Huías… pero era en mí
y de ti de quien huías.
¿Cómo? ¿Adónde? ¿Para qué?
Por todo lo que es vial,
ascensor, tragaluz, puerto
para fugarse del hombre
en el hombre: por la voz,
por el pulso, por el sueño,
por los vértigos del cuerpo…
Por todo lo que la vida
ha puesto de catarata
-en el alma y en el alba-
Huías…Pero era en mí.
Fuga. Jaime Torres
El ser humano sueña constantemente con realizar gestos únicos, hazañas grandiosas que puedan ser admiradas o actos que cambien el futuro de la humanidad. Sin embargo, incluso aquellos que consigan aportar algo nuevo y valioso a esta vida pasarán el noventa por ciento de su tiempo realizando acciones cotidianas. Porque la vida se compone de un soplo de momentos únicos y de interminables momentos de cotidianidad.
¿Y existe algo más cotidiano que un ascensor? ¿Cuántos minutos al año pasamos en ellos? Sinceramente no lo sé pero intuyo que si cada uno de nosotros realizásemos ese cálculo nos resultaría más que sorprendente. Pero pese a ser un espacio habitual en nuestras vidas el imaginario del ascensor está ligado a momentos especiales porque esa maquinaria de hacer posible lo imposible llamada cine no ha dejado de regalarnos historias de todo tipo al respecto del mismo.
En “La Trampa del Mal” (Dirigida por Erick Dowdle), por ejemplo, un grupo de personas queda atrapada en un ascensor y descubren que una de ellas es el diablo. ¡Ahí queda eso! En la prescindible cinta de Dick Maas titulada “El ascensor” la maquina adquiere vida propia y comienza a decapitar personas a diestro y siniestro. Hay también historias perturbadoras que no necesitan litros de sangre para hacernos sentir verdadera angustia. Es el caso de la fantástica obra de Louis Malle “El ascensor del cadalso” en la que Julian ( Maurice Ronet) queda atrapado en el ascensor de la oficina donde ha matado a su jefe. Si alguno está pensando en deshacerse de algún compañero de trabajo no olvidéis utilizar después las escaleras.
Y claro está que el ascensor forma también parte de nuestros sueños más calientes porque el cine nos ha convencido de que los polvos de ascensor son tan habituales como el café de media tarde. En “Class” de Lewis John Carlino, un jovencísimo Andrew McCarthy es arrollado por la exuberante madurez de Jacqueline Bisset y el famoso “¿arriba o abajo?” se transforma en “¿de pie o tumbados?”. Ya nos podía haber pasado a todos algo así con 17 años porque si yo recuerdo mi primera vez puedo llorar…de risa. Y no quiero ni recordar lo de Michael Douglas y Glenn Close en “Atracción fatal” porque eso señoras y señores es otra liga.
No obstante, aunque el cine surja de la vida la vida nunca es cine (por mucho que nos intente convencer Aute), así que nuestros viajes en ascensor son más sencillos que todo esto pero no por ello dejan de ser interesantes. Desde este escenario de lo cotidiano realicé la pasada semana una performance junto a Ana Rosa Sánchez, artista y educadora, y una de esas personas que te recuerdan siempre que los gestos mínimos y sencillos son los que construyen realmente nuestra identidad. Cada vez es más difícil asistir a una acción performativa que se construya desde lo sutil. Parece que sólo el desnudo, la agresividad o la sexualidad explícita forman parte del discurso artístico en este complejo lenguaje. Por ello, la propuesta que desarrollamos dentro de la semana de El barrio de los Artistas resultó especial.
La performance se construyó desde la delicada sonoridad de la poesía bajo el título “Tiempo de palabra(s)”. La acción tuvo lugar en un ascensor público, el ascensor de Descalzos que une el barrio de la Rotxapea con el Casco Viejo de Pamplona. El principal objetivo era romper la cotidianidad de un espacio público que por estrecho, pequeño y casi siempre abarrotado genera situaciones incomodas. Un escenario en el que tenemos siempre la oportunidad de comunicarnos con otros y sin embargo, en muy contadas ocasiones esta comunicación se realiza de forma espontánea y relajada. Ese “no lugar” como define el antropólogo Marc Auge que “carece de la configuración de los espacios, es en cambio circunstancial, casi exclusivamente definido por el pasar de individuos. No personaliza ni aporta a la identidad porque no es fácil interiorizar sus aspectos o componentes. Y en ellos la relación o comunicación es más artificial.” Y es precisamente esa comunicación o más bien la falta de ella la que deseábamos activar.
La acción comenzaba en el interior de una de las cabinas. Frente a frente, y sin apenas tener contacto visual por estar rodeadas de personas, comenzábamos a leer poemas modulando la intensidad de nuestras voces que pasaban del susurro al grito en un espacio corto de tiempo. Cada poema leído era arrojado al suelo y allí permanecía pisoteado por silletas de bebés, bicicletas y personas. La sensación me resultó extraña porque oía mi voz con claridad al tiempo que el eco me hacía sentir el silencio y el espacio de forma muy presente.
En una segunda parte, abandonábamos el ascensor para situarnos entre las dos colas de gente que esperaba nerviosa y cansada a que llegase su turno. En este caso ya no leíamos las mismas poesías sino que cada una iba recitando las suyas propias de forma que la palabra se desdibujaba ya que nos ‘pisábamos’ mutuamente al tiempo que nos sentíamos cerca pues nuestras espaldas se tocaban. En dos ocasiones el azar nos llevo a leer el mismo poema. Entonces las voces se encontraron y sentí el alivio de “caminar” de la mano de Ana.
Por último, volvíamos a la cola para esperar turno en el siguiente ascensor (en el que seguiríamos leyendo). En este caso, nos íbamos leyendo poemas la una a la otra mientras avanzábamos con la gente hacia la cabina. Fue curioso advertir como muchos evitaban el contacto físico con nuestros cuerpos como si estuviésemos contaminadas de una enfermedad terriblemente contagiosa.
Leer poesía parece una acción inocente y hasta romántica que en poco puede alterar el entorno. Sin embargo, las reacciones fueron muy diversas y no siempre amables. En el interior mucha gente nos daba la espalda y hasta subía el volumen de sus voces para seguir su conversación. Otros, sin apenas pararse a escuchar nos preguntaban qué era eso que hacíamos y al no obtener respuesta abandonaban indignados el ascensor. Era evidente que la mayoría nunca se había enfrentado a una performance pero el hecho de sacar la acción de un escenario propiamente artístico como un museo o un centro de arte y llevarlo al escenario de «lo común» es lo que hace de la acción artística un acto de militancia.
Fue también sorprendente la reacción de los niños más pequeños que conseguían evadirse de las conversaciones adultas y levantaban la cabeza en silencio para mirarnos con los ojos muy abiertos. Curioso también ver cómo algún pequeño se asustaba cuando elevábamos la voz en la lectura y sin embargo, no se inmutaba ante las voces altas de los adultos que le rodeaban. Su cotidianidad asumía los gritos de los mayores pero no el ritmo musical de un poema.
Los papeles escritos que íbamos tirando al suelo también fueron objeto de muchos comentarios. Algunos se agachaban a cogerlos tímidamente e incluso se los llevaban después. Varias personas nos preguntaron malhumoradas si eso lo íbamos a recoger luego nosotras y otro hombre, sorprendido y feliz a la vez, recogió un puñado del suelo y se puso a repartir a otros diciendo: “¡Hay poemas en todos los idiomas!”
La acción duró algo más de una hora que es un tiempo largo si una piensa en el interior de un espacio tan pequeño y con una temperatura de más de 30 grados. Sin embargo, mi recuerdo se construye de momentos muy cortos que se hicieron interminables. El más difícil, y creo coincidir también con Ana, fue la discusión que se generó entre una mujer que entró en el ascensor con una bicicleta y un señor que al intentar encontrar un hueco le dio un suave golpe en el codo. La primera le empezó a gritar, el segundo le contestó también gritando y ambos continuaron en una discusión sin sentido adornada con todo tipo de insultos mientras nosotras poníamos voz a Machado, Baudelaire, Uribe, Plath, Oteiza, y tantos y tantas poetas y poetisas. El sinsentido del empeño por hacer de lo cotidiano lo inhabitable. El sinsentido de no dejar de gritar por el miedo a pararse a escuchar. El sinsentido de malgastar el tiempo que es ya de por sí tan frágil y tan efímero. El sinsentido de olvidar que en el momento en que perdemos la capacidad de comunicarnos lo hemos perdido todo.
Hace poco leía que la empresa nipona Obayashi Corp. estaba estudiando la posibilidad de construir un ascensor hacia el espacio. Su objetivo es construir un elevador capaz de transportar pasajeros a una estación espacial situada a 36.000 kilómetros de altura. ¿Os imagináis lo que podría pasar en un ascensor así? ¿Seríamos capaces ante un trayecto tan largo de escuchar al prójimo? ¿Tendríamos capacidad de estar en silencio sin sentirnos incómodos? ¿Nos resultaría igual de molesto el roce de los cuerpos o el tiempo los haría más cercanos? ¿Se transformaría ese “no-lugar” en un lugar habitable ante el largo tiempo que tendríamos que pasar en él? La verdad es que resulta imposible hacerse a la idea porque en nuestras cabezas es aún una historia de ciencia ficción. Centrémonos pues en trabajar nuestros espacios cotidianos empezando por esos ascensores que todos tenemos obligatoriamente que utilizar a lo largo de la semana. Aprovechemos esos breves viajes para observar, descubrir, escuchar, y si en alguna ocasión alguien nos lee un poema disfrutémoslo porque el tiempo también es de la(s) palabra(s).
Ana: gracias de corazón por tu generosidad al acompañarme de la mano en esta acción. Y no puedo dejar de sentirme también agradecida a Mikel Tolosana e Ignacio de Álava por sus fotos ya que gracias a su mirada hemos podido situarnos del lado del espectador y mirarnos en el espejo.
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