímico de maquillaje: cestas con tantos pintalabios, lápices de ojos o coloretes que necesitaríamos varios años para gastar. Desde ese escenario cada una elegirá sus colores, pensará en su máscara e intentará reconstruirse.
La habitación ( esa compleja sala expositiva habitada por una parte de la colección de arte africano) mostraba espejos colocados a distintas alturas lo que hacía de la acción de maquillarse una especie de búsqueda frustrada ya que dichoacto no siempre proyectaba en el espejo nuestro rostro sino también nuestro pecho, nuestro sexo o nuestros pies. Es decir, no siempre podíamos vernos la cara al pintarnos. El espejo es un objeto fundamental en esta acción ya que representa la mentira de la imagen. ¿Me veo realmente a mi misma cuando me miro en el espejo? ¿Reconozco mi yo ante tantos “yo”?
La microacción se repite a lo largo de una hora. Maquillarse y desmaquillarse de forma continua y compulsiva durante 60 minutos produce efectos demoledores en el rostro. Recuerdo mis ojos llorando, la sensación de que mi boca se agrietaba o la certeza de que mi imagen caminaba entre lo grotesco y lo ridículo. En este punto es muy importante la reacción del público ante nuestra mirada. Cada vez que nos volvíamos a maquillar nos situábamos frente a uno de los asistentes clavando nuestra mirada en la suya durante segundos que parecían minutos. Mirar a los ojos de alguien es la forma de desnudo más generosa y a la vez agresiva que existe. Algunas personas bajaban la mirada, otras empezaban a sonreír nerviosamente, y algunas se tensaban ante la certeza de que también ellas eran observadas.
¿Y yo qué veía? ¿Y yo qué sentía? Me sentía frágil, juzgada, fea, ajada. Me sentía valiente, mujer, poderosa, sexual. Es difícil mirar sin filtros pero REMEMBRANZA me ha regalado la certeza de que yo soy muchas mujeres sin necesidad de maquillajes, algunas me gustan y otras, simplemente, las tolero en mi. O puede que sólo sea una y mi ego herido de miedo crea tener varias.
Lo más hermoso de una performance es que te permite barrer esquinas de ti que ya tenías olvidadas. Comenzado el mes de abril no puedo negar que últimamente me he encontrado a mí misma maquillándome de forma más pausada y reflexiva. Y algunos días, hasta me ha relajado observar mis ojeras y esa mirada que tiene ya tanto vivido que es imposible que no se nuble de vez en cuando. Lo que encontré en la mirada de Ana lo reservo para mí porque la performance tiene la virtud de regalarte momentos de intimidad que nunca serán museables.
Gracias a Amelia Aguado @Amaguado y a Oliva Cachafeiro @Mariarondillera por hacernos sentir como en casa.
Y para ti Ana no tengo palabras. De tu mano todo es fácil.
Una se propone todos los años no caer en la absurdez de hacer balance del año agotado ni ceder a la tentación de generar promesas sobre el tiempo a estrenar pero resulta complicado no hacerlo. Estos días, pensando en el cambalache político que vive nuestro país y en las dolencias varias que sufre su cultura me venía a la mente un texto que tiene ya, ni más ni menos, casi 100 años.
El 5 de enero de 1921, Antonio Gramsci escribía en Ordine Nuovo una declaración de principios que daba forma a los ideales del movimiento futurista pero que resulta, a día de hoy, tan actual como reveladora: “¿Qué queda por hacer? Solo destruir la forma actual de la civilización. En este campo, ‘destruir’ no tiene el mismo sentido que en economía: destruir no significa privar a la humanidad de productos materiales necesarios para su subsistencia y desarrollo; significa destruir jerarquías espirituales, prejuicios, ídolos, tradiciones insensibilizadas, significa no tener miedo de las novedades y de las audacias, no tener miedo de los monstruos, no creer que el mundo va a derrumbarse si un obrero comete faltas de gramática, si un poema es defectuoso, si un cuadro se parece a un cartel, si la juventud hace un palmo de narices a la senilidad académica y pesada. Los futuristas han representado este papel en el ámbito de la cultura burguesa: han destruido, destruido y destruido sin preocuparse por saber si sus nuevas creaciones, producidas por su actividad, constituían en conjunto una obra superior a la destruida: han tenido confianza en sí mismos, en el ardor de sus energías…”
En este afán aniquilador los futuristas abogaban también por la destrucción de las estructuras culturales más tradicionales como el museo. Es evidente que el museo como repositorio de arte no se ha destruido, como tampoco se ha acabado con las galerías o con los centros culturales. Es también esperanzador ver cómo todos esos escenarios empiezan a abrir sus puertas a proyectos de carácter más transversal, a propuestas de corte intergeneracional y a creaciones más abiertas en ideologías, formatos y lenguajes. Sin embargo, existe algo que no solo no se ha destruido sino que alimenta las bases de todo el engranaje cultural de nuestro país: el miedo a esas novedades y audacias de las que hablaba Gramsci.
La obra de arte, tal como defendía vehementemente Jorge Oteiza, es resultado de un proceso de “desalienación”. Los resultados electorales de este último mes nos han demostrado que romper el orden de la línea recta, de lo establecido, de lo jerárquico y de lo “tradicional” es una labor de titanes pero no una labor imposible. La cultura, y por extensión el arte, camina desde códigos muy cercanos a lo político porque el arte es una forma de hacer política. Por ello, en lo cultural y, cómo no, en sus instituciones se aprecian formas de hacer que poco tienen que ver con la superación del miedo y mucho con el confort personal de directores, comisarios, galeristas o artistas.
Esa ‘zona de confort’ empuja de forma inconsciente, cuando no lo hace desde la inmoral consciencia, a programar contenidos más cercanos a lo popular que a lo crítico, a construir actividades de fácil encaje social, a proyectar la carrera de artistas amables y adecuados para el escaparate de lo museable y, en definitiva, a seguir la línea recta compuesta por piezas que poco o nada tienen que ver con la construcción de la identidad crítica de un país y mucho con la sobrealimentación del enchufismo, el amiguismo y la idolatría por los ‘grandes’ del arte.
A punto de finalizar el año puede que la pregunta pertinente no sea ¿Qué queda por hacer? sino ¿Qué podemos hacer? Y podemos, desde los distintos escenarios que cada una y cada uno tenga la suerte de pisar, intentar vencer ese miedo. Los profesionales debemos empezar por cuestionar nuestro trabajo y nuestra “forma de hacer” para conseguir recuperar esa audacia que la maldita crisis y, a través de ella, ese terror a no formar parte de esto que llamamos mundo del arte nos han hecho perder. Es fundamental salir de la zona de confort y arriesgarse a trabajar en proyectos que rompan la línea recta. Puede que los resultados de esos proyectos, más humildes, más periféricos y más difíciles de defender, no nos aporten éxitos rápidos y ruidosos pero serán la base de un futuro cultural más sólido.
Sobra decir que como espectadores también tenemos una responsabilidad y es la de comprender que el consumo de cultura no puede ser siempre un camino sencillo y amable, ni un mero divertimento para cubrir nuestras horas de ocio. Consumir cultura es ayudar a que la cultura crezca y para ello, tenemos que visitar los pequeños museos, mostrar interés por esas galerías que defienden cada día a los artistas más jóvenes, acudir a conferencias , visitas o talleres que no saldrán nunca en las listas de ”los más” a fin de año pero que tienen detrás equipos de profesionales que pelean diariamente con verdadera pasión para ofrecernos lo mejor de ellos y que están, en definitiva, componiendo piedra a piedra la base cultural de nuestra sociedad.
Supongo que leyendo estas líneas muchos pensaréis que este activismo cultural que defiendo con voz alta suena tan populista como poco efectivo pero yo creo firmemente en que podemos hacer más de lo que creemos y si tan sólo una o uno de vosotros decide acompañarme en esta lucha por destruir lo caduco para construir lo futuro a través de pequeños pasos y sencillos gestos ya me siento satisfecha.
NOS VEMOS A LA VUELTA DE LA ESQUINA. FELIZ 2016. URTE BERRI ON.
Los que me conocéis sabéis que no soy mujer de modas. No porque ir en contra de “lo popular” me haga sentir más independiente o especial sino porque la mayoría de las modas, tengan estas forma de discurso o de corte de pelo, me aburren enormemente. Sin embargo, debo admitir que esta semana he decidido claudicar y hablar con vosotros sobre un tema que está muy de moda en el panorama artístico: la performance.
En Pamplona, ciudad en la que vivo y desde la que habitualmente escribo estas líneas bajo la forma de lo que la contemporaneidad llama ‘post’ y que en mi caso no son más que reflexiones de bar ( un espacio, por cierto, muy creativo), el tema de moda ha sido la performance del artista navarro Abel Azcona en la que a partir de una serie de hostias consagradas compone la palabra «pederastia» como forma de activar la atención sobre un tema que se mire desde el ángulo desde el que se mire resulta de una inmoralidad vomitiva. Era de esperar que el tema levantase ampollas en una ciudad en la que la Iglesia más rancia y retrógrada se cuela hasta en las alcantarillas del barrio más perdido.
En un ámbito mucho más lejano, una mujer era acuchillada en la Art Basel Miami, la principal feria de arte contemporáneo del continente americano, ante la atónita mirada de los visitantes y guardas de seguridad. El terrible suceso se confundió por breves momentos con una performance y, como tal, con una extensión de la expresión artística llevada al límite más extremo de la creatividad morbosa.
Los dos hechos han abierto de nuevo el eterno debate sobre lo que es y no es arte, sobre los límites del artista para reflejar escenarios reales de la propia vida, y sobre la incapacidad del arte de acción para conectar de una manera empática con el espectador. Sin embargo, hay algo que me preocupa por inexistente en casi todos los debates al respecto, y es el hecho de que la acción de la performance se construye en un escenario temporal pero también físico por lo que el contexto en el que se desarrolla es también texto, es decir, también aporta contenido al debate.
La primeria historia, aquella en la que Abel Azcona habla sobre pederastia es una performance “oficial” que se encuentra registrada en fotografías y materializada en una instalación, y que toma la forma de lo museable en una exposición titulada “Desterrados”. La segunda, ese apuñalamiento llevado a cabo en Miami, se sabe ya que no ha sido una acción performativa sino una “simple” agresión. Y aunque vemos claramente la diferencia entre uno y otro es enormemente importante reflexionar sobre el hecho de que es el contexto el que aporta narrativa artística a una y otra acción. Las dos, de una manera u otra han entrado en el terreno del arte. ¿Por qué?
La performance representa la esencia más pura de la creación artística porque es capaz de transgredir los límites de la pintura, la música, la escultura, el teatro, la danza, el cine, la poesía o el video. En esta apertura casi ilimitada de códigos es importante no olvidar que la performance tiene la inigualable capacidad de invadir el territorio de lo no artístico, de lo común, de lo cotidiano, de lo menor, de lo escondido, a fin de trastocar el equilibrio y las normas que en tantas ocasiones nos impiden ver el fondo de la piscina.
Es por ello que no debe asombrarnos que una ciudad de fuerte tradición religiosa como Pamplona se indigne ante una acción performativa que centra la mirada en una herida demasiado profunda para mostrarla de forma directa, o que una acción no artística se confunda con una acción performativa en un espacio al que la gente va a ver y consumir arte, una feria. El escenario es esencial para comprender por qué ambos casos caminan en la frágil línea de lo que se define como arte. En la primera acción, lo artístico se hace social, no a través del artista sino a través de la identidad de la propia ciudad. En la segunda, lo no artístico se hace arte, no a través de la agresora sino a través de la identidad de la propia feria. El contexto escribe el texto.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si la performance tiene o no tiene validez. No deberíamos cuestionarnos si la performance, y por extensión el/la performer, tienen derecho a provocar socialmente desde cualquier temática sin tener en cuenta sensibilidades ajenas. Y menos aún deberíamos afirmar que la performance es una línea de acción creativa tan débil que hasta en un escenario propio del arte cualquier acción no creativa puede confundirse con ella. La performance es parte del contexto artístico, nos guste o no, desde hace décadas y si su presencia es aún complicada para la mirada de muchos no es porque no tenga legitimidad sino porque artistas, comisarios y educadores debemos seguir esforzándonos por acercar su sentido y contenido a un público que, no nos engañemos, nunca será mayoritario.
La pregunta que deberíamos hacernos es por qué la sociedad ataca al arte y al artista cuando éste decide hablar de un tema complejo y doloroso, en lugar de pedir explicaciones a esa parte de la sociedad que permite que esos hechos sigan ocurriendo. Deberíamos preguntarnos por qué todo el mundo pone en tela de juicio la performance al confundir un hecho aislado con otro creativo en vez de reflexionar sobre la superficialidad y exceso de espectáculo de muchas ferias de arte en las que todo se llega a confundir con todo.
En esta breve reflexión que hoy me apetecía compartir con vosotros quiero recordar también que la performance no tiene como objetivo hacernos “saber” sino hacernos sentir. La performance no nos informa nos (de)forma. Y en ese complejo mundo de los sentimientos la mirada no siempre va a encontrar imágenes agradables porque lo performativo no es una playa en la que sentarnos a respirar y relajarnos sino un punto de fuga en el horizonte que siempre genera en nosotros esa sensación de lo ilimitado, de lo enervantemente incontrolable. Solo en el momento en el que admitamos que la performance nos sitúa en un discontinuo, entiéndase éste como una encrucijada de caminos, podremos enfrentarnos a ella. Es difícil. Lo sé.
“Por cada científico y artista que surge, hay una centena de expertos y funcionarios tratando de asesinarle”.
José Antonio Sistiaga
Innovación, creatividad y experimentación son términos que están en boca de todos los que de una manera directa o indirecta nos dedicamos al mundo del arte. Sin embargo, hay una diferencia entre algunos de ellos y es que no todo el mundo es capaz de innovar o crear pero todos y cada uno de nosotros tenemos la capacidad de experimentar.
Joseph Beuys afirmaba con rotundidad que <<El hombre está solo realmente vivo cuando se da cuenta de que es un ser creativo y artístico. Exijo una implicación del arte en todos los reinos de la vida. De momento el arte es enseñado como un campo especial que demanda la creación de documentos en forma de obras de arte. Por eso, yo abogo por una implicación estética de la ciencia, la economía, la política, la religión, de toda esfera de la actividad humana. Incluso la acción de pelar una patata puede ser una obra de arte si es un acto consciente. >> Las palabras del artista alemán esconden una realidad de la que no conseguimos escapar: seguimos pensando que la creatividad está hecha para aquel que quiere o necesita producir arte, y que sólo que el que quiere o necesita producir arte tiene que experimentar.
Experimentar, en este mundo de oficinas, grandes almacenes, modas dictadas a golpe de suplemento semanal y vacaciones de playa y chiringuito significa ni más ni menos que ser raro. La música experimental solo les gusta a los raros. Son los raros los que ven cine experimental. Y coronan la cumbre de “los raros” aquellos que leen poesía experimental. ¿Es eso cierto? Evidentemente no, porque si así lo fuese el concepto de experimentación sería demasiado fácil de acotar. Más allá de los gustos culturales que cada uno pueda tener, la experimentación no define la acción de situarse en la periferia ejerciendo de personaje extraño sino que representa el escenario desde el que buscar y generar nuevas preguntas. Y solo el que (se) pregunta consigue mantenerse vivo. Preguntar y cuestionar, tanto a los demás como a uno mismo, es un gesto de valentía e inteligencia que nos permite eliminar la apatía de nuestras vidas. No se puede crecer sin preguntar. No se puede avanzar sin preguntarse.
La pasada semana, con objeto de reflexionar sobre este complejo tema, organicé un curso en el Museo Oteiza al que di por título “La experimentación como herramienta pedagógica”. El escenario no podía ser mejor ya que en un mismo espacio se encuentran expuestos en estos momentos dos de los mejores ejemplos de experimentación artística en el arte contemporáneo. Por un lado, Jorge Oteiza desde la colección permanente del museo, y por otro, José Antonio Sistiaga como parte de la actual exposición temporal del mismo. El primero, como bien sabéis, hizo de su trabajo una búsqueda permanente no sólo desde la construcción de ese universo interminable de formas llamado Laboratorio Experimental sino también desde la valentía de acercarse a lenguajes tan diversos como la arquitectura, la poesía o el cine. El segundo, representa uno de los más interesantes exponentes del cine experimental gracias a sus películas pintadas que comienza a realizar en los años 60 y que le llevan a producir piezas de una apabullante belleza.
En ambos casos, encontramos también un notable interés por el campo de la educación estética que llevará a los dos artistas a realizar distintos proyectos dentro de la pedagogía de expresión libre basada en metodologías abiertas tanto en técnicas como en lenguajes. Esta libertad es la que se toma como punto de partida para activar distintos ejercicios a lo largo de los tres días de curso uniendo experiencias de gente muy diversa: maestros, profesores de Educación Primaria, Secundaria o Universitaria, profesores de idiomas, educadores de museos, arquitectos, artistas o, incluso, arteterapeutas.
El filósofo Henry Lefébvre decía: “Si unimos la acción a la reflexión, sin que ninguna de ellas preceda a la otra, todos nuestros actos serán actos de creación”. Podemos pensar que la creatividad surge de una acción experimental espontánea nunca de un ejercicio intelectual o meditado. Esto es tan cierto como falso ya que si bien es verdad que la experimentación requiere de cierto escenario de espontaneidad, sorpresa e incluso torpeza, no lo es menos el hecho de que lo experimental también puede entrenarse. Desarrollar una actitud creativa abierta supone todo un largo camino de ensayos que nos llevará a errar y a acertar por partes iguales. Lo intentaremos y acertaremos. Lo intentaremos y nos equivocaremos. Y así una y otra vez hasta darnos cuenta de que experimentar puede ser para nosotros una herramienta tan natural como hablar, leer o correr.
Uno de los elementos más importantes de lo experiencial es el escenario donde se desarrolla la acción. Experimentar supone romper normas no como signo de anarquía sino como forma de buscar nuevos caminos para vivir en/desde nuestro entorno vital. La norma básica de un museo suele ser siempre esa máxima de ver sin tocar, observar sin hablar, y mirar desde lo mental nunca desde lo corporal. El grupo fue invitado a romper esas reglas realizando distintos ejercicios como recorrer descalzos las salas de exposición, observar las piezas con los ojos semitapados o analizar las obras con las manos atadas. Acciones sencillas que demostraron que hemos perdido la capacidad de leer desde lo corporal centrándonos en vivir el arte solo desde lo que “siente” nuestra cabeza.
El sonido es otro de los elementos de conflicto en un museo y en muchas ocasiones las salas se convierten en un concierto improvisado en el que el auxiliar de seguridad se pasa el día chistando en una dura batalla para conseguir bajar el volumen del visitante. Nos cuesta estar en silencio y como consecuencia nos cuesta valorarlo. Una de las acciones más hermosas que realizamos consistió en transmitirnos al oído un poema de Oteiza a través de tubos de cartón de diferentes tamaños. La forma en que cada uno modulaba su voz al acercarse al otro, el timbre de esa misma voz, la sonoridad y el ritmo nos ayudaron a observar el espacio desde otra intensidad llegando a sentir cómo nuestra mirada también podía ver las obras desde el oído y no solo desde la vista. Una vez finalizado el ejercicio volvimos al silencio inicial y nos dimos cuenta, como bien decía Cage, que el silencio no existe, ni siquiera en un museo.
En cualquier museo, y no digamos ya en un museo de escultura, la necesidad de tocar puede llegar a ser angustiosa. Podemos pensar que esa necesidad es puramente física pero existe en el fondo una triste obsesión por tocar el original ya que eso parece dar más valor a nuestra escapada cultural. Contaba a los asistentes cómo un profesor de la Facultad de Historia del Arte nos hizo a lo largo del curso realizar diversos ejercicios de dibujo con lápiz, cera o pastel tan solo para sentir la materia, de la que luego tendríamos que escribir, en nuestras propias manos. Muchos se quejaban argumentando que no se habían matriculado en Bellas Artes y que no tenían por qué saber dibujar. A lo que el profesor con infinita paciencia respondía: “Sólo si aprendéis a sentir seréis capaces de escribir”.
En este sentido analizamos la importancia de buscar otros caminos de acercamiento a la obra que a menudo quedan bloqueados por la normativa y excesivo celo de los museos a conservar su patrimonio. Es cierto que en la mayoría de los casos no podemos ni podremos tocar las piezas pero acariciar algunos de los materiales con los que están hechas, romperlos, o incluso sentirlos en distintas partes de nuestro cuerpo pueden sin duda ampliar nuestra mirada.
Uno de los ejercicios clave del curso, dentro de esa búsqueda de cercanía hacía el material expuesto, fue la acción realizada con tizas (objeto ya mítico en la producción escultórica de Oteiza) y martillos. El grupo rodeaba una mesa sobre la que se habían colocado dos parejas de martillos de distinto peso. La norma era directa y sencilla: “tienes que romper la tiza de un solo golpe”. Ante una misma demanda y un escueto escenario de acción los resultados fueron multiplicándose de una manera sorprendente. Algunos ni siquiera utilizaron el martillo, algo que parecía evidente en un principio. La pregunta nos hacía recordar que esta puede ir acompañada de interminables respuestas, pero que esas respuestas no son mas que nuevas preguntas.
El último día, tras pasar por otros muchos ejercicios de carácter abierto como pintar con agua, describir piezas sin poder verlas o transformar la arquitectura del museo en un poema colectivo, decidí que era importante que cada participante hiciese de ese museo su museo. Es decir, que con independencia de la institución y de mi propia persona que como representante de la misma en el curso siempre queda delimitada, se posicionase frente al arte allí expuesto. Para ello, en una acción rápida de poco más de diez minutos, les pedí que realizasen un selfie en el que no se distinguiesen sus rostros. Los resultados fueron tan variados como sorprendentes y certificaron el hecho de que solo cuando hemos vivido un lugar desde experiencias diversas y enriquecedoras somos capaces de activar nuestra imaginación y nuestra creatividad. Las palabras de Lefébvre adquirían así un rotundo sentido ya que la acción (fotografiarse en el museo) unida a la reflexión ( varios días hablando y trabajando sobre una misma obra), sin que una precediese a la otra, desvelaron una gran capacidad de creatividad en cada componente del grupo.
Los procesos que brevemente he compartido con vosotros en este post fueron en ocasiones acompañados de expresiones que no pueden dejar de preocuparme. Frases como : “Este edificio es tan hermoso que cualquier actividad resulta maravillosa”, “Tener la suerte de poder accionar en el museo a puertas cerradas es un lujo” o “El entorno natural de este lugar ayuda a pensar con más libertad”. Todas ellas son frases que agradezco y con las que estoy totalmente de acuerdo pero que en ocasiones pueden ejercer de trampa para justificar por qué en algunos lugares más directamente vinculados a “lo artístico” nos dejamos llevar ante propuestas de metodologías abiertas y no somos capaces de aplicar la experimentación en nuestra cotidianidad. No hay nada que nos impida recorrer los pasillos de una escuela descalzos por unos minutos, podemos intentar explicar una obra de arte ante alumnos con los ojos tapados o todos somos capaces de escribir con tinta roja durante un día y olvidarnos del bolígrafo negro. Minúsculos ejercicios que tienen una importancia capital en nuestro desarrollo: sentirnos a nosotros mismos desde diferentes parámetros y cuestionar las normas para transformar la mirada en miradas. Solo así conseguiremos que ningún experto ni funcionario asesine nuestra creatividad.
“El único camino es la transformación no violenta. No porque la violencia no nos parezca prometedora en un momento dado o para un objetivo particular. No violenta por principio, por motivos humanos, intelectuales, morales y socio-políticos.”
Joseph Beuys
Septiembre es ese mes en el que algunos lloran amargamente el fin del verano y otros celebran con alivio la llegada de las rutinas personales y laborales. Pero aunque parezca que entre esas dos posturas hay una enorme distancia, ambas tienen algo en común: la necesidad de poner orden a nuestras ideas y plantear nuevos proyectos en nuestras vidas. En mi caso, siempre es necesario establecer una limpieza mínima de mi zona de estudio con el único objetivo de utilizar una actividad tranquila y casi automática, como es ordenar papeles y libros, para que de forma inconsciente mi cerebro vaya encontrando lugar a todo el trabajo que se le viene encima.
La pasada semana, en medio del delirio por poner orden a todo lo que me rodea, encontré un objeto al que hace tiempo no prestaba atención: un televisor. << ¿Y qué hace esto aún aquí?>> – me pregunté. El aparato tiene más de 15 años y hace mucho, mucho tiempo que no funciona pero ahí seguía, agazapado y silencioso entre montañas de carpetas como diciéndome: yo también formo parte de tu vida. Y sobre todo, yo también formo parte de tu memoria. No lo olvides.
Mucho ha llovido desde que esta servidora decidiese independizarse. No sé realmente a qué edad sentí que necesitaba mi propio espacio, lo que si sé es que me fui de casa con veinte años. No fue ningún drama, no me vayáis a entender mal. Aunque reconozco que no fue una decisión fácil de asimilar por parte de mi familia, ya que yo no me mudé por tener que ir a estudiar a otra ciudad, porque me había echado novio o porque ganaba tanto dinero que había decidido vivir la gran vida. Simplemente necesitaba volar o al menos un espacio propio para batir las alas sin ser interrumpida. Como diría Carlos Salem: “Si hay que caer, que sea volado”
Los vuelos en primera son cómodos y espaciosos, pero en camarote hay que echarle valor e imaginación. Así que mi primer piso era escaso en comodidades pero siempre estaba lleno de energía y buena música. No había microondas, estaba prohibido encender la calefacción, no había cama, sólo colchón, no había armario, y no había televisor.
Por aquel entonces mi abuela ya estaba bastante enferma, por lo que no me podía visitar pero preguntaba a todos sobre cómo me encontraba en esa mi nueva casa. <<La casa parece un cuarto de lo pequeña que es pero al menos está al lado del mercado>> – decía mi tía. << La ha puesto muy mona para lo poca cosa que es >> -decía mi madre. << Joder, ya me gustaría tener a mi un piso en lo viejo>> – decía mi primo. Y así unos y otros. Pero curiosamente, les gustase o no, todas las frases acababan de forma parecida: <<La pobre no tiene ni tele. >> Mi abuela, ante tal noticia (un autentico drama teniendo en cuenta que ella veía la televisión una media de 12 horas diarias) me llamó angustiada para decirme que se había enterado y que me quería ayudar. << ¿Ayudar a qué amama? >> -le pregunté. <<¡A comprarte un televisor hija! ¿A qué va a ser? >>
Fue imposible hacerle entender que la ausencia del televisor no se debía a mi escasa economía sino a que no me apetecía tener tele en casa. Al poco tiempo me llamo y me dijo que había hablado con el de la tienda de electrodomésticos del barrio para decirle que su nieta bajaría esa semana a elegir una tele y que luego ya se la pagaría ella. No crean que esto es una anécdota más, ya que dejando de lado el bolígrafo de la primera comunión, mi abuela nunca me había hecho regalos. Ni siquiera me daba la paga, algo que sí hacía con mi hermano ante ese alucínate argumento de: “Es que tu hermano fuma.” Por lo tanto, el televisor no simbolizaba tan sólo un pequeño gesto de afecto, sino una declaración de intenciones que en mi familia me acompañará todo vida: Una cosa es ser un poco rara y otra pasarse.
El televisor desembarcó en mi casa de forma tímida ante mi mirada inquisitiva y nos hicimos amigos, aunque nunca del alma, cuando me descubrió que me podía ofrecer algo que me fascinaba: el teletexto. Veía pocos programas pero esa pantalla llena de letras de colores que iba dándome información actualizada de las últimas noticias al tiempo que jugaba con los colores me parecía puro arte. A veces, me quedaba mirando la pantalla como si de una pintura abstracta en movimiento se tratase o como preludio, supongo, de la fascinación que siempre me han producido las piezas de net art, que puedo sentir pero rara vez entender. Aunque ya sabemos que pocas de las cosas que verdaderamente se siente resultan comprensibles. Toda pasión tiene su fin. Internet llego también a mi vida domestica y el pobre teletexto quedo olvidado como esos amigos que sabes que siempre están ahí pero que nunca llamas.
El televisor siguió haciéndome compañía e incluso ayudándome a evitar la compañía de algunos hasta que un día decidió no encenderse más. Mi abuela por aquel entonces ya había fallecido, por lo que no sentí la necesidad de sustituirlo por otro aunque, curiosamente, no conseguí tirarlo. Es sorprendente como los objetos adoptan nuestra piel y adquieren una carga de significado tan fuerte que su presencia puede alegrarnos el día o incomodarnos por completo. En ocasiones, sentimos la necesidad de deshacernos de ellos sin miramientos y en otras nos agarramos a la memoria que arrastran como si el objeto en sí fuese de alguna manera a devolvernos a esa persona ya ajena a nuestra vida.
Os lo confieso. Tras poner orden al despacho no he conseguido tirar el televisor. Sin embrago, he necesitado que ese objeto se transforme porque también la imagen de mi abuela se ha difuminado con el paso del tiempo. Beuys decía que no es el objeto lo que da significado a la obra de arte; es la experiencia del ser humano lo que le da sentido, no sólo al arte, sino también al mundo. Somos nosotros los que nos construimos desde nuestras experiencias y los objetos forman parte del juego. Por ello, decidí hacer lo que en origen me hubiese gustado hacer cuando ese objeto entro en mi casa. Romper su muro. Escarbar en su interior. Recordarle que no es un misterio, sino un objeto con tripas tan malolientes como las nuestras propias.
Al intentar romper la pantalla descubrí con sorpresa que el vidrio era más duro de lo que pensaba. De nuevo la imagen que se proyectaba ante mis ojos resultaba una estafa. Por eso hay que vivir la vida experimentando y no únicamente mirando. Es la única manera de saber de qué piel están hechas las personas y…los objetos. Una vez roto el cristal, el resto de la acción fue maravillosa. De repente descubrí que es más correcto decir televisión que televisor porque internamente es una concavidad completamente femenina. Refugio, fertilidad, hueco, luz, misterio….palabras y palabras que venían a mi mente siempre con sabor a mujer.
Por ello, y tras vaciar el interior por completo pensé que lo lógico era llenarlo de ellas, de sus miedos, de sus valentías, de sus provocaciones, de sus historias. Las tripas del televisor empezaban a tener sentido por primera vez porque con apenas veinte libros en su interior adquiría la capacidad de contarme más historias que en 10 años de programación televisiva. Coco Chanel, Simone de Beauvoir, Alice Munro, Kusama, Sylvia Plath… Mujeres muy diferentes entre sí. Mujeres con vidas distintas. Mujeres con inquietudes distintas. Pero en definitiva, mujeres fuertes como mi abuela, que siempre hizo lo que quiso, que siempre tuvo claro que hay que estar al lado de los tuyos pero sin olvidarte de cuidar de ti misma.
Y lo más bonito de la experiencia ha sido darme cuenta de que la transformación no ha anulado la presencia de mi abuela, sino que me ha dado la oportunidad de soñar con compartir con ella la sabiduría de todas esas mujeres que nunca tuvo la suerte de conocer porque apenas sabía leer ni escribir. La memoria de los que no están nos acompaña irremediablemente, nos guste o no, pero ello no quiere decir que no podamos hacer de ella un arte. El arte de repensarla, el arte de reconstruirla, el arte de seguir viviendo con ella.
El ser humano sueña constantemente con realizar gestos únicos, hazañas grandiosas que puedan ser admiradas o actos que cambien el futuro de la humanidad. Sin embargo, incluso aquellos que consigan aportar algo nuevo y valioso a esta vida pasarán el noventa por ciento de su tiempo realizando acciones cotidianas. Porque la vida se compone de un soplo de momentos únicos y de interminables momentos de cotidianidad.
¿Y existe algo más cotidiano que un ascensor? ¿Cuántos minutos al año pasamos en ellos? Sinceramente no lo sé pero intuyo que si cada uno de nosotros realizásemos ese cálculo nos resultaría más que sorprendente. Pero pese a ser un espacio habitual en nuestras vidas el imaginario del ascensor está ligado a momentos especiales porque esa maquinaria de hacer posible lo imposible llamada cine no ha dejado de regalarnos historias de todo tipo al respecto del mismo.
En “La Trampa del Mal” (Dirigida por Erick Dowdle), por ejemplo, un grupo de personas queda atrapada en un ascensor y descubren que una de ellas es el diablo. ¡Ahí queda eso! En la prescindible cinta de Dick Maas titulada “El ascensor” la maquina adquiere vida propia y comienza a decapitar personas a diestro y siniestro. Hay también historias perturbadoras que no necesitan litros de sangre para hacernos sentir verdadera angustia. Es el caso de la fantástica obra de Louis Malle “El ascensor del cadalso” en la que Julian ( Maurice Ronet) queda atrapado en el ascensor de la oficina donde ha matado a su jefe. Si alguno está pensando en deshacerse de algún compañero de trabajo no olvidéis utilizar después las escaleras.
Y claro está que el ascensor forma también parte de nuestros sueños más calientes porque el cine nos ha convencido de que los polvos de ascensor son tan habituales como el café de media tarde. En “Class” de Lewis John Carlino, un jovencísimo Andrew McCarthy es arrollado por la exuberante madurez de Jacqueline Bisset y el famoso “¿arriba o abajo?” se transforma en “¿de pie o tumbados?”. Ya nos podía haber pasado a todos algo así con 17 años porque si yo recuerdo mi primera vez puedo llorar…de risa. Y no quiero ni recordar lo de Michael Douglas y Glenn Close en “Atracción fatal” porque eso señoras y señores es otra liga.
No obstante, aunque el cine surja de la vida la vida nunca es cine (por mucho que nos intente convencer Aute), así que nuestros viajes en ascensor son más sencillos que todo esto pero no por ello dejan de ser interesantes. Desde este escenario de lo cotidiano realicé la pasada semana una performance junto a Ana Rosa Sánchez, artista y educadora, y una de esas personas que te recuerdan siempre que los gestos mínimos y sencillos son los que construyen realmente nuestra identidad. Cada vez es más difícil asistir a una acción performativa que se construya desde lo sutil. Parece que sólo el desnudo, la agresividad o la sexualidad explícita forman parte del discurso artístico en este complejo lenguaje. Por ello, la propuesta que desarrollamos dentro de la semana de El barrio de los Artistas resultó especial.
La performance se construyó desde la delicada sonoridad de la poesía bajo el título “Tiempo de palabra(s)”. La acción tuvo lugar en un ascensor público, el ascensor de Descalzos que une el barrio de la Rotxapea con el Casco Viejo de Pamplona. El principal objetivo era romper la cotidianidad de un espacio público que por estrecho, pequeño y casi siempre abarrotado genera situaciones incomodas. Un escenario en el que tenemos siempre la oportunidad de comunicarnos con otros y sin embargo, en muy contadas ocasiones esta comunicación se realiza de forma espontánea y relajada. Ese “no lugar” como define el antropólogo Marc Auge que “carece de la configuración de los espacios, es en cambio circunstancial, casi exclusivamente definido por el pasar de individuos. No personaliza ni aporta a la identidad porque no es fácil interiorizar sus aspectos o componentes. Y en ellos la relación o comunicación es más artificial.” Y es precisamente esa comunicación o más bien la falta de ella la que deseábamos activar.
La acción comenzaba en el interior de una de las cabinas. Frente a frente, y sin apenas tener contacto visual por estar rodeadas de personas, comenzábamos a leer poemas modulando la intensidad de nuestras voces que pasaban del susurro al grito en un espacio corto de tiempo. Cada poema leído era arrojado al suelo y allí permanecía pisoteado por silletas de bebés, bicicletas y personas. La sensación me resultó extraña porque oía mi voz con claridad al tiempo que el eco me hacía sentir el silencio y el espacio de forma muy presente.
En una segunda parte, abandonábamos el ascensor para situarnos entre las dos colas de gente que esperaba nerviosa y cansada a que llegase su turno. En este caso ya no leíamos las mismas poesías sino que cada una iba recitando las suyas propias de forma que la palabra se desdibujaba ya que nos ‘pisábamos’ mutuamente al tiempo que nos sentíamos cerca pues nuestras espaldas se tocaban. En dos ocasiones el azar nos llevo a leer el mismo poema. Entonces las voces se encontraron y sentí el alivio de “caminar” de la mano de Ana.
Por último, volvíamos a la cola para esperar turno en el siguiente ascensor (en el que seguiríamos leyendo). En este caso, nos íbamos leyendo poemas la una a la otra mientras avanzábamos con la gente hacia la cabina. Fue curioso advertir como muchos evitaban el contacto físico con nuestros cuerpos como si estuviésemos contaminadas de una enfermedad terriblemente contagiosa.
Leer poesía parece una acción inocente y hasta romántica que en poco puede alterar el entorno. Sin embargo, las reacciones fueron muy diversas y no siempre amables. En el interior mucha gente nos daba la espalda y hasta subía el volumen de sus voces para seguir su conversación. Otros, sin apenas pararse a escuchar nos preguntaban qué era eso que hacíamos y al no obtener respuesta abandonaban indignados el ascensor. Era evidente que la mayoría nunca se había enfrentado a una performance pero el hecho de sacar la acción de un escenario propiamente artístico como un museo o un centro de arte y llevarlo al escenario de «lo común» es lo que hace de la acción artística un acto de militancia.
Fue también sorprendente la reacción de los niños más pequeños que conseguían evadirse de las conversaciones adultas y levantaban la cabeza en silencio para mirarnos con los ojos muy abiertos. Curioso también ver cómo algún pequeño se asustaba cuando elevábamos la voz en la lectura y sin embargo, no se inmutaba ante las voces altas de los adultos que le rodeaban. Su cotidianidad asumía los gritos de los mayores pero no el ritmo musical de un poema.
Los papeles escritos que íbamos tirando al suelo también fueron objeto de muchos comentarios. Algunos se agachaban a cogerlos tímidamente e incluso se los llevaban después. Varias personas nos preguntaron malhumoradas si eso lo íbamos a recoger luego nosotras y otro hombre, sorprendido y feliz a la vez, recogió un puñado del suelo y se puso a repartir a otros diciendo: “¡Hay poemas en todos los idiomas!”
La acción duró algo más de una hora que es un tiempo largo si una piensa en el interior de un espacio tan pequeño y con una temperatura de más de 30 grados. Sin embargo, mi recuerdo se construye de momentos muy cortos que se hicieron interminables. El más difícil, y creo coincidir también con Ana, fue la discusión que se generó entre una mujer que entró en el ascensor con una bicicleta y un señor que al intentar encontrar un hueco le dio un suave golpe en el codo. La primera le empezó a gritar, el segundo le contestó también gritando y ambos continuaron en una discusión sin sentido adornada con todo tipo de insultos mientras nosotras poníamos voz a Machado, Baudelaire, Uribe, Plath, Oteiza, y tantos y tantas poetas y poetisas. El sinsentido del empeño por hacer de lo cotidiano lo inhabitable. El sinsentido de no dejar de gritar por el miedo a pararse a escuchar. El sinsentido de malgastar el tiempo que es ya de por sí tan frágil y tan efímero. El sinsentido de olvidar que en el momento en que perdemos la capacidad de comunicarnos lo hemos perdido todo.
Hace poco leía que la empresa nipona Obayashi Corp. estaba estudiando la posibilidad de construir un ascensor hacia el espacio. Su objetivo es construir un elevador capaz de transportar pasajeros a una estación espacial situada a 36.000 kilómetros de altura. ¿Os imagináis lo que podría pasar en un ascensor así? ¿Seríamos capaces ante un trayecto tan largo de escuchar al prójimo? ¿Tendríamos capacidad de estar en silencio sin sentirnos incómodos? ¿Nos resultaría igual de molesto el roce de los cuerpos o el tiempo los haría más cercanos? ¿Se transformaría ese “no-lugar” en un lugar habitable ante el largo tiempo que tendríamos que pasar en él? La verdad es que resulta imposible hacerse a la idea porque en nuestras cabezas es aún una historia de ciencia ficción. Centrémonos pues en trabajar nuestros espacios cotidianos empezando por esos ascensores que todos tenemos obligatoriamente que utilizar a lo largo de la semana. Aprovechemos esos breves viajes para observar, descubrir, escuchar, y si en alguna ocasión alguien nos lee un poema disfrutémoslo porque el tiempo también es de la(s) palabra(s).
Ana: gracias de corazón por tu generosidad al acompañarme de la mano en esta acción. Y no puedo dejar de sentirme también agradecida a Mikel Tolosana e Ignacio de Álava por sus fotos ya que gracias a su mirada hemos podido situarnos del lado del espectador y mirarnos en el espejo.
En 1996, Neil Tennant y Phil Lowe escribían para Pet Shop Boys la irónica letra de Electricity que reza:
“Llámalo performance, llámalo arte
Yo lo llamo desastre
Si no queda grabado (…)”
Si buceamos en el terreno de la performance desde sus inicios en los años 60 hasta la actualidad encontraremos un abanico inmenso de propuestas que se deslizan por escenarios tan diversos como la crítica a la mercantilización de la obra de arte, la reflexión sobre el cuerpo del propio artista como materia y material de trabajo, la reivindicación política de los microrrelatos hasta el posmodernismo ignorados por el arte, o la sexualidad como fórmula de diversidad y experimentación.
El nacimiento de la acción performativa entendida como arte es contemporáneo a la comercialización de las primeras cámaras portátiles. Por lo tanto, no resulta extraño que desde un primer momento el maridaje entre video y performance funcione de forma natural. Podríamos pensar que esta unión resulta enormemente útil al artista que ve cómo una acción que en origen es puntual, efímera e incluso minoritaria adquiere, gracias a la grabación de la misma, el carácter de objeto. Y todos sabemos que se vende mejor un objeto que una idea. Lo que tocamos queda definido en el marco de la realidad, lo que tan sólo podemos ver por un breve espacio de tiempo acabará difuminándose en nuestra memoria.
No es mi objetivo analizar la utilidad de la tecnología como receptora de la performance. Ni siquiera pretendo reflexionar sobre las diferentes acciones performativas que gracias al video hoy podemos recordar. Mi interés se centra en el camino contrario, en esa parte de realidad que perdemos al registrar la acción con una cámara: la relación directa con el cuerpo desde su tacto, su olor e incluso su sabor.
El video ayuda al artista a registrar de forma permanente el ejercicio de su acción pero no nos paramos a pensar sobre el hecho de que dicha grabación también sirve de escudo al espectador para no tener que enfrentarse directamente con las sensaciones físicas que hacen de la performance el lenguaje más valiente dentro del mundo del arte.
Nos resultaría complicado aguantar el tipo ante un tiroteo. Sin embargo, podemos observar tranquilamente, sentados en una sala de exposición, la proyección de la famosa acción de Chris Burden titulada Shoot en la que, como ya nos adelanta el título, el artista es tiroteado por su ayudante. Todo, dicho sea de paso, por voluntad del propio artista. La acción es clara y perturbadora pero gracias a la cinta de video los jadeos de dolor nos resultan lejanos y el olor a sangre imperceptible.
El uso del cuerpo como soporte artístico es aún más inquietante en acciones como las que en 1974 proponía Vito Acconti en su Libro abierto. La grabación muestra un primer plano de la boca del artista que habla con el espectador invitándole a utilizarla << No estoy cerrada, estoy abierta. Entra. Puedes hacer conmigo lo que quieras>>, oímos en susurros. Sobra decir que sin el filtro de la pantalla de video pocos valientes aguantarían la presencia del aliento del artista en su cara. La boca de Acconti es repulsiva pero la pantalla del televisor la hace soportable.
Es cierto que la violencia de Burden o el provocador uso del cuerpo de Acconti como llamamiento al espectador no puede gustar a casi nadie porque son acciones de por sí desagradables. Sin embargo, hay acciones que entran dentro de lo que debería ser normal en nuestro día a día con relación a nuestro cuerpo y sin embargo seguimos incomodándonos ante su visión directa.
El pasado año, la performer Deborah de Robertis realizó una acción ciertamente valiente que consistió en masturbarse en el Museo d’Orsay de París ante uno de los cuadros más controvertidos de la Historia del Arte: El origen del mundo, de Gustave Courbet. No pretendo entrar en un debate sobre el derecho o no a utilizar espacios públicos para este tipo de acciones. Entiendo que haya gente que pueda sentirse incómoda pero lo que me preocupa es que ninguna de las reacciones ante dicha performance tuviera, bajo mi punto de vista, una respuesta normalizada.
Los auxiliares de sala empezaron a gritarle y a colocarse en frente de ella para tapar su cuerpo. Ninguna de ellas se agacho o se acerco demasiado (como si su cuerpo pudiese contagiarles algo) y mucho menos la tocaron. Parecía que entre ella y el personal del museo existiese una lámina de vidrio que no podíamos ver pero que servía como barrera física. La reacción de los espectadores no fue mejor. Gran parte de ellos empezó a reírse. Puede ser que cuando se masturban en sus casas en lugar de jadear se partan de la risa aunque lo dudo. Y otros, en un afán por demostrar que eran abiertos, modernos y liberales, empezaron a aplaudir. ¡Aplaudir! ¿Pero qué demonios estaban aplaudiendo? Puede que cuando se masturben en sus casas venga uno después y les aplauda por lo bien que lo han hecho pero no lo veo. No había en la sala rostros serenos observando la acción. No había silencio como respeto a la artista. No había una mirada normalizada hacia el cuerpo de esa mujer. No había ningún gesto que indicase que alguien había entendido algo.
Bajo mi punto de vista el problema no radica en la falta de conocimiento sobre el mundo del arte contemporáneo que tiene la mayoría de la gente (incluso mucha de la que acude a los museos). El problema, no nos engañemos, es que nuestra relación con lo corporal sigue siendo poco menos que insana. En estos momentos el desnudo es una constante en las series de televisión y el cine, se consume más pornografía que nunca, los jóvenes empiezan a practicar sexo mucho antes que en generaciones anteriores y la información sobre la diversidad sexual está al alcance de todas y todos. Pero es eso: SEXO. Entre la nada y sexo parece que no hay espacio.
En el día a día arrastramos nuestros cuerpos como entes aislados. En las aulas los alumnos se esconden tras los pupitres como si de escudos espartanos se tratasen. En el trabajo mantenemos ese gesto frío de dar la mano como norma general y en el mejor de los casos acercamos la cara para recibir con gesto tenso los besos de rigor. Si rozas a alguien en el autobús este da un respingo y entras en un sinsentido de disculpas culpables. Cuando una noche estás alegre y relajada no puedes bajar la guardia y permitirte tocar el brazo a alguien o agarrarle de la cintura porque ese bonito gesto se traducirá automáticamente en una invitación sexual. ¡Y tantas y tantas acciones a lo largo del día que hacen que nuestro cuerpo deje de tener sentido pleno!
Cada cual es libre de vivir su sexualidad como desee. Cada uno es libre de consumir o no sexo desde la ficción de una pantalla. Pero con independencia de las formas y variedades de consumo sexual que decidamos acojer en nuestras vidas lo importante es no olvidar que nuestro cuerpo tiene registros más amplios. Las caricias, los besos y los abrazos fuera de la actividad sexual suponen una riqueza que no debemos perdernos y que, además, puede ayudarnos a ser más tolerantes con nuestro entorno, incluso más tolerantes con nuestra sexualidad. Nietzsche decía que un día sin bailar es un día perdido. Puede que una vida sin caricias sea también una vida perdida.
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