¿QUÉ QUEDA POR HACER?

Una se propone todos los años no caer en la absurdez de hacer balance del año agotado ni ceder a la tentación de generar promesas sobre el tiempo a estrenar pero resulta complicado no hacerlo. Estos días, pensando en el cambalache político que vive nuestro país y en las dolencias varias que sufre su cultura me venía a la mente un texto que tiene ya, ni más ni menos, casi 100 años.

"Fuck you 2015" Retrato. Fotografía de Asun Requena.
«Fuck you 2015» Retrato. Fotografía de Asun Requena.

El 5 de enero de 1921, Antonio Gramsci escribía en Ordine Nuovo una declaración de principios que daba forma a los ideales del movimiento futurista pero que resulta, a día de hoy, tan actual como reveladora: “¿Qué queda por hacer? Solo destruir la forma actual de la civilización. En este campo, ‘destruir’ no tiene el mismo sentido que en economía: destruir no significa privar a la humanidad de productos materiales necesarios para su subsistencia y desarrollo; significa destruir jerarquías espirituales, prejuicios, ídolos, tradiciones insensibilizadas, significa no tener miedo de las novedades y de las audacias, no tener miedo de los monstruos, no creer que el mundo va a derrumbarse si un obrero comete faltas de gramática, si un poema es defectuoso, si un cuadro se parece a un cartel, si la juventud hace un palmo de narices a la senilidad académica y pesada. Los futuristas han representado este papel en el ámbito de la cultura burguesa: han destruido, destruido y destruido sin preocuparse por saber si sus nuevas creaciones, producidas por su actividad, constituían en conjunto una obra superior a la destruida: han tenido confianza en sí mismos, en el ardor de sus energías…”

En este afán aniquilador los futuristas abogaban también por la destrucción de las estructuras culturales más tradicionales como el museo. Es evidente que el museo como repositorio de arte no se ha destruido, como tampoco se ha acabado con las galerías o con los centros culturales. Es también esperanzador ver cómo todos esos escenarios empiezan a abrir sus puertas a proyectos de carácter más transversal, a propuestas de corte intergeneracional y a creaciones más abiertas en ideologías, formatos y lenguajes. Sin embargo, existe algo que no solo no se ha destruido sino que alimenta las bases de todo el engranaje cultural de nuestro país: el miedo a esas novedades y audacias de las que hablaba Gramsci.

La obra de arte, tal como defendía vehementemente Jorge Oteiza, es resultado de un proceso de “desalienación”. Los resultados electorales de este último mes nos han demostrado que romper el orden de la línea recta, de lo establecido, de lo jerárquico y de lo “tradicional” es una labor de titanes pero no una labor imposible. La cultura, y por extensión el arte, camina desde códigos muy cercanos a lo político porque el arte es una forma de hacer política. Por ello, en lo cultural y, cómo no, en sus instituciones  se aprecian formas de hacer que poco tienen que ver con la superación del miedo y mucho con el confort personal de directores, comisarios, galeristas o artistas.

Esa ‘zona de confort’ empuja de forma inconsciente, cuando no lo hace desde la inmoral consciencia, a programar contenidos más cercanos a lo popular que a lo crítico, a construir actividades de fácil encaje social, a proyectar la carrera de artistas amables y adecuados para el escaparate de lo museable y, en definitiva, a seguir la línea recta compuesta por piezas que poco o nada tienen que ver con la construcción de la identidad crítica de un país y mucho con la sobrealimentación del enchufismo, el amiguismo y la idolatría por los ‘grandes’ del arte.

A punto de finalizar el año puede que la pregunta pertinente no sea ¿Qué queda por hacer? sino ¿Qué podemos hacer? Y podemos, desde los distintos escenarios que cada una y cada uno tenga la suerte de pisar, intentar vencer ese miedo. Los profesionales debemos empezar por cuestionar nuestro trabajo y nuestra “forma de hacer” para conseguir recuperar esa audacia que la maldita crisis y, a través de ella, ese terror a no formar parte de esto que llamamos mundo del arte nos han hecho perder. Es fundamental salir de la zona de confort y arriesgarse a trabajar en proyectos que rompan la línea recta. Puede que los resultados de esos proyectos, más humildes, más periféricos y más difíciles de defender, no nos aporten éxitos rápidos y ruidosos pero serán la base de un futuro cultural más sólido.

Sobra decir que como espectadores también tenemos una responsabilidad y es la de comprender que el consumo de cultura no puede ser siempre un camino sencillo y amable, ni un mero divertimento para cubrir nuestras horas de ocio. Consumir cultura es ayudar a que la cultura crezca y para ello, tenemos que visitar los pequeños museos, mostrar interés por esas galerías que defienden cada día a los artistas más jóvenes, acudir a conferencias , visitas o talleres que no saldrán nunca en las listas de ”los más” a fin de año pero que tienen detrás equipos de profesionales que pelean diariamente con verdadera pasión para ofrecernos lo mejor de ellos y que están, en definitiva, componiendo piedra a piedra la base cultural de nuestra sociedad.

Supongo que leyendo estas líneas muchos pensaréis que este activismo cultural que defiendo con voz alta suena tan populista como poco efectivo pero yo creo firmemente en que podemos hacer más de lo que creemos y si tan sólo una o uno de vosotros decide acompañarme en esta lucha por destruir lo caduco para construir lo futuro a través de pequeños pasos y sencillos gestos ya me siento satisfecha.

NOS VEMOS A LA VUELTA DE LA ESQUINA. FELIZ 2016. URTE BERRI ON.

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PORQUE EL CONTEXTO TAMBIÉN ES TEXTO. SOBRE PERFORMANCE Y OTRAS HISTORIAS

Los que me conocéis sabéis que no soy mujer de modas. No porque ir en contra de “lo popular” me haga sentir más independiente o especial sino porque la mayoría de las modas, tengan estas  forma de discurso o de corte de pelo, me aburren enormemente. Sin embargo, debo admitir que esta semana he decidido claudicar y hablar con vosotros sobre un tema que está muy de moda en el panorama artístico: la performance.

Abel Azcona realizando la performance "Pederastia"
Abel Azcona realizando la performance «Pederastia»

En Pamplona, ciudad en la que vivo y desde la que habitualmente escribo estas líneas bajo la forma de lo que la contemporaneidad llama ‘post’ y que en mi caso no son más que reflexiones de bar ( un espacio, por cierto, muy creativo), el tema de moda ha sido la performance del artista navarro Abel Azcona en la que a partir de una serie de hostias consagradas compone la palabra «pederastia» como forma de activar la atención sobre un tema que se mire desde el ángulo desde el que se mire resulta de una inmoralidad vomitiva. Era de esperar que el tema levantase ampollas en una ciudad en la que la Iglesia más rancia y retrógrada se cuela hasta en las alcantarillas del barrio más perdido.

Mujer agredida en el recinto de Art Basel Miami
Mujer agredida en el recinto de Art Basel Miami

 

 

 

 

 

 

 

En un ámbito mucho más lejano, una mujer era acuchillada en la Art Basel Miami, la principal feria de arte contemporáneo del continente americano, ante la atónita mirada de los visitantes y guardas de seguridad. El terrible suceso se confundió por breves momentos con una performance y, como  tal, con una extensión de la expresión artística llevada al límite más extremo de la creatividad morbosa.

Los dos hechos han abierto de nuevo el eterno debate sobre lo que es y no es arte, sobre los límites del artista para reflejar escenarios reales de la propia vida, y sobre la incapacidad del arte de acción para conectar de una manera empática con el espectador. Sin embargo, hay algo que me preocupa por inexistente en casi todos los debates al respecto, y es el hecho de que la acción de la performance se construye en un escenario temporal pero también físico por lo que el contexto en el que se desarrolla es también texto, es decir, también aporta contenido al debate.

La primeria historia, aquella en la que Abel Azcona habla sobre pederastia es una performance “oficial” que se encuentra registrada en fotografías y materializada en una instalación, y que toma la forma de lo museable en una exposición titulada “Desterrados”.  La segunda, ese apuñalamiento llevado a cabo en Miami, se sabe ya que no ha sido una acción performativa sino una “simple” agresión. Y aunque vemos claramente la diferencia entre uno y otro es enormemente importante reflexionar sobre el hecho de que es el contexto el que aporta narrativa artística a una y otra acción. Las dos, de una manera u otra han entrado en el terreno del arte. ¿Por qué?

La performance representa la esencia más pura de la creación artística porque es capaz de transgredir los límites de la pintura, la música, la escultura, el teatro, la danza, el cine, la poesía o el video. En esta apertura casi ilimitada de códigos es importante no olvidar que la performance tiene la inigualable capacidad de invadir el territorio de lo no artístico, de lo común, de lo cotidiano, de lo menor, de lo escondido, a fin de trastocar el equilibrio y las normas que en tantas ocasiones nos impiden ver el fondo de la piscina.

Es por ello que no debe asombrarnos que una ciudad de fuerte tradición religiosa como Pamplona se indigne ante una acción performativa que centra la mirada en una herida demasiado profunda para mostrarla de forma directa, o que una acción no artística se confunda con una acción performativa en un espacio al que la gente va a ver y consumir arte, una feria. El escenario es esencial para comprender por qué ambos casos caminan en la frágil línea de lo que se define como arte. En la primera acción, lo artístico se hace social, no a través del artista sino a través de la identidad de la propia ciudad. En la segunda, lo no artístico se hace arte, no a través de la agresora sino a través de la identidad de la propia feria. El contexto escribe el texto.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si la performance tiene o no tiene validez. No deberíamos cuestionarnos si la performance, y por extensión el/la performer, tienen derecho a provocar socialmente desde cualquier temática sin tener en cuenta sensibilidades ajenas. Y menos aún deberíamos afirmar que  la performance es una línea de acción creativa tan débil que hasta en un escenario propio del arte cualquier acción no creativa puede confundirse con ella. La performance es parte del contexto artístico, nos guste o no, desde hace décadas y si su presencia es aún complicada para la mirada de muchos no es porque no tenga legitimidad sino porque artistas, comisarios y educadores debemos seguir esforzándonos por acercar su sentido y contenido a un público que, no nos engañemos, nunca será mayoritario.

La pregunta que deberíamos hacernos es por qué la sociedad ataca al arte y al artista cuando éste decide hablar de un tema complejo y doloroso, en lugar de pedir explicaciones a esa parte de la sociedad que permite que esos hechos sigan ocurriendo. Deberíamos preguntarnos por qué todo el mundo pone en tela de juicio la performance al confundir un hecho aislado con otro creativo en vez de reflexionar sobre la superficialidad y exceso de espectáculo de muchas ferias de arte en las que todo se llega a confundir con todo.

En esta breve reflexión que hoy me apetecía compartir con vosotros quiero recordar también que la performance no tiene como objetivo hacernos “saber” sino hacernos sentir. La performance no nos informa nos (de)forma. Y en ese complejo mundo de los sentimientos la mirada no siempre va a encontrar imágenes agradables porque lo performativo no es una playa en la que sentarnos a respirar y relajarnos sino un punto de fuga en el horizonte que siempre genera en nosotros esa sensación de lo ilimitado, de lo enervantemente incontrolable. Solo en el momento en el que admitamos que la performance nos sitúa en un discontinuo, entiéndase éste como una encrucijada de caminos, podremos enfrentarnos a ella. Es difícil. Lo sé.

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