Call it performance, call it art
I call it disaster if the tapes don’t start
I’ve put all my life into live lip-sync
I’m an artist, honey You gonna get me a drink?
Pet Shop Boys
En 1996, Neil Tennant y Phil Lowe escribían para Pet Shop Boys la irónica letra de Electricity que reza:
“Llámalo performance, llámalo arte
Yo lo llamo desastre
Si no queda grabado (…)”
Si buceamos en el terreno de la performance desde sus inicios en los años 60 hasta la actualidad encontraremos un abanico inmenso de propuestas que se deslizan por escenarios tan diversos como la crítica a la mercantilización de la obra de arte, la reflexión sobre el cuerpo del propio artista como materia y material de trabajo, la reivindicación política de los microrrelatos hasta el posmodernismo ignorados por el arte, o la sexualidad como fórmula de diversidad y experimentación.
El nacimiento de la acción performativa entendida como arte es contemporáneo a la comercialización de las primeras cámaras portátiles. Por lo tanto, no resulta extraño que desde un primer momento el maridaje entre video y performance funcione de forma natural. Podríamos pensar que esta unión resulta enormemente útil al artista que ve cómo una acción que en origen es puntual, efímera e incluso minoritaria adquiere, gracias a la grabación de la misma, el carácter de objeto. Y todos sabemos que se vende mejor un objeto que una idea. Lo que tocamos queda definido en el marco de la realidad, lo que tan sólo podemos ver por un breve espacio de tiempo acabará difuminándose en nuestra memoria.
No es mi objetivo analizar la utilidad de la tecnología como receptora de la performance. Ni siquiera pretendo reflexionar sobre las diferentes acciones performativas que gracias al video hoy podemos recordar. Mi interés se centra en el camino contrario, en esa parte de realidad que perdemos al registrar la acción con una cámara: la relación directa con el cuerpo desde su tacto, su olor e incluso su sabor.
El video ayuda al artista a registrar de forma permanente el ejercicio de su acción pero no nos paramos a pensar sobre el hecho de que dicha grabación también sirve de escudo al espectador para no tener que enfrentarse directamente con las sensaciones físicas que hacen de la performance el lenguaje más valiente dentro del mundo del arte.
Nos resultaría complicado aguantar el tipo ante un tiroteo. Sin embargo, podemos observar tranquilamente, sentados en una sala de exposición, la proyección de la famosa acción de Chris Burden titulada Shoot en la que, como ya nos adelanta el título, el artista es tiroteado por su ayudante. Todo, dicho sea de paso, por voluntad del propio artista. La acción es clara y perturbadora pero gracias a la cinta de video los jadeos de dolor nos resultan lejanos y el olor a sangre imperceptible.
https://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=JE5u3ThYyl4
El uso del cuerpo como soporte artístico es aún más inquietante en acciones como las que en 1974 proponía Vito Acconti en su Libro abierto. La grabación muestra un primer plano de la boca del artista que habla con el espectador invitándole a utilizarla << No estoy cerrada, estoy abierta. Entra. Puedes hacer conmigo lo que quieras>>, oímos en susurros. Sobra decir que sin el filtro de la pantalla de video pocos valientes aguantarían la presencia del aliento del artista en su cara. La boca de Acconti es repulsiva pero la pantalla del televisor la hace soportable.
Es cierto que la violencia de Burden o el provocador uso del cuerpo de Acconti como llamamiento al espectador no puede gustar a casi nadie porque son acciones de por sí desagradables. Sin embargo, hay acciones que entran dentro de lo que debería ser normal en nuestro día a día con relación a nuestro cuerpo y sin embargo seguimos incomodándonos ante su visión directa.
El pasado año, la performer Deborah de Robertis realizó una acción ciertamente valiente que consistió en masturbarse en el Museo d’Orsay de París ante uno de los cuadros más controvertidos de la Historia del Arte: El origen del mundo, de Gustave Courbet. No pretendo entrar en un debate sobre el derecho o no a utilizar espacios públicos para este tipo de acciones. Entiendo que haya gente que pueda sentirse incómoda pero lo que me preocupa es que ninguna de las reacciones ante dicha performance tuviera, bajo mi punto de vista, una respuesta normalizada.
Los auxiliares de sala empezaron a gritarle y a colocarse en frente de ella para tapar su cuerpo. Ninguna de ellas se agacho o se acerco demasiado (como si su cuerpo pudiese contagiarles algo) y mucho menos la tocaron. Parecía que entre ella y el personal del museo existiese una lámina de vidrio que no podíamos ver pero que servía como barrera física. La reacción de los espectadores no fue mejor. Gran parte de ellos empezó a reírse. Puede ser que cuando se masturban en sus casas en lugar de jadear se partan de la risa aunque lo dudo. Y otros, en un afán por demostrar que eran abiertos, modernos y liberales, empezaron a aplaudir. ¡Aplaudir! ¿Pero qué demonios estaban aplaudiendo? Puede que cuando se masturben en sus casas venga uno después y les aplauda por lo bien que lo han hecho pero no lo veo. No había en la sala rostros serenos observando la acción. No había silencio como respeto a la artista. No había una mirada normalizada hacia el cuerpo de esa mujer. No había ningún gesto que indicase que alguien había entendido algo.
Bajo mi punto de vista el problema no radica en la falta de conocimiento sobre el mundo del arte contemporáneo que tiene la mayoría de la gente (incluso mucha de la que acude a los museos). El problema, no nos engañemos, es que nuestra relación con lo corporal sigue siendo poco menos que insana. En estos momentos el desnudo es una constante en las series de televisión y el cine, se consume más pornografía que nunca, los jóvenes empiezan a practicar sexo mucho antes que en generaciones anteriores y la información sobre la diversidad sexual está al alcance de todas y todos. Pero es eso: SEXO. Entre la nada y sexo parece que no hay espacio.
En el día a día arrastramos nuestros cuerpos como entes aislados. En las aulas los alumnos se esconden tras los pupitres como si de escudos espartanos se tratasen. En el trabajo mantenemos ese gesto frío de dar la mano como norma general y en el mejor de los casos acercamos la cara para recibir con gesto tenso los besos de rigor. Si rozas a alguien en el autobús este da un respingo y entras en un sinsentido de disculpas culpables. Cuando una noche estás alegre y relajada no puedes bajar la guardia y permitirte tocar el brazo a alguien o agarrarle de la cintura porque ese bonito gesto se traducirá automáticamente en una invitación sexual. ¡Y tantas y tantas acciones a lo largo del día que hacen que nuestro cuerpo deje de tener sentido pleno!
Cada cual es libre de vivir su sexualidad como desee. Cada uno es libre de consumir o no sexo desde la ficción de una pantalla. Pero con independencia de las formas y variedades de consumo sexual que decidamos acojer en nuestras vidas lo importante es no olvidar que nuestro cuerpo tiene registros más amplios. Las caricias, los besos y los abrazos fuera de la actividad sexual suponen una riqueza que no debemos perdernos y que, además, puede ayudarnos a ser más tolerantes con nuestro entorno, incluso más tolerantes con nuestra sexualidad. Nietzsche decía que un día sin bailar es un día perdido. Puede que una vida sin caricias sea también una vida perdida.
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