«Sentimos llegar la hora suprema en que habrá que consumarse definitivamente el acabamiento de la vieja España. Declarémonos separatistas de este Estado que, con relación a individuos y pueblos, conculca sin freno los fueros de la justicia y del interés y, sobre todo, los sagrados fueros de la Libertad; de este Estado que nos descalifica ante nuestra propia conciencia y ante la conciencia de los Pueblos extranjeros. Ya no vale resguardar sus miserables intereses con el escudo de la solidaridad o la unidad, que dicen nacional.»
Manifiesto de Córdoba. 1919
Confieso desde ya que no soy un experto en los temas de Andalucía y que a veces me cuesta entender la psicología social de los andaluces. No soy quien para ponerla en entredicho ya que como toda psicología social es fruto de unas circunstancias y una historia propias y solo a los andaluces corresponde enjuiciarla con suficiente criterio. Así las cosas reconozco que es una temeridad hacer un análisis serio de los resultados electorales del domingo y quizás lo que escriba este mediatizado por mi propia experiencia política que, desde luego, es bien distinta, pero es quizás esa misma distancia la que me permita hacer un diagnóstico, seguramente menos acertado pero posiblemente más neutro.
Contrariamente a lo que se ha escrito estos días en sesudos análisis de los resultados electorales en Andalucía tengo que confesar que a mi no me han sorprendido en absoluto, como probablemente no me hubiera sorprendido ningún otro resultado, dado el menú electoral que se presentaba a oferta donde lo más sensato pudiera haber sido quedarse tranquilamente en casa.
El problema es, pues, no tanto los resultados fruto de ese menú absolutamente indigerible sino que es lo que ha llevado a Andalucía a encontrarse con esa paupérrima oferta política cuando a estas alturas del S.XXI disponen de una institucionalización propia como andaluces y suponen una de las comunidades con un peso demográfico más relevante del estado hasta el punto de ser determinantes en el gobierno de este.