Radiografía de carne y hueso

viernes, 24 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Daniel Burman. Intérpretes: Oscar Martínez , Cecilia Roth, Arturo Goetz , Inés Efron, Jean Pierre Noher, Ron Richter y Osmar Nuñez. Nacionalidad: Argentina, España, Francia. 2008. Duración: 92 minutos.


En muy poco tiempo, no más de diez años, el espectador interesado en el cine de Daniel Burman, habrá sentido el vértigo del paso del tiempo. En esos diez años, Burman, cuyo cine aplica una suerte de auto-psicoanálisis público por el que el cineasta y sus personajes se descomponen en reflexiones personales sobre la familia y sus extraños lazos afectivos, ha pasado de mostrar los esfuerzos del chico de la película por conquistar a la mujer de sus sueños, a presentir su transformación en abuelo. Este bofetón, no tanto porque la condición de abuelo sea de temer sino por el aire de precipitada decadencia que denota su actitud, resuena de principio a fin en éste, su texto más amargo.

Hay una sombra de agonía que atraviesa toda esta película, excesivamente premiada en el último festival de San Sebastián. Esa sombra se llama crisis y, por primera vez, Daniel Burman, que hasta ahora se mostraba como un hábil narrador capaz de convocar la sonrisa con la melancolía, da síntomas de un extraño agotamiento.

A Burman le salva la honestidad de su actitud como cineasta, su valentía a la hora de enfrentarse a cada nueva película sin acudir a adaptaciones literarias ni buscar refugio alguno en ese cine de encargo en el que tantos cineastas autores/artistas caen cuando las luces propias se apagan. Al contrario, El nido vacío , pretende hablar de la crisis de una familia ante la marcha de los hijos, cuando en realidad habla de la desorientación de un escritor que encara el envejecimiento sumido en una profunda crisis de autoestima, de creatividad e incluso de afecto hacia su mujer y sus hijos.

Comparado en sus orígenes con Woody Allen, a causa de su origen judío y de su querencia por la comedia corrosiva centrada en las relaciones de la llamada guerra de sexos, poco queda aquí del Burman de Esperando al Mesías por más que ambas cuestiones, el humor y la cultura judía, estén presentes. Lejos de la rotundidad de El abrazo partido y sin la coartada feliz de Derecho de familia , su filme más ligero, el Burman de este nido vacío ya no tiene que saldar cuentas pendientes con padre alguno ni busca su media naranja. Este Burman, el proceso de simetrías y préstamos del protagonista con el cineasta resulta obvio, se ve como un narrador varado, rodeado de gente por la que no siente afecto, anclado en lo que representa, maniatado por lo que ha construido y temeroso de no poder continuar ni con lo que era ni con lo que hubiera querido ser.

En esa encrucijada, Burman desarrolla las idas y venidas de su escritor en crisis abandonado a su suerte. El arranque del filme, que parece prometer una crónica social, pronto deja claro que girará en torno a un único protagonista y su crisis de identidad. Burman, obsesionado con su personaje, en justa correspondencia con su ensimismamiento, olvida a todos los demás, en especial al personaje de Cecilia Roth convertido aquí en una mera réplica que dilapida el valor de la actriz y el de un personaje al que Cecilia podría haber sacado oro puro. En su lugar, Burman castiga a su protagonista, ridiculiza conscientemente o no su patetismo, sus fobias, sus manías y sus caprichos. Si en El abrazo partido y en Derecho de familia , el cine de Burman ajustaba cuentas con la Historia, o sea el pasado y se aplicaba en construir un mejor futuro, y de ese proceso dialéctico obtenía situaciones y propuestas en un caso sugerentes, en el otro, divertidas; aquí todo adquiere un extraño tono gris. Un aire de extrañamiento y ocaso. Un filme crepuscular que incomoda, porque llega antes de tiempo.

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Fantasmas de consola

viernes, 24 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección: John Moore. Intérpretes: Mark Wahlberg, Mila Kunis, Beau Bridges, Chris Ludacris Bridges, Olga Kurylenko y Amaury Nolasco. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 99 minutos.


Lo saben incluso los profesionales de la exhibición cinematográfica. Pese a quien pese, el mercado hace ya algunos años mueve más dinero con los videojuegos que con el cinematógrafo. De hecho, algunas salas, entre semana, se alquilan para los aficionados y sus espectaculares torneos. Y sin embargo, hace tres décadas, en el tiempo del clipper , los industriales del juego echaban mano de las películas de mayor éxito para construir sus pin-ball con referencias explícitas a ellas. Confiaban en que el cine fuera un buen reclamo para sus engendros de bolas y electrónica.

Hace años que ocurre justo lo contrario. Cada vez con más frecuencia, el cine reinventa precuelas, secuelas o lo que sea en base a los juegos de mayor éxito. Max Paine es una de ellas. No es la peor desde luego, aunque resulte demasiado perceptible que los guionistas se ven maniatados por la propia esencia del juego. Sin demasiado arabesco argumental, John Moore, director de este éxito de taquilla, se ha aplicado a lo que se le reclama. Esto es; una solvente atmósfera presidida por una amenaza permanente que llena callejuelas y recovecos de un aire insalubre, agonizante y terminal.

Su principal y casi único personaje es Max Payne, un policía desgarrado por el asesinato de su mujer , cuya sed de venganza es infinita. Moore ha tenido el cuidado de evitar ese tono mediocre y mortecino de algunas adaptaciones de videojuegos y, a golpe de entusiasmo y gracias a una puesta en escena oscura y sugerente, evita que tengamos que huir de la sala a la media hora.

Lo que no está tan claro es que merezca la pena aguantar los 99 minutos que dura, salvo que uno posea tanta curiosidad como falta de perspicacia. Más entregado a la recreación de sus criaturas aladas, Moore no disimula el secreto que se esconde en esta historia, una verdad demasiado convencional y mil veces contada. No obstante, Mark Wahlberg, un actor que no lo era cuando empezó y que a fuerza de trabajar ya casi lo parece, compone un héroe atormentado que complementa bien el juego del que surge, pero que desaparecerá de la memoria para quien no sepa cómo se coge el mando de una consola.

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Sucesión de carátulas sin alma

viernes, 24 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Paul W.S. Anderson. Intérpretes: Jason Statham, Joan Allen, Tyrese Gibson, Ian McShane, Natalie Martinez, Jacob Vargas y Fred Koehler. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 105 minutos.


Anderson , autor de títulos comoMortal Kombat , Soldier , Resident Evil y Alien vs Predator , para dar forma a esta película retuerce y entrecruza tres referentes básicos. Uno, es un remake , alumbrado desde una visión personal de La carrera de la muerte del año 2000, dirigida en 1975 por Paul Bartel y protagonizada por David Carradine y Sylvester Stallone para la factoría Corman. Los años 70, sobre todo en su primer lustro, fueron tan malos para el negocio como buenos para la libertad creativa. Al no haber mucho dinero de por medio, se dio más libertad y en ese tiempo surgieron oscuros y notables filmes como éste que ahora se copia.

Con él en su poder, Anderson, un correcto coreógrafo del horror y la violencia, acude a otras dos fuentes nutricias ya visitadas en sus anteriores empresas: la estructura acumuladora de duelos del videojuego y el guiño burdo, directo e hiperbólico a la épica de la antigua Roma.

Con todo ello Death race se comporta como un filme despolitizado con respecto al original, simple y vibrante. En un futuro cercano, la directora de una prisión de alta seguridad promueve unas peligrosas carreras de coches entre sus clientes a los que les promete libertad o muerte. El espectáculo, seguido por millones de espectadores vía televisión, se descubre como un provechoso negocio al que se cuida con la incorporación incluso de inocentes, reclutados de mala manera.

Y Anderson obtiene lo que pretende. Cien minutos de un cruce entre un filme de presidiarios tipo Cadena perpetua y el fallido experimento de los Wachowski, Speed Racer . Por lo demás, más dotado para la mecánica que para la psicología, sus personajes no existen. Jason Statham, encantado con no tener que conferir sentimiento alguno a un personaje al que le han matado la mujer y le han robado la hija, pone cara de velocidad y muestra su trabajada musculatura. Eso es todo. Ni rastro de la incorrección política del filme original y ni rastro del poder evocador de la antigua Roma. Sin nada de ello, sólo queda el videojuego; pero aquí el público jamás puede hacerse con el mando de la consola. Y eso, agota y deja de interesar incluso a quienes nunca juegan.

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Topografía de una santidad anunciada

viernes, 17 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Javier Fesser. Fotografía: Alex Catalán. Intérpretes: Nerea Camacho, Carmen Elías, Mariano Venancio y Manuela Vellés. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 143 minutos.


Concebir un filme como Camino sólo es posible desde la cercanía a los hechos narrados, desde el mismísimo roce con la herida que lo alimenta. De otro modo, ¿quién se ocuparía de un tema así sabedor de que sobre él podría caer el mismísimo cielo? O más exactamente, sabedor de que con ello convoca la ira de quienes se consideran los propietarios de ese cielo. Un paseo por Internet da noticia de la lapidación pública a la que ha sido sometido, no ya la película pues la mayoría de quienes arrojan cantos (de piedra) afirma que no la ha visto ni la verá, sino su autor, el citado Fesser. De él lo más suave que se afirma es que se trata de un tipo mentiroso, abyecto y resentido. Y sin embargo Javier Fesser habla desde ese lugar nuclear en el que las brasas arden, en ese terreno de la fe donde se representa ese duelo pulsional entre el placer/displacer y el delirio. ¿Acaso no son esas las columnas que sostienen el éxtasis propio de la santidad?

Meterse en este Camino que se interroga sobre ello sólo está al alcance de quien sabe bien de qué habla, de quien se interpela a sí mismo sobre ello y de quien duda desde la propia fe, algo propiamente unamuniano. Camino se inspira en un hecho real pero no cuenta una biografía concreta por más que lo parezca. El Camino de Fesser pertenece al reino de lo simbólico y como tal, ni elude ni evita lo hiperbólico.

Si eso está claro ¿podemos afirmar que miente Fesser como afirman algunos soldados rasos del Opus Dei en las cloacas de Internet? ¿Es su retrato de la Obra tan disparatado como el que se veía en El código Da Vinci ? Rotundamente no. Esa es su legitimidad y eso lo convierte en un filme mucho más peligroso para algunos. Porque, más allá de los viajes oníricos de su protagonista donde los sueños amortiguan el dolor de la enfermedad, algo respira en este filme fantástico que se sabe real, descriptivo y, en definitiva, verdadero.

Por eso mismo, porque Camino no busca la provocación gratuita en cuanto que se trata de una reflexión que aspira a la honestidad y al respeto, será bueno dejar la polémica a un lado para centrarse en lo que el texto lleva dentro. Y eso es un fondo complejo en su alcance y sencillo en su mecanismo. Tal vez sea este filme la obra que mejor entronca con el legado de Luis Buñuel. Como el de Calanda, el cine de Fesser se alimenta de lo real visible y de lo real soñado, de esos dos planos en los que se conjuga la esencialidad del ser y el camino hacia el (re)conocimiento de lo surreal. Utiliza la ambivalencia y el doppelganger; el juego de Alicia a través del espejo y la recreación descarnada de Juan Benet. Su filme atornilla el desbocamiento fantástico de Terry Gilliam con el clarooscuro del cine español. De ahí que, en su arranque, la película se muestre irregular, desajustada e incluso torpe. A cambio se hace perdonar gracias a unas interpretaciones brillantes y a unos efectos soberbios.

De este modo, arrebatado como su protagonista, el filme se cuestiona por lo intangible, por el dolor y la muerte, por el sentido de la vida y por los comportamientos religiosos y sus excesos. Fesser, como un funambulista que se mueve sin red, se mira a los ojos y esboza, al final del filme, una denuncia sobre la actitud profesional de unos médicos creyentes; algo mucho más perturbador que dilucidar si en verdad hubo o no aplausos. Su simpatía hacia la niña-santa es tan evidente como su identificación con ese padre eclipsado cuya paternidad le es arrebatada en nombre de Dios. Pero lejos de determinar, deja abierto el filme a un cúmulo de sensaciones incómodas. A inquietantes interrogantes que pertenecen a la esfera de lo personal e íntimo.

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Caca, culo, pis…

viernes, 17 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Nicolás López. Música: Manuel Riveiro Intérpretes: Javier Gutiérrez, Elsa Pataky, Leonardo Sbaraglia, Guillermo Toledo y Pablo Pinedo. Nacionalidad: España-Chile. 2008. Duración: 97 minutos.


Ni en las peores entregas de Ozores se hubieran dado por buenos algunos de los planos con los que se compone este filme. Lo preocupante es que todos aquellos participantes del cine de camisón corto e inteligencia inexistente -salvo tal vez el padre del landismo- se arrogaban la coartada del saber. Es decir, al menos sabían que no sabían. Aceptaban que su cine era puramente alimenticio y como tal se rodaba en dos semanas, en un chalet, con media docena de cuerpos femeninos semi-desnudos alrededor de otra media docena de cómicos de abundante caspa y en calzoncillos. Y era cine barato que se autofinanciaba. Sostenía la necesidad escapista de su público y ahora sirve para que algún estudiante analice la falta de riego del franquismo.

En el caso del cineasta chileno, Nicolás López no acontece nada de esto. Al contrario. El autor aparece como un hombre cultivado en la cultura friki, un perfecto conocedor del cine trash y de todos los modelos del explotion. Es una especie de Alex de la Iglesia pero en clave grasienta, un post-Santiago Segura carente del primigenio aliento que alumbró el primer Torrente.

Nicolás López, como el autor de Todas putas , Hernán Migoya, quien acaba de debutar como director con Soy un pelele , pertenece a una generación de directores escatológicos. Practican el caca, moco, culo, pis y pedo como si tratasen los pilares de la sabiduría. En este caso, Santos se pretende una hilarante comedia sobre el mundo del cómic y los superhéroes. Mezcla ecos de la estética manga con el pijama de superman, utiliza a Elsa Pataki, la musa del freakerío para provocar calentones y obliga a dos actores notables, Sbaraglia y Toledo, a enfangarse en la mierda (sic).

En cuanto a Javier Gutiérrez representa una prolongación del propio director. Su personaje, El niño bola, es algo así como lo que Hellboy significa para Del Toro. La diferencia estriba en el talento. Si el del primero parece suficiente, el de Nicolás López, un niño-friki-prodigio que a los 12 años ya escribía en Internet, parece haberse perdido en su temprano despertar. Sin ritmo, ni gracia, ni orden, ni sentido… sólo la pura complicidad con el descerebre puede hacer soportable lo que no tiene remedio.

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El justiciero asesinado

viernes, 17 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección: D.J. Caruso. Intérpretes: Shia LaBeouf, Michelle Monaghan, Michael Chiklis, Anthony Mackie, Billy Bob Thornton, Rosario Dawson y Ethan Embry. Nacionalidad: EE.UU. 2008. Duración: 118 minutos.


A la vista del argumento de La conspiración del pánico , se comprende que durante años Steven Spielberg quisiera dirigirlo. No lo hizo según las notas de producción por culpa de la última entrega de Indiana Jones. Tras sufrir lo que Spielberg hizo con la cuarta entrega de Jones/Ford, no cabe duda de que tampoco hubiera logrado algo sobresaliente con este Eagle eye , título original y como (casi) siempre, mucho más adecuado. Tampoco lo que hace D. J. Caruso, un cineasta afincado en el thriller y la acción, es brillante. Lo que no deja de ser una gran decepción porque por las venas de este filme, por los entresijos de su guión, fluye una gran historia que reclamará algún día a otro cineasta con más talento dispuesto a llegar al final de lo que reclama su argumento.

Su naturaleza entra de lleno en la ciencia ficción, un género muy spielbergniano. Y debe mucho a ese modelo de referencia, Stanley Kubrick, al que Spielberg admira/copia sin disimulo. Probablemente el semifracaso de A.I. (Inteligencia artificial) la historia que, ante la muerte de Kubrick, dirigió el autor de E.T., pesó a la hora de esta renuncia. Entre otras cosas porque en Eagle eye se vislumbra el mismo gesto de rebeldía robótica que Kubrick ilustró magistralmente en 2001 . Eso implicaba un tratamiento menos contemporizador que lo que el acaramelado Spielberg está dispuesto a asumir.

Ni Spielberg, ni Caruso, el guión de este filme se escapa vivo sin que se aproveche su gran potencial. Porque más allá de las persecuciones rutinarias, homenajes a Hitchcock y ese romance blando entre dos actores jóvenes llamados a triunfar, Shia LaBeouf y Michelle Monaghan, lo que aquí se ponía en juego es una interesante elucubración que el propio Asimov hubiera aplaudido.

Ante la demencial obsesión contra el terrorismo islámico, el filme insinúa que cuando la locura de los hombres les hace perder el sentido común vulnerando el principio de la justicia, tal vez la última esperanza para detener la demencia bélica descanse en la respuesta de la máquina. Una máquina capaz de detener la mano del miedo. Aquí lo intenta y de su resultado emana un sombrío testamento al que Caruso no puede o no quiere prestar atención: ese justiciero será asesinado.

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También brillan las estrellas cuando hacen el alcornoque

viernes, 10 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Joel Coen y Ethan Coen. Intérpretes: George Clooney, Frances McDormand, John Malkovich, Tilda Swinton, Richard Jenkins, Brad Pitt. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 117 minutos.

En sus dos primeras películas, los Coen inscribieron la naturaleza bicéfala de su cine. Una se hacía de crueldad ¿intolerable?; de género ¿negro? y de sangre ¿fácil? La otra vocacionalmente busca la risa, anhela ser ligera e ingeniosa y sueña con parecer ocurrente. Una lee a Chandler y sabe de Hitchcock; la otra prefiere a Wilder y rehabilita a la vieja comedia Ealing. En esas premisas permanecen firmes los Coen desde su mismo origen. Desde aquellas dos primeras películas, ¿recuerdan? Sangre fácil (1985) y Arizona Baby (1987), han alternado estas querencias básicas. Por supuesto, en estos herederos del mestizaje cultural y el cine amamantado en videoclubes bien surtidos, la forma pura nunca aparece. Lo suyo es el mix, el guiño post y la hibridación formal. Por eso mismo, nadie discute que los Coen sean un valor firme del cine de la contemporaneidad, pese a haber firmado títulos inclasificables.

Personalmente, prefiero Fargo , Muerte entre las flores y No es país para viejos a Crueldad intolerable , O Brother! y The Ladykillers . Y las prefiero por las mismas razones por las que considero a El gran Lebowski su filme vertebral y modélico; o sea, por una cuestión de equilibrio y solidez. Pero vayamos a este Quemar después de leer , película extrema que pertenece a la vertiente, digamos, más ligera de los Coen. Hay una palabra clave para determinar su naturaleza: alcornoque. Bajo su advocación, los Coen echaron mano de sus amigos de siempre. Empezaron por Frances McDormand, mujer de uno de ellos, incluyeron a dos luminarias del clan Soderbergh, Brad Pitt y George Cloney, y, para finalizar, enrolaron en este viaje seminal a presencias tan inspiradas como Tilda Swinton, Richard Jenkins e incluso un John Malkovich al borde del delirio.

«¡Actuad como alcornoques!», afirman que les decían los Coen a todos ellos. Y como las reflexiones de Bruce Lee,»be water, my friend», objeto ahora de un anuncio publicitario, estos hermanos, con la confianza de la amistad, les hicieron a todos ellos ser algo que ningún otro se hubiera atrevido: payasos capaces de reírse de sí mismos; materia actoral noble que no teme ni al ridículo ni al descalabro. Por eso, hay en esa primera línea de playa, en la confluencia de este party de estrellas sintiéndose corchos a los que el agua argumental mueve a su antojo, la sensación ¿sublime?, ¿patética? de ser/no ser realmente lo que son. Y esta actitud supone un valor añadido, un riesgo sin red ni trucos. Y ahí reside la clave de Quemar después de leer ; filme que desde su mismo título ya nos habla de mensajes secretos, de servicios de espionaje, de poderes ocultos y de hilos invisibles. Se trata de un aviso que afecta al propio argumento y a la propia naturaleza del hacer actoral. Con parodia y risas, los Coen ponen en cuestión el propio ser del poder político. Se burlan de las tramas oscuras, de los recovecos de la política, del sentido de la vida y de la dirección de la muerte.

Convocan la risa pero descargan mazazos de violencia y desgarro al mismo tiempo. Hacen blanco de las grandes cuestiones, de las últimas brasas de la guerra fría y el conflicto caliente pero, en el fondo, sus personajes tiemblan de soledad y se saben vulnerables. Más allá de la anécdota, retratos perplejos, dolientes y muchas veces vacíos, donde el cine de los Coen, y, en concreto esta película, se hace noble, eficaz y atractivo.

No alcanza el equilibrio de El gran Lebowski pero pergeña un cine noble que pertenece al grupo de las películas que ansían hacer reír porque, en el fondo, saben que hablan de lo que más daño hace al mundo: ¿la maldad? No. La estupidez.

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Terror a través del espejo

viernes, 10 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Alexandre Aja. Intérpretes: Kiefer Sutherland, Paula Patton, Amy Smart, Cameron Boyce, Erica Gluck, Jason Flemyng. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 110 minutos.

En apenas tres películas ha gastado Alexandre Aja un nombre, el suyo propio. Era un nombre llamado a brillar. La primera vez que de este cineasta francés se tuvo noticia fue una pequeña sacudida, un relámpago que centelleó en el festival de Sitges, donde Aja acaparó premios y parabienes con su segundo largometraje, titulado Alta tensión . Han pasado apenas cuatro años y dos películas más para que, sobre aquel incontestable calambrazo, ahora se perciban sombras de duda. Tras Alta tensión , Aja hizo un remake inteligente y efectista deLas colinas tienen ojos . Sin ambicionar renovar el género ni conformar una obra de esas que ahora se denominan icónicas, Aja demostraba al talento de su inicio, una capacidad de adaptación a la gran industria. O sea, sabía trabajar bien para Hollywood.

Por eso, cuando se anunció Reflejos , Aja parecía reafirmarse en su imagen pública. Para entendernos, Aja volvía a incidir en ese cine de género que le vio nacer, el terror. Además, lejos de arrogarse una voz singular, repetía esa actitud que unos tildan de artesana y otros de mercenaria: trabajar para cuenta ajena y trabajar para el público.

Esa aparente falta de pretensiones, más formal que real, encierra una declaración de intenciones. La paradoja se produce cuando Aja abrió hace una semana con su Reflejos el festival de cine que le vio nacer, Sitges. Y además, adaptando un filme de bandera coreana, oscuro e irregular que se presentó en este festival catalán el mismo año en que él triunfaba con Alta tensión . Como si de una maldición se tratase, ese espacio que lo encumbró en su día fue testigo hace siete días no de su descalabro, pero sí del alto peaje que exige el cine comercial cuando sobre éste penden excesivas expectativas. Pero conviene no exagerar. No sería justo ni con el cineasta francés, ni con este filme más que correcto que empieza con mucha fuerza para diluirse conforme avanza su propuesta. La idea original que en su versión oriental, Geoul Sokeuro (Into The Mirror) , se agrietaba por la debilidad interpretativa, aquí no se rompe pero no logra sobrevolar por encima de un argumento más ingenioso que profundo, más sorprendente que inquietante. Podría perturbar, pero prefiere los sustos.

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Chica feliz busca lo imposible

viernes, 10 de octubre de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Mike Leigh. Intérpretes: Sally Hawkins, Alexis Zegerman, Andrea Riseborough, Samuel Roukin, Sinéad Matthews, Kate O’Flynn, Sarah Niles. Nacionalidad: Reino Unido. 2008. Duración: 118 minutos.

La interpretación de Sally Hawkins no deja opción, no admite equidistancias. No es culpa suya. La responsabilidad descansa en su director, un Mike Leigh que, tras pasarse años radiografiando la angustia social, las cloacas de la desigualdad y la perfidia del poder, se saca una película dedicada a las ganas de vivir. Mike Leigh, para quien no esté familiarizado con su trabajo, representa un estilo peculiar, una rara avis en un campo, el británico, dominado por fabuladores brillantes y documentalistas combativos. De acercarse a algún lado, nadie discutiría que Leigh se debe más a estos últimos, y que en su cine se perciben más rasgos comunes con Frears y Loach que con Scott y Ritchie. No obstante, un análisis más pormenorizado descubre algunas incursiones sorprendentes.

Buen director de actrices, Leigh repite aquí su ideario dando el mando del filme a Sally Hawkins. Su personaje, Poppy -¿alguien cabal con más de 12 años puede llamarse así?- habla sin parar, ríe sin que venga a cuento, a veces parece simple y, a veces, sobrevuela los pantanos del desafecto con la lucidez de un anciano sabio. El punto a debatir tras verla durante dos horas sin cerrar jamás la boca abre un foso insalvable. A un lado estarán los que no la soportan. Al otro, los que la disfrutan y hasta la entienden. Si usted es de los primeros, tendrá casi imposible gozar con la película. Ahora bien, el meollo de la cuestión, lo que le da consistencia, reside precisamente en lo que se encuentra en el fondo de ese foso profundo.

El interrogante que fluye de esa oscuridad plantea una única cuestión a través de una docena de afilados retratos reconocibles, conmovedores y verdaderos. La pregunta se resume en lo que está explícito en su título: ¿es realmente feliz el personaje de Sally Hawkins, se puede -podemos- ser feliz(es) en esta vida? La respuesta no admite negociación: no. No al menos de ese manera absoluta y satisfecha propia de los necios. El resto se enroca en la historia que se nos cuenta, un relato que abunda en detalles apreciables, en descripciones pormenorizadas y en una cuestión que a todos nos conmueve: el ansia de felicidad y las tribulaciones que sufre el ser humano para al menos sonreír ante la adversidad y confiar en el futuro.

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El árbol contra el cemento

viernes, 3 de octubre de 2008 Sin comentarios

Director: Eran Riklis Guión: Suha Arraf y Eran Riklis Intérpretes: Hiam Abbass, Ali Suliman, Doron Tavory, Rona Lipaz Michael, Tarik Copti y Amos Lavie Nacionalidad: Israel, Alemania y Francia 2008 Duración: 106 minutos.

Al comienzo de Los limoneros , anclado en esa zona vertebral en la que el guión se juega su verosimilitud, germina un trampantojo argumental escondido en la escritura del guión. De manera que el conflicto sobre el que descansa todo el largo proceso judicial, esa escalera hacia el cielo de la Justicia donde cada peldaño significa un nuevo tribunal, deviene en puro pretexto. Sobre él crece este filme de emoción contenida y de alcance largo que nace de un grave error de cálculo del aparato de seguridad del Gobierno israelí. Un imposible, porque ¿qué incompetente servicio policial permitiría que la residencia del ministro de Defensa estuviese al pie de un campo de limoneros palestino, excelente escondite-trampa para todo tipo de atentados?

Si el espectador acepta este espejismo y se dedica a lo que el filme le propone, todo lo demás le parecerá aceptable, real, cabal e incluso cercano. Al mismo tiempo, a Eran Riklis, esa absurda situación del punto de partida le viene bien para diseccionar la ridiculez cotidiana del conflicto palestino-israelí, ¿acaso no se empeñó Israel en levantar su Estado judío en un campo de piedras y fuego?

Pero aquí no se trata ya de describir las condiciones de los terroristas suicidas ni de recrear el frente de batalla. Aquí todo adquiere la intención de adentrarse en los intersticios de la angustia de la sociedad civil, esa población inerme e indefensa que soporta lo irracional, el miedo y la muerte.

En Los limoneros se simplifica el conflicto de Oriente Medio a través de una fábula adulta llena de una poderosa sensualidad y gracias a un conmovedor relato. Cabe el error de tomar demasiado a la ligera este filme, que en su desarrollo se muestra sencillo, directo e incluso excesivamente benigno y positivo. Pero que su director prefiera el estallido cromático de los limones al ensordecedor sonido de los disparos no significa que en este bello filme no respiren cuestiones hondas bajo el pretexto de una anécdota de proverbio. El argumento es simple. Como consecuencia de esa elección de la residencia particular de un ministro israelí al lado de un campo de limones, camuflaje ideal para realizar atentados, el aparato militar decide que hay que arrancar los limoneros, fuente de sustento de una bella viuda que, al lado de un anciano que durante toda su vida ha ayudado a la familia, cultiva con mimo el susodicho frutal.

Por lógica, ese campo almacena una metáfora esencial del conflicto político. Esos limoneros anclados en la tierra poseen raíces profundas cuya existencia ahora se ve amenazada por una culpa que ni la joven viuda ni su empleado representan. Reos de un temor en el que nada tienen que ver, Eran Riklis, al estilo del Zhang Yimou de Qiu Ju, una mujer china, convierte al personaje de Hiam Abbass en el motor de un periplo por el interior de la vida cotidiana de Israel. Lo mejor de la película reside en esos recovecos ilustrados por personajes secundarios, por diálogos breves, por presencias de un subterráneo juego de poder que mueve unos hilos de acero tan invisibles a la vista como cercenadores en su aplicación.

El filme de Eran Riklis desarrolla también una sensible historia de amor en medio de un estado de las cosas putrefacto. Una radiografía nada simplista hecha a golpe de arabescos emocionales, de engarzados políticos y de comprensiones sin complacencia ante las paradojas de la existencia. Además, si el filme de Riklis arranca sobre un trampantojo, culmina con un monumento a la idiocia humana. Eso y no otra cosa se antoja ese muro final que enjaula a quien lo levanta y que usurpa a unos y otros la grandeza esencial del paisaje: el gozo de un horizonte libre, originario y pacífico.

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