¡Oh museo, mi museo!

 

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El pasado 15 de mayo celebrábamos el Día Internacional de los Museos, una fiesta que se extiende a lo largo de la semana con actividades de todo tipo. Resulta extraño pensar que haya gente que sólo visita el museo cuando el calendario de efemérides marca la palabra en rojo pero no es menos sorprendente pensar en toda esa gente que nunca visitará un museo. Cierto es que, por mucho que nos empeñemos en decir lo contrario, la cultura sigue siendo un alimento extraño para una gran parte de la población. Sin embargo, no es esta una excusa para quedarse a dormir plácidamente al amparo de colecciones, patrimonios varios y estructuras educativas cómodas y sencillas. El museo debería visitarse mucho más pero en estos momentos lo fundamental no es sumar visitantes amparándose en una sonora festividad sino repensar el propio museo para reactivarlo en base a las necesidades de una sociedad que transita cada vez más por códigos muy diversos.

Mis pies llevan más de 20 años caminando por salas de museos. Museos que he visitado, observado, disfrutado, e incluso detestado, y en los que, por supuesto, también he trabajado y trabajo. No obstante, la primera visita guiada que realicé no fue en un museo sino en la calle. Así es señoras y señores, yo empecé haciendo la calle. Y como buena bilbaína tenía que empezar a lo grande: en un barco. Bueno, confieso que más que un barco era una barcaza que cruzaba armoniosa la ría hasta su desembocadura en el mar. El nombre de la barquita en cuestión era El Tximbito, lo que me impulsaba a mantener bien alta la barbilla al hablar para no perder la poca dignidad que sentía me quedaba.

La euforia por el arte abstracto, los perros de flores y los pintxos microscópicos no había llegado aún a la capital vizcaína así que los guías mostrábamos nuestro entusiasmo explicando las luces y sombras del patrimonio industrial de la ciudad: que si aquí se descargaban los plátanos de Canarias que se distribuirían por Europa, que si ahí se almacenaba el bacalao de Noruega o que si allí se reparaban los barcos mas grandes que un ser humano pueda llegar nunca a imaginar. Todo, ya lo ven, muy bilbaíno. Ese turismo que se construía desde el orgullo de enseñar tu ciudad a partir de lo que tus propios abuelos y abuelas te habían contado y todo aquello, menos fiable, que te contaban los libros de Historia.

La suerte hizo que pudiese abandonar pronto la calle (hoy en día sigo valorando enormemente a los guías que trabajan en espacios abiertos porque es francamente duro) y pudiese seguir creciendo en un pequeño museo del casco antiguo de la ciudad: el Museo Etnográfico, Aqueológico e Histórico Vasco. Un maravilloso museo que se ha revitalizado en los últimos años pero que en esa época era, como tantos museos, un espacio pequeño, oscuro y nada amable con el visitante. En ese momento empecé a comprender que las visitas de la mayoría de los museos se plantea como una especie de buffet libre en el que no importa el hambre que tengas, el objetivo es probar de todo. Y en ese sinsentido yo debía transitar, en un recorrido de apenas 90 minutos, desde las distintas fases de la Prehistoria representada en los objetos de la colección hasta la creación de la Cámara de Comercio de Bilbao, pasando por la migración de los pastores vascos a América. ¡Y ni un chupito de whisky me podía tomar!

En este escenario seguí trabajando y formándome hasta que la vida me ofreció la oportunidad de trabajar en un museo que llevo y llevaré siempre en mi corazón: el Museo de Bellas Artes de Bilbao. También este museo ha ampliado y mejorado notablemente sus instalaciones y exposiciones, sin embargo, en esa época ya existía algo que se mantiene y que representaba una verdadera joya: un gran equipo. Descubrí allí a profesionales que disfrutaban de su trabajo y conseguían hacer de lo difícil algo fácil. Los responsables del departamento de educación, con los que sigo teniendo una buena amistad aún desde la lejanía, me enseñaron que en una colección no hay obra pequeña si el educador es capaz de transmitir su belleza y valía. Fue en esa época y en ese museo donde descubrí que deseaba ser educadora, lo que en mi caso abarca muchos campos de trabajo, incluso el de la creación artística.

Pero todos sabemos que en las fiestas es difícil no ceder a la tentación de la rubia con largas piernas que te guiña el ojo desde el otro lado de la mesa. Mi rubia se llamaba Museo Guggenheim Bilbao y sobra deciros que no me pude resistir. Es imposible contaros todas las experiencias que allí viví. El inicio de ese museo fue francamente emocionante porque de la noche a la mañana todos sentimos que éramos el centro del mundo. Pude ver por primera vez ante mis ojos obras de Picasso, Rothko, Pollock, Kandinsky, Bourgeois, y tantos y tantas artistas que admiraba pero que sólo conocía de los libros. En esa etapa crecí enormemente como profesional y podría decir que me hice adulta como educadora.

No obstante, el Guggenheim también representó para mí el descubrimiento de una dura realidad: que la educación siempre será un terreno secundario frente a la obsesiva necesidad de gran parte de la casta política, y por extensión de los directivos de museos, de hacer de la cultura un clon de IKEA. Descubrí, al mismo tiempo, que en el arte no hay término medio, o se está del lado burgués y glamuroso de los grandes espacios museísticos o se malvive en pequeños centros hacia los que casi nadie mira. El arte, no lo olvidemos, es pura magia pero también pura perversidad.

Y cuando creía que mi vida no podía abandonar esa torre de Babel en la que me intentaba desenvolver lo mejor que podía día a día, surgió un regalo: el  Museo Oteiza. Me mudé a tierras navarras con muchas cajas de libros y dos gatas, y pasé del titanio al hormigón, de la ciudad al monte, del tacón al zapato plano, de no tener un lugar donde apoyarme al acabar las visitas a tener un despacho desde el que oigo cantar a los pájaros, y en definitiva, pasé de vivir del arte a vivir EN el arte. Oteiza me recuerda diariamente que debo enfrentarme a mis miedos y luchar para que la educación nunca se asiente en una zona de confort. Y por si fuera poco sigo acompañada de un equipo excepcional.

Estos días, ante la celebración del Día de los Museos, recordaba todos esos años y me preguntaba si las cosas, desde entonces, han cambiado mucho. Dejando de lado las cuestiones económicas, que bien merecen un capítulo aparte, creo que la educación en los museos ha mejorado mucho pues no podemos negar que existen grandes profesionales trabajando para ampliar contenidos, metodologías y miradas. Sin embargo, a mí me sigue faltando algo: CALLE. Yo empecé en la calle y cada vez tengo más claro que el museo debe salir a la calle para sobrevivir. Salir a la calle supone escuchar las voces nuestro entorno «real» y digital y no basar los contenidos de la actividad educativa únicamente en las colecciones sino en  las distintas necesidades sociales. Salir a la calle supone romper las barreras físicas del museo y desarrollar actividades en los diversos lugares de la ciudad y de los pueblos. Salir a la calle supone dejar de museabilizar la educación haciendo de cada actividad una foto de escaparate y centrarnos en experimentar más aunque nos equivoquemos por el camino. Salir a la calle supone liberar a las colecciones de arte de su presidio.

Igual los técnicos de museos deberíamos levantarnos de nuestras sillas y subirnos a las mesas de nuestros despachos al grito de ¡Oh museo, mi museo! La revolución no se hace hablando, se hace actuando.

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¿QUÉ QUEDA POR HACER?

Una se propone todos los años no caer en la absurdez de hacer balance del año agotado ni ceder a la tentación de generar promesas sobre el tiempo a estrenar pero resulta complicado no hacerlo. Estos días, pensando en el cambalache político que vive nuestro país y en las dolencias varias que sufre su cultura me venía a la mente un texto que tiene ya, ni más ni menos, casi 100 años.

"Fuck you 2015" Retrato. Fotografía de Asun Requena.
«Fuck you 2015» Retrato. Fotografía de Asun Requena.

El 5 de enero de 1921, Antonio Gramsci escribía en Ordine Nuovo una declaración de principios que daba forma a los ideales del movimiento futurista pero que resulta, a día de hoy, tan actual como reveladora: “¿Qué queda por hacer? Solo destruir la forma actual de la civilización. En este campo, ‘destruir’ no tiene el mismo sentido que en economía: destruir no significa privar a la humanidad de productos materiales necesarios para su subsistencia y desarrollo; significa destruir jerarquías espirituales, prejuicios, ídolos, tradiciones insensibilizadas, significa no tener miedo de las novedades y de las audacias, no tener miedo de los monstruos, no creer que el mundo va a derrumbarse si un obrero comete faltas de gramática, si un poema es defectuoso, si un cuadro se parece a un cartel, si la juventud hace un palmo de narices a la senilidad académica y pesada. Los futuristas han representado este papel en el ámbito de la cultura burguesa: han destruido, destruido y destruido sin preocuparse por saber si sus nuevas creaciones, producidas por su actividad, constituían en conjunto una obra superior a la destruida: han tenido confianza en sí mismos, en el ardor de sus energías…”

En este afán aniquilador los futuristas abogaban también por la destrucción de las estructuras culturales más tradicionales como el museo. Es evidente que el museo como repositorio de arte no se ha destruido, como tampoco se ha acabado con las galerías o con los centros culturales. Es también esperanzador ver cómo todos esos escenarios empiezan a abrir sus puertas a proyectos de carácter más transversal, a propuestas de corte intergeneracional y a creaciones más abiertas en ideologías, formatos y lenguajes. Sin embargo, existe algo que no solo no se ha destruido sino que alimenta las bases de todo el engranaje cultural de nuestro país: el miedo a esas novedades y audacias de las que hablaba Gramsci.

La obra de arte, tal como defendía vehementemente Jorge Oteiza, es resultado de un proceso de “desalienación”. Los resultados electorales de este último mes nos han demostrado que romper el orden de la línea recta, de lo establecido, de lo jerárquico y de lo “tradicional” es una labor de titanes pero no una labor imposible. La cultura, y por extensión el arte, camina desde códigos muy cercanos a lo político porque el arte es una forma de hacer política. Por ello, en lo cultural y, cómo no, en sus instituciones  se aprecian formas de hacer que poco tienen que ver con la superación del miedo y mucho con el confort personal de directores, comisarios, galeristas o artistas.

Esa ‘zona de confort’ empuja de forma inconsciente, cuando no lo hace desde la inmoral consciencia, a programar contenidos más cercanos a lo popular que a lo crítico, a construir actividades de fácil encaje social, a proyectar la carrera de artistas amables y adecuados para el escaparate de lo museable y, en definitiva, a seguir la línea recta compuesta por piezas que poco o nada tienen que ver con la construcción de la identidad crítica de un país y mucho con la sobrealimentación del enchufismo, el amiguismo y la idolatría por los ‘grandes’ del arte.

A punto de finalizar el año puede que la pregunta pertinente no sea ¿Qué queda por hacer? sino ¿Qué podemos hacer? Y podemos, desde los distintos escenarios que cada una y cada uno tenga la suerte de pisar, intentar vencer ese miedo. Los profesionales debemos empezar por cuestionar nuestro trabajo y nuestra “forma de hacer” para conseguir recuperar esa audacia que la maldita crisis y, a través de ella, ese terror a no formar parte de esto que llamamos mundo del arte nos han hecho perder. Es fundamental salir de la zona de confort y arriesgarse a trabajar en proyectos que rompan la línea recta. Puede que los resultados de esos proyectos, más humildes, más periféricos y más difíciles de defender, no nos aporten éxitos rápidos y ruidosos pero serán la base de un futuro cultural más sólido.

Sobra decir que como espectadores también tenemos una responsabilidad y es la de comprender que el consumo de cultura no puede ser siempre un camino sencillo y amable, ni un mero divertimento para cubrir nuestras horas de ocio. Consumir cultura es ayudar a que la cultura crezca y para ello, tenemos que visitar los pequeños museos, mostrar interés por esas galerías que defienden cada día a los artistas más jóvenes, acudir a conferencias , visitas o talleres que no saldrán nunca en las listas de ”los más” a fin de año pero que tienen detrás equipos de profesionales que pelean diariamente con verdadera pasión para ofrecernos lo mejor de ellos y que están, en definitiva, componiendo piedra a piedra la base cultural de nuestra sociedad.

Supongo que leyendo estas líneas muchos pensaréis que este activismo cultural que defiendo con voz alta suena tan populista como poco efectivo pero yo creo firmemente en que podemos hacer más de lo que creemos y si tan sólo una o uno de vosotros decide acompañarme en esta lucha por destruir lo caduco para construir lo futuro a través de pequeños pasos y sencillos gestos ya me siento satisfecha.

NOS VEMOS A LA VUELTA DE LA ESQUINA. FELIZ 2016. URTE BERRI ON.

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EL ARTE EN CONEXIÓN

El pasado martes un amigo me hacía llegar, a través de su cuenta de Instagram, una imagen que más tarde vi reproducida en otros espacios de la red. La imagen presentaba la entrada principal de un museo en el que se había escrito una breve pero autentica declaración de principios:

El museo es una escuela:

El artista aprende a comunicarse;

El público aprende a hacer conexiones.museo_jumex_1

La fachada en cuestión corresponde a la entrada del Museo Jumex en ciudad de México, y la instalación, que no otra cosa era dicha declaración de principios, al artista y crítico de arte uruguayo Luis Camnitzer, uno de los 40 creadores de 14 países que están presentes en la exposición Bajo un mismo sol. Arte de Ámerica Latina hoy.

Curiosamente mi cabeza no se puso a analizar y reflexionar sobre esas palabras sino que activó el recuerdo hacia otra imagen que había llamado mi atención el día anterior. No os hablo en este caso de una obra de arte sino de un artículo de prensa que me “entristeció” profundamente. E insisto en el término “entristecer” porque creo que esto del arte funciona con los mismos códigos que el amor. Y todos sabemos que cuando un gran amor te enfada existen aún ganas de luchar por él, pero cuando te entristece estás empezando a retirarte suavemente de su lado.

El artículo del que os hablo apareció en El País bajo un prometedor titular:  «Rodin recupera su esplendor».  En él el periodista narra con entusiasmo la reapertura de todo un icono del panorama museístico parisino y para dar mayor detalle, e imagino que autenticidad al artículo, entrevistaba a su directora, Catherine Chevillot. La Señora Chevillot nos cuenta eso de que va a haber más obras, nuevos recorridos, objetos de la colección personal del artista, y en fin, que la cosa promete porque se han esmerado mucho en que el museo parezca otro. Es entonces cuando la flamante directora se arranca con un ole de esos que no te salen ni ante Tomatito: «Odio los museos donde se obliga al visitante a leer larguísimos textos. Desvían su atención y su mirada, que siempre tendría que estar dirigida a las obras» ¡Toma ya!

Y es en ese momento, como os contaba antes, cuando descubro que lo que en otra ocasión me hubiese cabreado a altos niveles tan solo me produjo tristeza. Porque una lleva ya muchos maratones corridos en esto del arte y desgraciadamente hay por el mundo más señoras Chevillot de lo que pensamos. Y lo peor es que no solo se visten de directoras de museo sino también de comisarios, de críticos o de artistas que siguen anclados en esa máxima de que el arte se explica solo y el que no lo entienda que se vaya a Eurodisney. Pero la vida es eso tan curioso que juega a darte una hostia para, a continuación, regalarte un beso. Mi beso de esta semana se ha llamado Luis Camnitzer. Y no voy a negaros que me gusta especialmente que me lo haya dado un artista porque es desde ese terreno desde el que tenemos que empezar a cambiar el concepto de museo.

EL MUSEO ES ESCUELA. Es importante analizar con exactitud las palabras de Camnitzer porque no dice “en una escuela” sino “es escuela”. Ser escuela significa ser espacio abierto a la enseñanza en toda su magnitud, sin cortapisas temáticas, formales o sociales, y, sobre todo, sin currículos pre-establecidos. Ser escuela significa ser un ente (museo) vivo ya que la materia prima de tu trabajo son las personas y estas cambian a cada minuto.

EL ARTISTA APRENDE A COMUNICARSE. Es importante analizar con exactitud las palabras de Camnitzer porque no dice “desea comunicarse” sino “aprende a comunicarse”. En emsta frase el artista se presenta como un ser sensible no solo por su capacidad creativa sino por tener la osadía y la inteligente voluntad de crecer desde las miradas de los espectadores. Los artistas incomunicados no tienen sentido en una sociedad que hace ya mucho tiempo que ha abierto sus puertas a la comunicación global.

EL PÚBLICO APRENDE A HACER CONEXIONES. Es importante analizar con exactitud las palabras de Camnitzer porque no dice “se ve obligado a hacer conexiones” sino “aprende a hacer conexiones”. Los procesos de aprendizaje, se produzcan estos dentro o fuera de la educación formal, son territorios de exploración abiertos en los que se mezclan experiencias propias, realidades ajenas y cierto toque de sorpresa y experimentación. Si una de estas tres premisas falla, fallará también el aprendizaje.

“Señoras Chevillot” que camináis altivas por el mundo del arte os recuerdo que:

Los museos deben establecer el mayor número de códigos de aprendizaje para que el público pueda tener experiencias constructivas y diversas. Los códigos pueden tomar la forma de catálogos, textos de pared, aplicaciones móviles, etc. No es una cuestión de obligar a nadie a leer la información sino de dotar a dichos elementos de los contenidos adecuados.

Los directores, técnicos de museos y comisarios no pueden utilizar el espacio del museo para saciar sus gustos porque el museo no es suyo sino de todos. Toda exposición tiene algo de personal que establece vínculos con aquellos que la han construido pero también debemos pensar en las personas que la van a visitar.

Los artistas que centran su mirada exclusivamente en la muestra de la obra, olvidando que su arte no empieza y acaba el día de la inauguración sino que adquiere verdadero sentido principalmente después, no deberían considerarse artistas sino peones de una película llamada mercado del arte. Nadie duda de que es ese mercado  el que comprará su trabajo pero no es menos cierto que ese trabajo se transformará en un cadáver si no recibe la mirada del espectador.

 

Pd: Si viajáis próximamente a París no dejéis de visitar el recientemente inaugurado Museo Rodin.

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Nota: No se ha podido adjuntar el artículo de El País porque el enlace está roto pero lo podéis encontrar on line sin problemas bajo el título que se indica en el post.

EL ESPACIO DEL ARTE

Siendo adolescente, un día fui a firmar con mi nombre en la parte trasera del cielo, en un fantástico viaje realista-imaginario, un día que estaba tumbado en la playa de Niza… ¡desde entonces odio a los pájaros, que siempre tratan de hacer agujeros en mi obra más grade y más bella! ¡Los pájaros deberían desaparecer!

Yves Klein

Yves Klein enmarcando un trozo de cielo con sus manos
Yves Klein enmarcando un trozo de cielo con sus manos

La primera vez que leí estas palabra del siempre complejo Yves Klein no pude evitar sonreír y acordarme de mi infancia. Ya os he contado en alguna ocasión que cuando era pequeña pasaba muchas horas pintando en el aire. No es una metáfora, era uno de mis pasatiempos favoritos. Cuando estaba en la playa, viajando en tren o mirando desde la ventanilla del coche de mi padre solía levantar la mirada en busca de un trocito de cielo. No necesitaba pinturas ni papel para entretenerme, tan sólo un espacio vacío y el ritmo de mi dedo sobre él. A veces escribía palabras, otras dibujaba animales y, en ocasiones, jugaba a cambiar el cielo de color. “Soy el pintor del espacio – decía Klein. No soy un pintor abstracto, por el contrario soy figurativo y realista. Seamos honestos, para pintar el espacio tengo que situarme sobre el terreno, en ese mismo espacio”. Yo también creo que aprendí a dibujar en el espacio azul del cielo porque su infinito me regalaba una libertad que nunca encontré en el papel.

Estos días de verano en los que el calor es tan intenso y a veces tiene una la sensación de que el cielo azul es más una amenaza que un regalo he pensado mucho en el espacio vacío y en nuestra convivencia con él. La relación que establecemos con el cielo abierto en plena naturaleza y la que tenemos con él en la ciudad resulta notablemente diferente. En el campo o en la costa el cielo se expande dulcemente sobre nosotros como si de una gasa suave y ligera se tratase. En la ciudad, por el contrario, adquiere cierta tensión como si los edificios, coches, árboles o personas que la definen luchasen por invadir su territorio. Como habitantes de la misma, la identidad del espacio nunca nos satisface del todo. Cuando estamos al aire libre buscamos el cobijo de la arquitectura. Y cuando llevamos mucho tiempo encerrados necesitamos liberar nuestros cuerpos de los muros de piedra. Entramos y salimos. Salimos y entramos. Miramos hacia el cielo y buscamos nuestros pies. Observamos nuestros pies y necesitamos escapar al cielo. Y en todo ese proceso nunca pensamos en el vacío. Nunca lo asumimos como nuestro. Nunca lo advertimos como espacio. Nunca recordamos que está ahí.

The artof nothing,
The Art of Nothing, 2008. Ivo Mesquita

En octubre de 2008 el curador Ivo Mesquita sorprendía al mundo del arte presentando para la Bienal de Sao Paulo una arriesgada propuesta que fue rápidamente definida como “la bienal del vacío”. La provocación consistía en mostrar la segunda planta del ya mítico edificio de Oscar Niemeyer sin obra alguna. No se exponía ‘nada’ y por lo tanto nada se podía ver. “¡Los pájaros deberían desaparecer!”- gritaba Klein. El proyecto de Mesquita traduce el anhelo del francés en una nueva forma de vivir el escenario expositivo. Al eliminar las obras (los pájaros) del espacio arquitectónico (el cielo) el espectador adquiere un protagonismo hasta ahora inimaginable ya que puede jugar a construir su propia exposición eligiendo cada obra y dibujando cada hueco y cada rayo de luz. Las posibilidades son infinitas y gracias a ello la exposición que habitualmente recorre discursos condicionados se trasforma en un horizonte sin límites. No pretendo que los museos vacíen sus salas para que podamos dar rienda suelta a nuestra creatividad. Tan sólo reflexiono sobre la posibilidad de imaginar esos espacios que todas y todos vamos a visitar a lo largo del verano desde ese viaje realista-imaginario que realizó Yves Klein.

Cada día que pasa tengo más claro que es más importante la forma de mirar que lo que se mira. Pero para aprender a mirar hay que saber dónde, cómo y cuándo pararse. El pasado mes de junio, dentro de las actividades desarrolladas en torno a El Barrio de los Artistas, la educadora y artista Ana Rosa Sánchez realizaba una evocadora y sutil performance en el centro cultural Civivox Condestable situado en el casco viejo de Pamplona. “¿Cuál es el espacio del arte?”- se preguntaba. “¿Qué espacio ocupamos nosotros dentro del arte?”- nos preguntaba. Para reflexionar sobre estas cuestiones Ana realizó una acción performativa que consistía en ir sacando a la calle, una a una, una serie de sillas que días antes había depositado en el interior del edificio. De manera aleatoria e intuitiva iba colocando las distintas sillas en mitad de la calle hasta que estas llegaron a ocupar la entrada principal del edificio.

El espacio del arte, 2015. Performance por Ana Rosa
El espacio del arte, 2015. Performance por Ana Rosa Sánchez

En un primer momento, las sillas reposaban vacías en una escena algo inusual pues no parecían ser de gran utilidad en ese escenario. Sin embargo, poco a poco las personas que nos habíamos acercado hasta allí empezamos a sentarnos en ellas hasta componer una especie de familia de desconocidos cuya función no era otra que observar el edifico desde fuera. Durante un momento pensé en las exposiciones que había visto en el interior de ese centro pero apenas unos minutos después la distancia me permitió imaginar lo que me gustaría ver. Imaginé en él obras que había descubierto en otros lugares, espectáculos de danza que me habían emocionado, conciertos que viven desde hace tiempo en mi piel o personas a las que admiró. El espacio del arte, ese espacio del arte gestionado por otros, se había hecho mío. Era yo la que decidía cómo y con qué llenar ese vacío que en arquitectura no es nunca una nada sino una ausencia de algo. La sensación de eliminar los pájaros del cielo y llenarlo de mis deseos fue muy hermosa.

Sala central del Museo Oteiza vacía
Sala central del Museo Oteiza vacía

Muchos de vosotros empezaréis esta semana vuestras vacaciones, otros acabáis de volver y, algunos ni siquiera podréis disfrutar de ellas. Sin embargo, sea cual sea vuestra situación todos tenéis la posibilidad de acercaros en algún momento a algún museo o centro de arte para escapar del calor y disfrutar de nuevas experiencias. Os invito entonces a realizar un breve pero bonito ejercicio: imaginar ese espacio como un gran cielo azul en el que poder dibujar y colocar todo lo que vosotros queráis. Vuestras obras, vuestra exposición, vuestro museo. Detened la mirada en el edificio antes de entrar en él. Sentados en una silla, en un muro o en el suelo, poco importa. Jugad a llenar el espacio, a construirlo, a hacerlo vuestro y estoy segura de que la experiencia no os va a decepcionar.

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¿ALGO QUE CELEBRAR?

En este mundo en el que nos gusta clasificar todo hasta límites surrealistas el concepto de “el día de” se ha transformado en un clásico que ningún sector quiere perderse. En 1977 el Consejo Internacional de Museos (ICOM) acordó fijar el 18 de mayo como el Día internacional del Museo y a partir de entonces también la museografía tiene su pequeño momento de gloria. Cada año se asigna un tema que sirve como elemento vertebrador de las diversas actividades programadas a lo largo de dicha festividad. Este año el lema propuesto reza: “Museos para una sociedad sostenible”. Según el ICOM, se reconoce así el papel de los museos para concienciar al público sobre la necesidad de una sociedad menos derrochadora, más solidaria y que aproveche los recursos de manera más respetuosa con los sistemas biológicos.

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Concienciar a la gente sobre el exceso de gasto y la correcta utilización de los recursos naturales que nos rodean suena francamente bien pero también algo alejado de los problemas actuales que la mayoría de las personas, vayan o no a un museo, tiene en estos momentos. Siente una que los responsables del ICOM viven en una urbanización de un barrio bien a las afueras de Marte y que han decido bajar a la Tierra para visitar algún museo y, de paso, hablar de sostenibilidad que suena entre hipster y cool.

Por otra parte, es irremediable que los que trabajamos en un museo oigamos ‘sostenibilidad’ y pensemos rápidamente en un concepto algo diferente. La RAE define el término como “un proceso que puede mantenerse por sí mismo, como lo hace, p. ej., un desarrollo económico sin ayuda exterior ni merma de los recursos existentes”. Y leído esto se te acaban automáticamente las ganas de fiesta. Los museos en la actualidad, sean estos de titularidad pública o privada, en muy contadas ocasiones pueden subsistir sin una importante ayuda exterior, y los recursos existentes, vengan estos de la financiación pública o de los ingresos generados de forma directa por la actividad, no es que hayan mermado sino que resultan casi anecdóticos. La mayoría de los museos (sobre todo esos que nunca aparecen en las listas de museos incluidas las listas de museos que celebran “su día”) no sólo no consiguen ser sostenibles sino que navegan sin rumbo hacia una deriva tan aterradora que no da el cuerpo como para organizar fastos y celebraciones.

Pero no quiero que penséis que me he puesto el traje de pitufa gruñona y voy a pasar la semana renegando del día del los museos. Me parece bien que estos utilicen todos los recursos que están a su alcance para visibilizar su labor. Me encanta que la gente decida dedicar parte de su fin de semana a disfrutar de sus colecciones y actividades. Me enorgullece ver cómo, cual orquesta del Titanic, seguimos teniendo capacidad de generar ilusión y magia desde la historia, la ciencia o el arte aunque el barco se esté hundiendo. Levantarse del sofá y arreglarse para salir de fiesta es un ejercicio más que saludable.

Sin embargo, me gustaría que la fiesta de los museos se transformase también en una oportunidad para acercar los problemas de dichas instituciones a la gente que no siente como suyos esos espacios, que sigue sin valorarlos y que no comprende que tras la belleza y riqueza de los objetos expuestos hay mucha precariedad laboral, extensos expedientes de regulación de empleo, demasiada subcontratación, profesionales infravalorados, artistas ninguneados y, sobre todo, un tejido cultural que construido con mucho esfuerzo durante años se nos está escapando entre nuestros dedos como un puñado de arena de playa.

Y no sirve de nada caer en ese victimismo fácil en el que toda la culpa la tienen siempre los políticos de turno, los directores con ínfulas de estrellas de cine o los artistas que realizan un arte incomprensible. Si la sociedad actual se ha divorciado de los museos, si sólo los visita como actividad puntual y turística y, sobre todo, si no los sienten como suyos, es también culpa de los que estamos dentro de dichas instituciones.

Practicamos mucho la queja pero esta siempre se comparte con la boca pequeña, en pequeños corrillos y dentro de nuestro propio entorno. En muy contadas ocasiones encontramos a profesionales que se esfuercen por explicar a la gente que los museos se hunden en nuestro país y eso nos afecta a todos. Porque los museos dan cobijo a historiadores, conservadores o artistas pero también alimentan a familias de carpinteros, transportistas, maquetadores, limpiadores, informáticos, electricistas, y un sinfín de profesionales que trabajan en ese complejo escenario de lo cultural. Porque los museos entretienen a turistas locales y extranjeros con visitas, conferencias y conciertos pero también llegan a las escuelas ayudando a los profesores a enriquecer sus materias, a los centros de educación especial con programas adaptados a sus necesidades, o a hospitales y centros de día mejorando la calidad de vida de sus pacientes a través de la educación artística.

Si la mayoría de la sociedad no comprende que los museos pueden mejorar y ‘enriquecer’ el entorno social en el viven habrá que explicarlo de forma más clara y directa para que con su ayuda y apoyo nos sintamos más fuertes ante la aniquilación cultural que está sufriendo este país por culpa de un caciquismo político ignorante y vergonzante. ¿Algo que celebrar mañana? Claro que sí. Vayamos al museo y disfrutemos de él pero además de ponernos guapos y ‘bailar’ aprovechemos la ocasión para hablar y explicar que los museos no sólo pueden ser sostenibles sino que son capaces de crear una línea invisible pero importantísima que sostiene valores fundamentales para nuestra sociedad: la capacidad de crítica, la creatividad, la empatía, la generosidad o la pluralidad. ¡Feliz día(s) de los museos! Ni más ni menos que 365 días al año de fiesta.

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INMORAL QUE NO ILEGAL

El pasado 17 de abril algunos se levantaban, y otros se acostaban, con la sorprendente noticia de la detención de Rodrigo Rato. Un ilustre señor que ha paseado sus caras corbatas por los despachos del Gobierno en funciones, Bankia o el FMI. Y no crean que era de los que se quedaban en la planta baja. Era de los que tenían el despacho en la planta “noble”. Sí, de esos que si el día le venía apurado podía olvidarse de coger el metro y llegar a trabajar en helicóptero. Que para eso se construyen los helipuertos en las azoteas de los tejados importantes, ¿no? Los tejados humildes ya se sabe que sustituyen el ‘aeródromo’ por una práctica zona común que permita colgar las sábanas y lencería familiar. Cuestión de prioridades.

Imagino que hay almas cándidas a las que la detención les ha sorprendido y otras, entre las que me incluyo, a las que tan sólo nos ha parecido un ejercicio de justicia acompañado, eso sí, de una puesta en escena un poco a lo Monty Python y con cierto tufillo electoralista. Sin embargo, lo más sorprendente, por difícilmente defendible, es esa teoría por la que los integrantes de su partido (y me da igual que el señor Rato tenga o no carnet, lo lleve o no al lado de la tarjeta del Corte Inglés o lo use como mondadientes. Ha formado y forma parte de ese partido guste o no) justifican sus acciones como hechos que han ocurrido en su esfera privada que no política. Vamos que el señor Rato era un ejemplar ministro por el día y un chorizo digno de Mortadelo y Filemón cuando el sol empezaba a esconderse por las calles de Madrid. O lo que es peor, que el señor Rato ha podido comportarse de forma inmoral pero no tiene por qué haber sido ilegal.

Los cambistas, c.1.548. Marinusvan Reymerswaele. Museo BBAA Bilbao.
Los cambistas,  c.1.548. Marinusvan Reymerswaele. Museo BBAA Bilbao.

Y estos días pensaba que en este mundillo del arte las cosas se definen también desde una moneda de dos caras. A casi nadie le importa ser inmoral, lo importante es no cruzar la delgada línea de lo ilegal. Los ejemplos son tantos como días tiene el año. Pongamos que hablo de _____ (cada uno puede insertar en este espacio la ciudad en la que reside actualmente. La cosa no cambia mucho).

Un maraviloso edificio en el centro de la ciudad que podría ser reformado para usos sociales potenciando así la actividad del barrio necesitado de una inyección de positivismo pero que por la magia de la burocracia acaba transformándose en un museo privado. No es ilegal pero resulta inmoral.

Una convocatoria para seleccionar los puestos directivos y técnicos del mismo tras la cual la mayoría de los seleccionados conocen a alguno de los promotores del proyecto. No es ilegal pero suena inmoral.

Contratación de los puestos auxilares para cuidar las salas o informar al visitante para lo que se seleccionará a gente enormemente preparada a la que se le pagarán irrisorias cantidades por hora además de hacerles firmar un contrato por el que se podrá prescindir de ellos cuando la dirección lo desee ya que están realmente subcontratados. No es ilegal pero clama al cielo que es inmoral.

Sacar pecho en el acto inaugural explicando que el ámbito educativo y social del museo es una prioridad para el nuevo centro que desea  formar parte directa de su comunidad para construir después un departamento educativo en el que la acción pedagógica quedará en manos de voluntarios que no sólo no están preparados para tal actividad sino que evidentemente no verán nunca un euro. Si infravalorar la posibilidad de educar a sus futuros visitantes no es inmoral ya no sé que puede serlo. Eso sí, tratar a los visitantes de estúpidos integrales no tiene nada de ilegal.

Diseñar un programa expositivo anual en el que hay más artistas y comisarios amigos del director o directora que en la cena de Nochevieja de mi casa. Ilegal no es porque ayudar a tus amigos no tiene por qué serlo pero para todos aquellos que no consiguen comisariar ni exponer ni por casualidad aún siendo buenos profesionales suena lago inmoral.

Cenas que cuestan más que el sueldo anual de un vigilante de sala, ediciones de lujo en papel que sólo sirven para hacer regalos navideños a algún que otro, becarios cubriendo puestos de trabajo reales, horas extras que parecen hacerse por amor al arte, webs y cuentas sociales maquilladas y cargadas de mentiras, y tantas y tantas inmoralidades que no son ilegales…

No pondría la mano en el fuego por otros países pero no me cabe ninguna duda de que éste es un país de inmorales que caminan por la vida con el orgullo de haberse saltada la ilegalidad. El problema es que la inmoralidad engendra ilegalidad y en cualquier momento la moneda puede darse la vuelta. El único consejo que puedo darles a todos ellos es que tengan al día la revisión del helicóptero porque nunca se sabe cuando hay que salir corriendo.

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ENTRE SELFIES ANDA EL JUEGO

Aquí estoy tranquilamente con mi pipa, mirando la lluvia caer y practicando mi ejercicio favorito: imaginar. Y pienso: “¿Os imagináis lo que sería escuchar alguna de las Gymnopédies de Erik Satie o cualquier joya de Tom Petty con unos grandes tapones de cera en los oídos? ¿Y qué me decís de la posibilidad de saborear una buena copa de vino tinto a la que previamente se le han añadido unas cebollitas en vinagre? ¿Os imagináis entrando suavemente en el mar para disfrutar de un relajante baño y que alguien os coloque un kilo de piedras a la espalda? ¿Os imagináis…?”

selfie-catedral-burgosTranquilos. No me he vuelto loca (yo ya vengo loca de serie). Aunque no lo parezca todos estos supuestos tienen algo en común: una buena materia prima (música, vino, mar)  que puede regalarnos una gran experiencia, y un gesto surrealista (tapones, cebollitas y piedras) que la pueden arruinar. Pues esta es la sensación que tengo cuando veo a un iluminado o iluminada hacerse un selfie delante de una obra de arte. La obra de arte está, pero ellos ni la ven ni la verán. Sin embargo, la imagen empieza a ser ya tan habitual que da pavor y las variaciones son ilimitadas. Tenemos al aprendiz de yogui (y no me seáis brutos que me refiero al experto en yoga no al oso) que estira su cuello y el resto de su cuerpo en una indescriptible postura que permita a ese endemoniado artilugio llamado “palo de selfie”  recoger, en un reducido espacio, la fachada de la Catedral de Burgos, la tía Enriqueta, el perro y el susodicho.

Habitual también ese momento de confraternización que muchos grupos de amigos sufren al acercarse a las Meninas de Velázquez. Que total, si el cuadro en cuestión  hace ya más de tres siglos que fue pintado pues tampoco hay que darse prisa por observarlo. Es mucho mejor darle la espalda y aprovechar la ocasión para inmortalizar el momento con tus amigas. Así, a lo spice girls culturales.B9316665529Z_1_20150325181303_000_GIAAAH4SK_1-0

Clásico también ese en el que un tipo sólo ante la inmensidad de un Rothko se sienta en el banco de la sala y cuando crees que por fin hay alguien que se va a tomar su tiempo para disfrutar del arte saca su móvil y cual místico seguidor de las doctrinas de Fray Luis de León empieza a poner posturitas hasta conseguir inmortalizar el ángulo adecuado de su rostro (eso sí, sin olvidar el Rothko como persiana de fondo)

Muchos de vosotros estaréis pensando que exagero ya que una se puede sacar una foto y seguir  disfrutando después del arte. ¡Angelitos! Sé que algunos de vosotros lo hacéis pero en gran parte de los casos el selfie en cuestión es tan sólo el primer paso del sinsentido.

Tras la foto (que casi nunca sale a la primera lo que supone ya un tiempo considerable de pérdida) viene la parte más importante: contarlo. Empiezo por Facebook que es lo que más miran mis colegas del barrio y los amigos del pueblo. Sigo con Twitter que acompañará mi foto con un sensible comentario del tipo: “la belleza de Rubens me deja sin palabras”. La foto no me ha quedado demasiado artística y además se me nota la calva pero es que si no la subo a Instagram no soy nadie. Y cuando ya casi has acabado recuerdas que una parte de tu familia (a la que dicho sea de paso el arte le importa lo mismo que a Sergio Ramos la privatización de la escuela pública) no tiene ningún perfil social por lo que hay que enviar la rúbrica por Whatsapp.

museum-selfie-300x300Y pensaréis ahora que si uno es habilidoso esto lo puedes hacer en cinco o diez minutos. ¡Ilusos! Tras compartir la gran foto en cuestión llega la tercera parte del sinsentido: las opiniones y comentarios de la gente que hacen que tu móvil vibre como si tuviese cerca a la mismísima ‘Maja desnuda’. Y claro, ya se sabe que nuestros seguidores son lo primero por lo que si opinan hay que contestar. En ese momento, uno ya está perdido. Tan intensas pueden ser las conversaciones que ya nos da igual si estamos en el Louvre, en la Tate o en la cafetería del barrio. Hablar, hablar, hablar… lo de mirar la obra si eso otro día. Llegará un momento en el que cuando en la entrada se pregunte: <<Disculpe, ¿cuánto tiempo se tarda aproximadamente en ver la colección permanente? >> El auxiliar de sala responderá amablemente: <<Pues unos cinco minutos en ver las obras y unos noventa en gestionar su imagen>>.

La verdad es que las modas van y vienen pero tengo la sensación de que esta es de largo recorrido. Algo triste porque la solución tampoco es tan complicada. ¿Os explico cómo lo hago yo?

Una vez recogida mi entrada y el plano de sala correspondiente paso a dejar el abrigo en guardarropía (la comodidad es esencial). Después silencio mi móvil y lo guardo en el bolso. Comienzo la visita y disfruto de cada obra con tiempo y tranquilidad. Al finalizar la visita, si hay alguna obra que me ha gustado especialmente, me acerco de nuevo y la fotografío (a ella no a mí).

Por último, salgo de la sala y recupero mi abrigo. Una vez fuera del museo, busco un bar de esos donde dan buen vino (sin cebollitas), donde se puede escuchar buena música (con suerte Tom Petty) y en el que reine la misma calma y silencio que cuando me baño en el mar. Y entonces, sólo entonces, envío la foto a mis cuentas sociales. Las respuestas y conversaciones marcarán el número de vinos. Esa parte de la historia me la reservo.

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DESDE UCRANIA CON AMOR #SaveGenderMuseum

Todo cuanto han escrito los hombres sobre las mujeres debe ser sospechoso, pues son a un tiempo juez y parte.

Poulain de la Barre

Todos recordamos ese incomodo momento del año 2001 en que el embajador de Rusia pregunta a la aspirante a Miss España por Melilla qué sabe de su país. La chica con gesto nervioso explica que lo único que sabe es que es un país con gente maravillosa a lo que el “honorable” embajador responde con una prepotente cara de desaprobación, porque de todos es sabido que lo que se valora de las misses son sus conocimientos artísticos, filosóficos, matemáticos e históricos y él debió sentirse defraudado.

Si sustituimos Rusia por Ucrania y a la aspirante a miss por la mayoría de la gente de nuestro entorno la respuesta sería igual de simple pero encaminada a dos temas aparentemente distintos aunque más cercanos de lo que pensamos: la guerra y la belleza de la mujer ucraniana. Esta belleza, por todos conocida, no se vive de forma natural o normalizada sino que camina sobre un terreno farragoso y con un maloliente aroma a machismo. En un país carcomido por la guerra y con casi un 50% más de mujeres que de hombres, las relaciones de pareja se tornan complicadas creándose una especie de batalla sin límite en la que el objetivo de ellas es estar guapas para a ellos, y el objetivo de ellos “dejarse querer”.

La ucraniana camina por la vida enfundada en altos tacones (incluso las zapatillas de deporte los tienen), maquillada hasta límites difíciles de describir y con una manicura siempre perfecta mientras que el hombre toma a menudo el chándal como su traje de diario. La mayoría se ha casado antes de los 24 años, tiene hijos y nunca ha salido de su país. No conocen otra cosa y no se hacen preguntas. Bueno, afortunadamente algunas de ellas sí y gracias al valor de estas mujeres el machismo adormecido empieza a cuestionarse y el único camino para avanzar hacia una sociedad más justa pasa por educar en valores igualitarios.

María (Pimienta) Sánchez en el Museo de Género de Járkov
María (Pimienta) Sánchez en el Museo de Género de Járkov

En este difícil escenario surge con determinación el Museo de Género de Járkov, un proyecto que he descubierto esta semana gracias a la artista María Sánchez García, a la que muchos conoceréis como Pimienta Sánchez y que me ha narrado con enorme emoción todo lo que hoy os cuento. María  ha trabajado y trabaja dentro del marco de su Servicio de Voluntariado Europeo en Ucrania, en colaboración directa con el equipo del Museo compuesto por Тatiana Isaeva(Directora) y Mariya Chorna (diseñadora), junto a muchas otras personas que voluntariamente están prestando su ayuda. No obstante, no penséis que  el trabajo actual de estas maravillosas mujeres se centra en dar a conocer el museo, su colección y su programa de actividades sino en algo más básico y urgente: se trata de SALVAR el museo a través de la campaña #SaveGenderMuseum.

El Museo de Genero de Járkov es el ÚNICO museo de Género de la ciudad. El ÚNICO en un país exsoviético, y el ÚNICO museo de género en el Este de Europa. Las mujeres y hombres ucranianos (lo sepan o no) lo necesitan porque sólo desde la descodificación de los gestos y costumbres machistas y a través de la activación de actitudes tolerantes, abiertas e igualitarias Ucrania caminará en la buena dirección. La palabra “género” no existe en ucraniano pero que una palabra no se encuentre en un idioma no quiere decir que no sea necesaria para su pueblo.

¿Y qué necesita el museo? Necesita de todo o lo que es lo mismo de todos. El museo se aloja en un antiguo piso soviético que está divido en tres zonas donde varios inquilinos comparten cocina y baño. Al no tener baño propio no se pueden recibir escolares por lo que la propia directora debe acudir personalmente a los centros para hablar del mismo.No obstante, sus salidas son cada vez más escasas ya que los gastos son sufragados por su propia economía familiar de por sí ya muy maltrecha por la guerra.

No hay electricidad y la colección, compuesta por más de 3000 piezas, se deteriora a un ritmo vertiginoso almacenada en cajas, baúles o armarios. María @PimientaSnchz me cuenta que con tan sólo 100€ al mes se podría pagar el alquiler y la luz lo que les permitiría empezar a trabajar sobre la organización de la colección con algo más de tranquilidad y dignidad. Los niños y niñas ucranianas podrían así empezar a entender a través de los objetos del museo y sus educadoras que las mujeres no tienen como único fin criar niños, cocinar o cuidar de la casa ( tal como les explican muchos de los libros que les “invitan” a leer de pequeñas) sino que el yo de una mujer puede tener forma de empresaria, abogada, poeta, taxista, o incluso soldado,  pero sobre todo que ese yo puede o no ir al lado de un compañero o de unos niños. La vida seguirá siendo con toda probabilidad muy dura en el futuro ucraniano pero al menos si hay que vivirla que se viva desde la libertad, la pluralidad y la igualdad.

<<El hombre no es libre en muchos aspectos- decía Joseph Beuys. Él depende de las circunstancias sociales, pero es libre en su pensamiento>>. Pensar que en nuestras manos, desde la distancia física y cultural, podemos cambiar la realidad de Ucrania es toda una utopía. Pero intentar ayudar a un pequeño museo cuyo único objetivo es avanzar hacia un pensamiento libre desde las pequeñas implicaciones tanto económicas como de difusión y concienciación que nos propone Pimienta Sánchez a través de #SaveGenderMuseum SÍ está en nuestras manos.

Cuentos infantiles ucranianos para niñas.
Materiales para el estudio de género con niñas y niños.

Cerrad los ojos e imaginad una niña que no tiene posibilidades de pensar con libertad y que en poco tiempo será una belleza más entre tantas sin identidad propia.

 

 

Abrid los ojos y pensad en #SaveGenderMuseum como una herramienta que puede ayudar a romper esa burbuja de aislamiento y permitir a las mujeres ucranianas desarrollarse de forma plena e independiente. Yo ya lo puedo visualizar.

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