El pasado 15 de mayo celebrábamos el Día Internacional de los Museos, una fiesta que se extiende a lo largo de la semana con actividades de todo tipo. Resulta extraño pensar que haya gente que sólo visita el museo cuando el calendario de efemérides marca la palabra en rojo pero no es menos sorprendente pensar en toda esa gente que nunca visitará un museo. Cierto es que, por mucho que nos empeñemos en decir lo contrario, la cultura sigue siendo un alimento extraño para una gran parte de la población. Sin embargo, no es esta una excusa para quedarse a dormir plácidamente al amparo de colecciones, patrimonios varios y estructuras educativas cómodas y sencillas. El museo debería visitarse mucho más pero en estos momentos lo fundamental no es sumar visitantes amparándose en una sonora festividad sino repensar el propio museo para reactivarlo en base a las necesidades de una sociedad que transita cada vez más por códigos muy diversos.
Mis pies llevan más de 20 años caminando por salas de museos. Museos que he visitado, observado, disfrutado, e incluso detestado, y en los que, por supuesto, también he trabajado y trabajo. No obstante, la primera visita guiada que realicé no fue en un museo sino en la calle. Así es señoras y señores, yo empecé haciendo la calle. Y como buena bilbaína tenía que empezar a lo grande: en un barco. Bueno, confieso que más que un barco era una barcaza que cruzaba armoniosa la ría hasta su desembocadura en el mar. El nombre de la barquita en cuestión era El Tximbito, lo que me impulsaba a mantener bien alta la barbilla al hablar para no perder la poca dignidad que sentía me quedaba.
La euforia por el arte abstracto, los perros de flores y los pintxos microscópicos no había llegado aún a la capital vizcaína así que los guías mostrábamos nuestro entusiasmo explicando las luces y sombras del patrimonio industrial de la ciudad: que si aquí se descargaban los plátanos de Canarias que se distribuirían por Europa, que si ahí se almacenaba el bacalao de Noruega o que si allí se reparaban los barcos mas grandes que un ser humano pueda llegar nunca a imaginar. Todo, ya lo ven, muy bilbaíno. Ese turismo que se construía desde el orgullo de enseñar tu ciudad a partir de lo que tus propios abuelos y abuelas te habían contado y todo aquello, menos fiable, que te contaban los libros de Historia.
La suerte hizo que pudiese abandonar pronto la calle (hoy en día sigo valorando enormemente a los guías que trabajan en espacios abiertos porque es francamente duro) y pudiese seguir creciendo en un pequeño museo del casco antiguo de la ciudad: el Museo Etnográfico, Aqueológico e Histórico Vasco. Un maravilloso museo que se ha revitalizado en los últimos años pero que en esa época era, como tantos museos, un espacio pequeño, oscuro y nada amable con el visitante. En ese momento empecé a comprender que las visitas de la mayoría de los museos se plantea como una especie de buffet libre en el que no importa el hambre que tengas, el objetivo es probar de todo. Y en ese sinsentido yo debía transitar, en un recorrido de apenas 90 minutos, desde las distintas fases de la Prehistoria representada en los objetos de la colección hasta la creación de la Cámara de Comercio de Bilbao, pasando por la migración de los pastores vascos a América. ¡Y ni un chupito de whisky me podía tomar!
En este escenario seguí trabajando y formándome hasta que la vida me ofreció la oportunidad de trabajar en un museo que llevo y llevaré siempre en mi corazón: el Museo de Bellas Artes de Bilbao. También este museo ha ampliado y mejorado notablemente sus instalaciones y exposiciones, sin embargo, en esa época ya existía algo que se mantiene y que representaba una verdadera joya: un gran equipo. Descubrí allí a profesionales que disfrutaban de su trabajo y conseguían hacer de lo difícil algo fácil. Los responsables del departamento de educación, con los que sigo teniendo una buena amistad aún desde la lejanía, me enseñaron que en una colección no hay obra pequeña si el educador es capaz de transmitir su belleza y valía. Fue en esa época y en ese museo donde descubrí que deseaba ser educadora, lo que en mi caso abarca muchos campos de trabajo, incluso el de la creación artística.
Pero todos sabemos que en las fiestas es difícil no ceder a la tentación de la rubia con largas piernas que te guiña el ojo desde el otro lado de la mesa. Mi rubia se llamaba Museo Guggenheim Bilbao y sobra deciros que no me pude resistir. Es imposible contaros todas las experiencias que allí viví. El inicio de ese museo fue francamente emocionante porque de la noche a la mañana todos sentimos que éramos el centro del mundo. Pude ver por primera vez ante mis ojos obras de Picasso, Rothko, Pollock, Kandinsky, Bourgeois, y tantos y tantas artistas que admiraba pero que sólo conocía de los libros. En esa etapa crecí enormemente como profesional y podría decir que me hice adulta como educadora.
No obstante, el Guggenheim también representó para mí el descubrimiento de una dura realidad: que la educación siempre será un terreno secundario frente a la obsesiva necesidad de gran parte de la casta política, y por extensión de los directivos de museos, de hacer de la cultura un clon de IKEA. Descubrí, al mismo tiempo, que en el arte no hay término medio, o se está del lado burgués y glamuroso de los grandes espacios museísticos o se malvive en pequeños centros hacia los que casi nadie mira. El arte, no lo olvidemos, es pura magia pero también pura perversidad.
Y cuando creía que mi vida no podía abandonar esa torre de Babel en la que me intentaba desenvolver lo mejor que podía día a día, surgió un regalo: el Museo Oteiza. Me mudé a tierras navarras con muchas cajas de libros y dos gatas, y pasé del titanio al hormigón, de la ciudad al monte, del tacón al zapato plano, de no tener un lugar donde apoyarme al acabar las visitas a tener un despacho desde el que oigo cantar a los pájaros, y en definitiva, pasé de vivir del arte a vivir EN el arte. Oteiza me recuerda diariamente que debo enfrentarme a mis miedos y luchar para que la educación nunca se asiente en una zona de confort. Y por si fuera poco sigo acompañada de un equipo excepcional.
Estos días, ante la celebración del Día de los Museos, recordaba todos esos años y me preguntaba si las cosas, desde entonces, han cambiado mucho. Dejando de lado las cuestiones económicas, que bien merecen un capítulo aparte, creo que la educación en los museos ha mejorado mucho pues no podemos negar que existen grandes profesionales trabajando para ampliar contenidos, metodologías y miradas. Sin embargo, a mí me sigue faltando algo: CALLE. Yo empecé en la calle y cada vez tengo más claro que el museo debe salir a la calle para sobrevivir. Salir a la calle supone escuchar las voces nuestro entorno «real» y digital y no basar los contenidos de la actividad educativa únicamente en las colecciones sino en las distintas necesidades sociales. Salir a la calle supone romper las barreras físicas del museo y desarrollar actividades en los diversos lugares de la ciudad y de los pueblos. Salir a la calle supone dejar de museabilizar la educación haciendo de cada actividad una foto de escaparate y centrarnos en experimentar más aunque nos equivoquemos por el camino. Salir a la calle supone liberar a las colecciones de arte de su presidio.
Igual los técnicos de museos deberíamos levantarnos de nuestras sillas y subirnos a las mesas de nuestros despachos al grito de ¡Oh museo, mi museo! La revolución no se hace hablando, se hace actuando.
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