PORQUE EL CONTEXTO TAMBIÉN ES TEXTO. SOBRE PERFORMANCE Y OTRAS HISTORIAS

Los que me conocéis sabéis que no soy mujer de modas. No porque ir en contra de “lo popular” me haga sentir más independiente o especial sino porque la mayoría de las modas, tengan estas  forma de discurso o de corte de pelo, me aburren enormemente. Sin embargo, debo admitir que esta semana he decidido claudicar y hablar con vosotros sobre un tema que está muy de moda en el panorama artístico: la performance.

Abel Azcona realizando la performance "Pederastia"
Abel Azcona realizando la performance «Pederastia»

En Pamplona, ciudad en la que vivo y desde la que habitualmente escribo estas líneas bajo la forma de lo que la contemporaneidad llama ‘post’ y que en mi caso no son más que reflexiones de bar ( un espacio, por cierto, muy creativo), el tema de moda ha sido la performance del artista navarro Abel Azcona en la que a partir de una serie de hostias consagradas compone la palabra «pederastia» como forma de activar la atención sobre un tema que se mire desde el ángulo desde el que se mire resulta de una inmoralidad vomitiva. Era de esperar que el tema levantase ampollas en una ciudad en la que la Iglesia más rancia y retrógrada se cuela hasta en las alcantarillas del barrio más perdido.

Mujer agredida en el recinto de Art Basel Miami
Mujer agredida en el recinto de Art Basel Miami

 

 

 

 

 

 

 

En un ámbito mucho más lejano, una mujer era acuchillada en la Art Basel Miami, la principal feria de arte contemporáneo del continente americano, ante la atónita mirada de los visitantes y guardas de seguridad. El terrible suceso se confundió por breves momentos con una performance y, como  tal, con una extensión de la expresión artística llevada al límite más extremo de la creatividad morbosa.

Los dos hechos han abierto de nuevo el eterno debate sobre lo que es y no es arte, sobre los límites del artista para reflejar escenarios reales de la propia vida, y sobre la incapacidad del arte de acción para conectar de una manera empática con el espectador. Sin embargo, hay algo que me preocupa por inexistente en casi todos los debates al respecto, y es el hecho de que la acción de la performance se construye en un escenario temporal pero también físico por lo que el contexto en el que se desarrolla es también texto, es decir, también aporta contenido al debate.

La primeria historia, aquella en la que Abel Azcona habla sobre pederastia es una performance “oficial” que se encuentra registrada en fotografías y materializada en una instalación, y que toma la forma de lo museable en una exposición titulada “Desterrados”.  La segunda, ese apuñalamiento llevado a cabo en Miami, se sabe ya que no ha sido una acción performativa sino una “simple” agresión. Y aunque vemos claramente la diferencia entre uno y otro es enormemente importante reflexionar sobre el hecho de que es el contexto el que aporta narrativa artística a una y otra acción. Las dos, de una manera u otra han entrado en el terreno del arte. ¿Por qué?

La performance representa la esencia más pura de la creación artística porque es capaz de transgredir los límites de la pintura, la música, la escultura, el teatro, la danza, el cine, la poesía o el video. En esta apertura casi ilimitada de códigos es importante no olvidar que la performance tiene la inigualable capacidad de invadir el territorio de lo no artístico, de lo común, de lo cotidiano, de lo menor, de lo escondido, a fin de trastocar el equilibrio y las normas que en tantas ocasiones nos impiden ver el fondo de la piscina.

Es por ello que no debe asombrarnos que una ciudad de fuerte tradición religiosa como Pamplona se indigne ante una acción performativa que centra la mirada en una herida demasiado profunda para mostrarla de forma directa, o que una acción no artística se confunda con una acción performativa en un espacio al que la gente va a ver y consumir arte, una feria. El escenario es esencial para comprender por qué ambos casos caminan en la frágil línea de lo que se define como arte. En la primera acción, lo artístico se hace social, no a través del artista sino a través de la identidad de la propia ciudad. En la segunda, lo no artístico se hace arte, no a través de la agresora sino a través de la identidad de la propia feria. El contexto escribe el texto.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si la performance tiene o no tiene validez. No deberíamos cuestionarnos si la performance, y por extensión el/la performer, tienen derecho a provocar socialmente desde cualquier temática sin tener en cuenta sensibilidades ajenas. Y menos aún deberíamos afirmar que  la performance es una línea de acción creativa tan débil que hasta en un escenario propio del arte cualquier acción no creativa puede confundirse con ella. La performance es parte del contexto artístico, nos guste o no, desde hace décadas y si su presencia es aún complicada para la mirada de muchos no es porque no tenga legitimidad sino porque artistas, comisarios y educadores debemos seguir esforzándonos por acercar su sentido y contenido a un público que, no nos engañemos, nunca será mayoritario.

La pregunta que deberíamos hacernos es por qué la sociedad ataca al arte y al artista cuando éste decide hablar de un tema complejo y doloroso, en lugar de pedir explicaciones a esa parte de la sociedad que permite que esos hechos sigan ocurriendo. Deberíamos preguntarnos por qué todo el mundo pone en tela de juicio la performance al confundir un hecho aislado con otro creativo en vez de reflexionar sobre la superficialidad y exceso de espectáculo de muchas ferias de arte en las que todo se llega a confundir con todo.

En esta breve reflexión que hoy me apetecía compartir con vosotros quiero recordar también que la performance no tiene como objetivo hacernos “saber” sino hacernos sentir. La performance no nos informa nos (de)forma. Y en ese complejo mundo de los sentimientos la mirada no siempre va a encontrar imágenes agradables porque lo performativo no es una playa en la que sentarnos a respirar y relajarnos sino un punto de fuga en el horizonte que siempre genera en nosotros esa sensación de lo ilimitado, de lo enervantemente incontrolable. Solo en el momento en el que admitamos que la performance nos sitúa en un discontinuo, entiéndase éste como una encrucijada de caminos, podremos enfrentarnos a ella. Es difícil. Lo sé.

*@aitziberurtasun

PASEANDO ENTRE ESCULTURAS

 

Vista frontal del conjunto escultórico de Henry Moore expuesto en el Paseo Sarasate de Pamplona.
Vista frontal del conjunto escultórico de Henry Moore expuesto en el Paseo Sarasate de Pamplona.

El pasado 3 de noviembre La Obra Social La Caixa, en colaboración con La Fundación Henry Moore (1898-1986), inauguraba dentro de su programa Arte en la Calle una muestra compuesta por siete magníficas esculturas  del artista inglés. El Paseo Sarasate, una de las principales arterias de la ciudad y lugar de paso hacia el casco histórico, se llenaba de arte. La capital navarra, como ya ocurriría con otras ciudades como Málaga, Santander o Burgos, se hacía un poco más internacional. Los apoyos que la entidad bancaria ofrece al mundo del arte y de la educación artística desde hace ya muchos años son más que notables y permiten realizar proyectos con colectivos que de otra manera  seguirían estando fuera del radio de acción de “lo artístico”.

Sin embargo, en este caso me surgen muchas dudas. Cuando en un mismo proyecto se entrelazan palabras como “arte”, “social” o “calle” una tiene la impresión de que se va a encontrar con una actividad en la que lo artístico impulsara vías de reflexión y debate en torno a la ciudad como contenedor de vida. Un proyecto en el que los adormecidos viandantes despertaran por un momento ante la necesidad de observar algo que no solo es nuevo como objeto en su entorno urbano sino nuevo como experiencia en su mirada.

La publicidad del programa en cuestión nos invita a ver un conjunto de monumentales esculturas en “un maravilloso entorno alejado de museos y salas de exposiciones”. Llamadme suspicaz pero en el reclamo da la sensación de que ir a un museo a ver arte es poco menos que un castigo divino. Estos días he observado a la gente al salir de casa por la mañana, al correr por la tarde, e incluso ya bien caída la noche para ver si la experiencia es verdaderamente “religiosa”. La sorpresa, que no voy a negaros no ha sido grande, es que la mayoría no miraba las piezas, tan solo las tocaba. Supongo que una parte del éxito de estas propuestas radica justamente en eso: en hacer todo lo que no se puede hacer en un museo.

Henry Moore en Pamplona.
Vista de las piezas de Henry Moore en Pamplona.

Algunos visitantes dejaban la mano pegada a la obra por unos segundos como si alguna energía divina venida de la mismísima Inglaterra fuese a transmitirse a sus entrañas a través de los poros de la piel. Otros las golpeaban fuertemente con los nudillos y asentían categóricos: “Chapa. Esto es chapa”. Evidentemente no podía faltar el grupo adicto al selfie que se fotografiaba con ellas acompañado de la familia ante la evidencia de que no se sabe por qué pero esto debe ser importante y yo no puedo dejar de inmortalizarlo con mi móvil. Y es justo decir que algún valiente también se paraba a leer las cartelas informativas de las piezas, que entiendo no acabarán nunca de compensar su inquietud cultural ya que la información es más bien escasa. Es importante recordar que los paneles informativos disponen de códigos QR desde donde descargarse audioguías con algo más de información.

Las dudas sobre la efectividad de este tipo de proyectos aumentan en mi cabeza cuando la conclusión de la mayoría se resume en: “Bueno, son bonitas”. Los pelos como escarpias se me ponen cuando una vuelve a encontrar al público ante la ya tan manida frase de “Si es bello el arte se explica sólo”.  La belleza es un concepto tan relativo como complejo y no niego que puede ser un escenario de análisis importante en una obra de arte, pero si nuestra relación con una pieza se limita a la estética de la belleza no estaremos hablando de arte social ni estaremos estableciendo nexos de unión entre la ciudad y el habitante. En definitiva, no estaremos activando el entorno urbano desde el arte, tan sólo lo estaremos ocupando.

Faustino Aizkorbe. Esfera partida, 1997.
Faustino Aizkorbe. Esfera partida, 1997.

A principios de los años cincuenta el arquitecto suizo-francés Le Corbusier afirmaba que era posible proyectar “un solo edificio para todos los países y climas”. Esta afirmación, difícil de sostener desde el mundo de la arquitectura, parece haberse hecho eco entre las muestras expositivas y es este un punto en el que de nuevo me surgen dudas. Cada ciudad tiene un desarrollo urbanístico, una arquitectura y una utilización de espacios que pueden tener mucho en común con otras ciudades pero que poseen a la vez su propia personalidad marcada por el clima y la cultura de cada zona.

José Ramón Anda. Argi, izpia eta oreka. Un punto de luz en equilibrio, 2003.
José Ramón Anda. Argi, izpia eta oreka. Un punto de luz en equilibrio, 2003.

A esto hay que añadir el hecho de que todas las ciudades poseen un patrimonio de escultura pública que nos habla de su historia y de la relación de esta con el arte. Por todo ello, exponer una serie de esculturas en un entorno urbano no debería consistir sólo en buscar el lugar más bello de la ciudad sino en estudiar previamente el patrimonio de la misma para generar diálogos entre distintas obras ayudando al viandante a valorar y comprender mejor lo que su ciudad posee.

Un ejemplo claro de la reflexión que ahora comparto con vosotros es el hecho de que Pamplona es la ciudad con más obra monumental de Jorge Oteiza (1908-2003). La ciudad posee seis esculturas del artista vasco (casi el mismo número de piezas presentes en la susodicha exposición) que no sólo comparte con el británico una misma generación sino que en varias ocasiones admitió la gran influencia de Moore en sus primeros trabajos. En la obra de Oteiza hay diálogos con el espacio, el vacío y la luz, pero también hay narraciones que hablan de la vida y la muerte, del desasosiego de la inmigración, de la amistad o de la maternidad. Temas todos ellos que también encontramos en las entrañas de Moore, hombre pasional y apasionado, y que  estoy segura de que hubiese estado encantado de enlazar sus miradas con el vasco. Al artista oriotarra acompañan en la ciudad grandes escultres de la talla de Vicente Larrea, José Ramón Anda, Nestor Basterretxea o Jesús Eslava, entre otros.

El arquitecto navarro Sáenz de Oíza, amigo también de Oteiza preguntaba: “¿Los edificios son para estar o son para recorrer?”. Si los esfuerzos económicos y personales, tanto de entidades privadas como públicas, ante una exposición de este tipo se limitan a colocar las esculturas en un hermoso espacio ajenas estas al resto del arte que habita la ciudad podremos afirmar que las esculturas están pero no son. Podremos “estar” con ellas pero nunca “recorrerlas”. Si queremos que el arte expuesto en la calle suponga una experiencia distinta a la de esos museos en los que las obras “descansan” ajenas a la vida como si de un mausoleo se tratase (imagino que a este tipo de museos se refiere la frase utilizada por la entidad para invitar a ver la muestra) debemos esforzaros para que estas convivan con la ciudad y lo que ella posee. No se trata de pasear entre esculturas sino de pasear con ellas sintiendo que no son objetos de reclamo ante un escaparate sino pedacitos de sensaciones y sentimientos que hacen de nuestras propias sensaciones y sentimientos algo especial.

Es de justicia recordar que el Ayuntamiento de Pamplona ha organizado 13 visitas guiadas para acercar la obra de Henry Moore al público no especializado. Puede ser un buen momento para reflexionar entre todos sobre estos temas. Nos ayudará ante tan firme objetivo la fantástica Guía de Escultura Urbana en Pamplona que editó el ayuntamiento de la ciudad en 2010.

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