Una se propone todos los años no caer en la absurdez de hacer balance del año agotado ni ceder a la tentación de generar promesas sobre el tiempo a estrenar pero resulta complicado no hacerlo. Estos días, pensando en el cambalache político que vive nuestro país y en las dolencias varias que sufre su cultura me venía a la mente un texto que tiene ya, ni más ni menos, casi 100 años.
El 5 de enero de 1921, Antonio Gramsci escribía en Ordine Nuovo una declaración de principios que daba forma a los ideales del movimiento futurista pero que resulta, a día de hoy, tan actual como reveladora: “¿Qué queda por hacer? Solo destruir la forma actual de la civilización. En este campo, ‘destruir’ no tiene el mismo sentido que en economía: destruir no significa privar a la humanidad de productos materiales necesarios para su subsistencia y desarrollo; significa destruir jerarquías espirituales, prejuicios, ídolos, tradiciones insensibilizadas, significa no tener miedo de las novedades y de las audacias, no tener miedo de los monstruos, no creer que el mundo va a derrumbarse si un obrero comete faltas de gramática, si un poema es defectuoso, si un cuadro se parece a un cartel, si la juventud hace un palmo de narices a la senilidad académica y pesada. Los futuristas han representado este papel en el ámbito de la cultura burguesa: han destruido, destruido y destruido sin preocuparse por saber si sus nuevas creaciones, producidas por su actividad, constituían en conjunto una obra superior a la destruida: han tenido confianza en sí mismos, en el ardor de sus energías…”
En este afán aniquilador los futuristas abogaban también por la destrucción de las estructuras culturales más tradicionales como el museo. Es evidente que el museo como repositorio de arte no se ha destruido, como tampoco se ha acabado con las galerías o con los centros culturales. Es también esperanzador ver cómo todos esos escenarios empiezan a abrir sus puertas a proyectos de carácter más transversal, a propuestas de corte intergeneracional y a creaciones más abiertas en ideologías, formatos y lenguajes. Sin embargo, existe algo que no solo no se ha destruido sino que alimenta las bases de todo el engranaje cultural de nuestro país: el miedo a esas novedades y audacias de las que hablaba Gramsci.
La obra de arte, tal como defendía vehementemente Jorge Oteiza, es resultado de un proceso de “desalienación”. Los resultados electorales de este último mes nos han demostrado que romper el orden de la línea recta, de lo establecido, de lo jerárquico y de lo “tradicional” es una labor de titanes pero no una labor imposible. La cultura, y por extensión el arte, camina desde códigos muy cercanos a lo político porque el arte es una forma de hacer política. Por ello, en lo cultural y, cómo no, en sus instituciones se aprecian formas de hacer que poco tienen que ver con la superación del miedo y mucho con el confort personal de directores, comisarios, galeristas o artistas.
Esa ‘zona de confort’ empuja de forma inconsciente, cuando no lo hace desde la inmoral consciencia, a programar contenidos más cercanos a lo popular que a lo crítico, a construir actividades de fácil encaje social, a proyectar la carrera de artistas amables y adecuados para el escaparate de lo museable y, en definitiva, a seguir la línea recta compuesta por piezas que poco o nada tienen que ver con la construcción de la identidad crítica de un país y mucho con la sobrealimentación del enchufismo, el amiguismo y la idolatría por los ‘grandes’ del arte.
A punto de finalizar el año puede que la pregunta pertinente no sea ¿Qué queda por hacer? sino ¿Qué podemos hacer? Y podemos, desde los distintos escenarios que cada una y cada uno tenga la suerte de pisar, intentar vencer ese miedo. Los profesionales debemos empezar por cuestionar nuestro trabajo y nuestra “forma de hacer” para conseguir recuperar esa audacia que la maldita crisis y, a través de ella, ese terror a no formar parte de esto que llamamos mundo del arte nos han hecho perder. Es fundamental salir de la zona de confort y arriesgarse a trabajar en proyectos que rompan la línea recta. Puede que los resultados de esos proyectos, más humildes, más periféricos y más difíciles de defender, no nos aporten éxitos rápidos y ruidosos pero serán la base de un futuro cultural más sólido.
Sobra decir que como espectadores también tenemos una responsabilidad y es la de comprender que el consumo de cultura no puede ser siempre un camino sencillo y amable, ni un mero divertimento para cubrir nuestras horas de ocio. Consumir cultura es ayudar a que la cultura crezca y para ello, tenemos que visitar los pequeños museos, mostrar interés por esas galerías que defienden cada día a los artistas más jóvenes, acudir a conferencias , visitas o talleres que no saldrán nunca en las listas de ”los más” a fin de año pero que tienen detrás equipos de profesionales que pelean diariamente con verdadera pasión para ofrecernos lo mejor de ellos y que están, en definitiva, componiendo piedra a piedra la base cultural de nuestra sociedad.
Supongo que leyendo estas líneas muchos pensaréis que este activismo cultural que defiendo con voz alta suena tan populista como poco efectivo pero yo creo firmemente en que podemos hacer más de lo que creemos y si tan sólo una o uno de vosotros decide acompañarme en esta lucha por destruir lo caduco para construir lo futuro a través de pequeños pasos y sencillos gestos ya me siento satisfecha.
NOS VEMOS A LA VUELTA DE LA ESQUINA. FELIZ 2016. URTE BERRI ON.
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