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Archivo para mayo, 2009

Música triste para un cobarde sonámbulo

viernes, 29 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Vicente Amorim. Intérpretes: Viggo Mortensen, Jason Isaacs , Jodie Whittaker, Mark Strong, Steven Mackintosh, Gemma Jones. Nacionalidad: Reino Unido y Alemania. 2008. Duración: 96 minutos.

Mahler , mejor dicho su música, conforma dentro de este filme un entramado sonoro que, como arenas movedizas, engulle nuestra resistencia al horror. Y lo hace con un relato sobre el monstruo que habita en el conformismo del ser humano. Gustav Mahler, el último gran compositor vienés -aunque nació en la actual República Checa- fue un músico judío al que los nazis despreciaron y que, ahora, con vocación de justicia poética, Good rinde tributo en una elección cargada de significado. Con destacar esto se subraya algo evidente en este filme, todo aparece diseñado como un sólido puzle en el que no hay pieza que sobre ni detalle que resulta banal.

No me detendré demasiado en el origen de Good . Nació como obra teatral en 1981 para asomarse a la cartelera londinense, desde donde se impuso como uno de esos textos que nacen para permanecer a través del tiempo. Escrita por C.P. Taylor, la obra fue reconocida como lo que es, un denso, conmovedor y terrible ensayo sobre la maldad de los buenos. Su adaptación al cine ha tardado en llegar pero lo hace con su cargamento pleno y extraño, de honda raigambre moral, con la que muestra los sutiles nudos que tejen la asfixiante red de la corrupción. Hay algunas elecciones sorprendentes, por ejemplo, la propia designación de Amorim, un escritor y director brasileño que, por azar, nació en la Viena del año 1966, para dirigir un texto que sin duda está lleno de peligros. No es una obra fácil ni se agota en esas lágrimas de impotencia con la que se cierra el relato. Es más, en ella hay más de un juego paradójico de combinaciones y simetrías. Con ellas se enhebra la sombra de esa Viena, presente en Mahler y en Amorim, con los ecos psicoanalíticos de Freud y los airados quejidos de una madre enferma. Cosas así enturbian un filme de por sí turbio que nos recuerda que los peores canallas rara vez lucen rostros monstruosos.

Es probable que un director más personal se hubiera tomado mayores libertades con el libreto de Taylor, aportando al protagonista de la historia esos pliegues que lo alejaran del arquetipo para anclarlo en la tierra firme. Pero Amorim opta por el camino de la sobriedad, sus arrugas son funcionales, esconden nada y son fruto del excesivo hieratismo de un personaje castrado.

En esencia, de lo que habla Good es del bueno. De ese ciudadano ejemplar, profesor seducible, marido servicial, hijo afable y padre comprensivo ubicado en la Alemania de los años 30, la que vio crecer el virus del nacionalsocialismo. Amorim no elude su moraleja final: interrogarse por ese proceso infernal que desemboca en la imagen de un carnicero de las SS, un oficial ario, de facciones suaves y rostro estupefacto en medio de un campo de exterminio. A su lado, desfilan los muertos arrullados por una música infinitamente triste que aporta más tristeza a la recreación de la mayor de las locuras del hombre del siglo XX. Good , el bueno, es un eufemismo para denominar al peor de los culpables, al cobarde pasivo, al colaborador con el crimen y la injusticia, al pusilánime que siempre se esconde detrás de los otros. El filme se sirve de un brote de delirio, una ráfaga de locura por la que el profesor que encarna Mortensen conforme se envilece, engatusado primero por la vanidad, luego por la ambición y siempre por el miedo, escucha el triste cántico de las víctimas que su indolencia provoca. Lo terrible de este cobarde sonámbulo es que, con su actitud, hace que los fantasmas delirados dejen paso a víctimas de carne y hueso. Y lo insoportable de Good es saber que muchos canallas actuales se parecen al bueno, y eso hace de este filme un texto tan incómodo como necesario.

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El vividor de la ancianidad

viernes, 29 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Gianni Di Gregorio. Intérpretes: Gianni Di Gregorio, Valeria De Franciscis, Marina Cacciotti, Maria Calìzia, Grazia Cesarini Sforza, Alfonso Santagata y Luigi Marchetti. Nacionalidad: Italia. 2008. Duración: 75 minutos.

Algunas películas, confieso que yo he encontrado pocas, resultan atractivas antes y después de ser vistas, pero no durante. En el tiempo de su experimentación real, cuando el celuloide corre y los personajes muestran su núcleo, acontece algo incómodo, algo así como una sensación de vacío. Se ven porque justo es dejarles mostrar todos sus misterios, pero en ese proceso apenas hay algo que merezca la pena. Lo interesante acontece en ese espacio metafílmico, en esa tierra de nadie que incluye lo que rodea a su creador y lo que acaba por destilar, tras su clausura, su obra. Una buena amiga explicaba perfectamente la sensación que fluye tras ver Vacaciones de Ferragosto . Cuando salen los títulos de crédito del final, decía, es cuando da la impresión de que va a empezar la película. Y dice bien porque es, en ese instante, cuando comienza el filme. Pero le corresponderá completarlo al espectador porque para entonces, tras 75 minutos, las luces de la sala se han encendido y la entrada ya no da derecho a nada.

Si no supiéramos que Gianni Di Gregorio escribió el guión de Gomorra , pocos hubieran reparado en este filme de abuelitas acogidas por un vividor que recuerda al Fellini de I vitelloni . Su protagonista en la ficción, él mismo, es de esa casta de hombres ociosos que se encaminan hacia su vejez sin capacidad de trabajo, sin voluntad de amor, sin curiosidad ni deseo, tan solo, tal vez, con el vicio de la gula; un placer que puede ser social pero que termina siendo severamente onanista.

Vacaciones de Ferragosto no pasó en la realidad porque Di Gregorio no aceptó la sugerencia de su casero de cuidar a su madre, pero acontece en la realidad de la pantalla. Esboza una pregunta única: ¿qué hacemos con la gente mayor? Y contesta: pagar para quitárnosla de encima. De eso va este filme que da la sensación de desaprovechar a sus personajes, que amaga pero no pega y que rinde homenaje a Nanni Moretti y al neorrealismo del siglo XXI. No da mucho, pero deja un gran escozor. Algo perverso y cruel atraviesa esa reunión de viejecitas carentes de afecto que pagan a un gigolo indolente para que les facilite un poco de libertad. Y como el cine clásico, cuando el chulo cobra, la cámara funde en negro y lo real no se muestra.

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Clona que algo queda

viernes, 29 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Shawn Levy. Guión: Robert Ben Garant y Thomas Lennon. Intérpretes: Ben Stiller, Amy Adams, Owen Wilson, Hank Azaria, Christopher Guest, Ricky Gervais, Alain Chabat. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 105 minutos.

El éxito de la aventura que mostraba a Ben Stiller desbordado por las criaturas, momias, maniquíes, estatuas y soldados de miniatura que habitan en el Museo de Ciencias Naturales de Nueva York no admitía dudas. En el delirio de ese espacio en el que los personajes, como vampiros sin colmillos, cobran la vida al anochecer gracias a una maldición egipcia, yace un una mina que no podía dejarse sin exprimir. Y Ben Stiller, que es algo así como el Soderbergh de la risa, esto es, alterna el experimento radical con la comedia de encargo, supo que acababa de descubrir su pulmón dinerario. Era cuestión de meses que la operación pánico en el museo 2 formalizara su segunda entrega. Y aquí está. Como un clon de la primera.

Eso sí, un clon más exacerbado, más costoso y más espectacular, pero no necesariamente mejor, aunque se partía de lo malo. Nunca en cuestiones de talento ha habido una corresponsabilidad entre lo que se da y lo que se recibe. Al menos, no en materia de calidad. En beneficios no ocurre lo mismo porque el masaje del griterío publicitario vende incluso lo que no existe. Este sí existe y da lo que promete, por eso bate récords.

En realidad, esta Batalla de Smithsonian , subtítulo del filme que vuelve a dirigir el discreto Shawn Levy, arranca con desgana aunque aquí acune una moraleja. La de hacernos ver que el personaje de Ben Stiller, ahora convertido en un industrial enriquecido gracias a inventos tan ingeniosos como una linterna que brilla en la oscuridad, añora la sensación de sentirse rodeado por sus compinches de cera y piedra. O sea, «el dinero no da la felicidad». Sin duda, un buen placebo en tiempo de crisis, para quienes nada saben del paro. Como el único recurso es el calco, se cambia el espacio de Nueva York por los inmensos museos de Washington. Todo es tan anodino como desmesurado. Nada nuevo salvo una secuencia memorable. La que permite al personaje de Ben Stiller penetrar en el escenario del famoso beso entre un marinero y una enfermera que captó Alfred Eisenstaedt en Nueva York y que simboliza el final de la II Guerra Mundial. El resto ya lo habíamos visto antes, pero una gran parte del público actual se comporta como niños, no se cansa de pagar por ver lo que ya ha visto.

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Demasiado ruido para decir nada

sábado, 23 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Ron Howard. Intérpretes: Tom Hanks, Ewan McGregor, Ayelet Zurer , Stellan Skarsgård, Pierfrancesco Favino, Nikolaj Lie Kaas y Armin Mueller-Stahl. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 138 minutos.

Roma fue la ciudad más amada por Sigmund Freud. Veía en sus ruinas, en ese reposo simbólico que cultiva lo que se resiste al cáncer de la Historia, la clave decisiva para entender la naturaleza del psicoanálisis. Esa Roma, llave a la interpretación de los sueños y manifiesto sobre el poder del subconsciente, sirvió para que Dan Brown, el vástago mayor de una organista y un profesor de matemáticas, ambientara su segunda novela, Ángeles y demonios . De la primera, La fortaleza digital , cuya acción acontece entre EEUU y España, no vendió nada. Pero la cuarta, El Código Da Vinci , la sublimación del best seller , significó para él la madre de todas las loterías.

Resulta sorprendente la sencillez de las recetas con las que se levantan estas novelas millonarias. Por ejemplo, Arturo Pérez Reverte, se sirve del oficio del reportero que fue con los ecos de las novelas ilustradas que de niño leía. De eso, y de una altanería que mezcla el cinismo de un bucanero de puerto deportivo con la insolencia del resabiado de la clase. En el caso de Dan Brown, aunque él no lo diga en voz alta, hay mucho del autor de El malestar en la cultura . En ese sentido, en la fórmula Brown se percibe el legado de la literatura pulp , esa que el padre de Kill Bill homenajea, una innegable devoción por Conan Doyle y mucho Freud, sobre todo el que desmenuzó al Moisés de Miguel Ángel y se adentró en los pliegues íntimos de Da Vinci y la sombra materna.

Nada singular hasta el momento. A la sombra de Freud, autores como Buñuel y Hitchcock gestaron sus mejores películas. Sin embargo nada hay de ellos en estas incursiones de Ron Howard. Al contrario, todo en El código Da Vinci primero y en Ángeles y demonios ahora, se despeña por el abismo de lo evidente, de lo inane, de la traca. Y podía no haber sido así. Liberado del yugo del respeto a la letra impresa de Brown tras el descomunal éxito de la película dedicada al misterio del cuadro de la Última Cena , Howard, que reubica Ángeles y demonios como una aventura que transcurre después de la de la Mona Lisa , podría haber hecho ¿otra cosa? A la vista de la trama del guión lo tenía difícil. Su argumento inspira lástima.

Y es que resulta grotesco que se levante un artefacto tan alambicado en torno al Arte y la Historia y se sea incapaz de imprimir un poco de sentido común y algo de lógica a los protagonistas del presente. De qué sirve tejer un cordón umbilical entre Galileo y Bernini, una red simbólica que atrapa todas las iglesias de Roma en una venganza enterrada en los sótanos del Vaticano para desnudar el núcleo decisivo de la lucha entre la Fe y la Ciencia, si se es tan inepto que no se sabe escribir una trama policíaca mínimamente sólida. En esta ocasión, además, el escándalo religioso se aminora, se diluye, entre otras cosas porque, al paso que va, el casto personaje de Hanks abrazará la fe católica. Aquí los posibles desaires al Vaticano no apuntan a los símbolos religiosos sino al comportamiento de sus generales. Como en El Padrino III de Coppola, Ángeles y demonios denuncia el asesinato de un Papa, muestra los tejemanejes del cónclave eclesiástico y dibuja un panorama de ancianos purpurados que, en manos más capaces, hubiera provocado escalofríos.

En su lugar todo se reduce a un comienzo fulgurante y a una cámara lanzada a tumba abierta al estilo del Rojo de Kieslowski, para mostrar la creación de la partícula de Dios en el corazón del CERN. Y allí, entre sangre y vacío, fugazmente, se entrevé, en el escenario del origen, en la escena del crimen, una reproducción de la estatua del Moisés de Miguel Ángel. Ante esa presencia sugerente de silencio grave y símbolo hondo, Brown y Howard enmudecen. En lugar de hacer cine y literatura, ponen nada.

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Historias tristes

sábado, 23 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Andrea Martínez Crowther. Intérpretes: Bárbara Mori, Fernando Luján, Carmelo Gómez, Lucía Jiménez, Paulina Gaitán, Blanca Guerra y Arturo Ríos. Nacionalidad: México y España. 2008. Duración: 98 minutos.

En una caja humilde, una adolescente airada guarda pequeños objetos. Con esas pequeñas cosas de fondo, como si estableciera un recorrido cartográfico, arranca un filme de personajes tristes zarandeados en un mar de tristes historias. Con esos objetos se engarzan los capítulos/personajes/relatos de este filme, como si con ello, Andrea Martínez nos avisase de que en esa caja descansan mil y un relatos, cuentos incontables de los que ella escoge algunos para debutar como cineasta.

La cuestión es que aquí todo se cierra sobre sí mismo en un resolver con el que Andrea Martínez acaricia el deseo de acabar bien lo que mal empieza. Son fábulas oscuras, como la desesperación de un hombre impotente acomplejado por la culpa de una infidelidad y herido por el afecto frustrado de su mujer desorientada; cuentos terribles, como el duelo de una amazona campeona de tiro con arco de lecho helado y actitud narcisista que se encuentra a sí misma cuando siente que podría perder a su hijo de cinco años. También se cuenta, también se canta, la soledad de un psicólogo viejo y sabio cuyo conocimiento no le reconcilia con su hija y la desesperada incertidumbre de una adolescente que carga con su abuela y su hermana pequeña y cuya única luz consiste en meter en una caja insignificantes cosas que encuentra tiradas en el camino de la vida. Lo que durante hora y media trata de demostrar este filme es que dichas cosas pueden carecer de valor, pero significan. A (de)mostrar qué significan y por qué, es a lo que se destina esta emotiva película de aire apesadumbrado, de mirada lacónica, de buenos sentimientos, de temblorosa escritura. Es cine del que no se lleva, cine que poco sabe del cinismo, eso que llaman cine pequeño y que resulta tan difícil de reseñar. Para evaluarlo, para sujetar su naturaleza se ha acudido, supongo que por proximidad geográfica, al deshacer del González Iñárritu de Amores perros y al recrear del Robert Altman de Historias cruzadas . Seguro que de ellos sabe Martínez, pero en su imaginario pesa más el toque positivista del Sorín de Historias mínimas y el jarabe sentimental de la Isabel Coixet de Mi vida sin mí . Lo que elabora es una mezcla que reconforta mucho a algunos; pero también empalaga a otros, por eso mismo, por tanta triste dulzura.

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De Tarantino a losTrinidad

sábado, 23 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Murilo Pasta. Intérpretes: Mariana Loureiro, Fele Martínez, Seu Jorge, Márcio Garcia, Paca Gabaldón, Rosi Campos, Norival Rizzo y Nanda Costa. Nacionalidad: España, Brasil. 2008. Duración: 110 minutos.

Para hacerse a la idea de lo que Carmo lleva dentro bastaría con citar un par de sus «ingeniosidades» talentosas. De hecho, rememorar más de dos significaría adentrarse en el terreno de la pesadilla, porque nada hay en esta road movie merecedor de ser revivido. Una es visual. Durante buena parte de la huida a tontas y locas del personaje de Fele Martínez y Mariana Loureito, una especie de Victoria Abril brasileña, esconden decenas de cajas del producto Pear, representado por una pera mordida, en la parte de atrás de una ranchera. Que los feligreses de Apple les perdonen, y por una vez estamos de acuerdo, esta broma que es una soberana tontería. Como tontería es la segunda procacidad graciosa que traemos a colación. En este caso es retórica. Se trata del guiño del para-para , porque su protagonista es un paraguayo y paralítico. ¡Qué risa! ¿No?

En esa papeleta, que no papel, se ha metido un Fele Martínez engañado; se creía el Woody Harrelson del Asesinos natos de Oliver Stone y probablemente el segundo día de rodaje se percató de que su personaje ni siquiera podría mantener la mirada al de Karra Elejalde en Airbarg .

Sin duda ahí reside la clave de este despropósito que se estrena con la única medalla de haber sido admitido en el festival de Sundance. Murilo Pasta coge el mando de la dirección con un ojo puesto en el Rodríguez de El mariachi y con el otro, en el Tarantino/Scott de Amor a quemarropa . Entre medias, saca partido a su origen brasileño, como si fuera el Meirelles de Ciudad de dios , e incluso tiene tiempo para filmar huellas antropológicas y rostros autóctonos al estilo de Glauber Rocha. Pero con tanto cruce de miradas estrábicas sólo se logra alumbrar… una empanada. Con ella, lo que presume de modernidad no llega a cine Z de los años 70; lo que parece homenajear al maestro Leone se parece a lo que hacían los Trinidad.

Y es que Carmo posee un guión con aromas de Ketama y sobredosis de café; es fruto de una dirección que no conoce brújula ni calibre. Ni siquiera los actores, pese a sus evidentes esfuerzos, logran lo que se pretende: compaginar el humor Coen con la aceleración Ritchie. ¿O era al revés? A la vista del resultado la pregunta es ¿a quién le importa?

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Demasiado ruido para decir nada

viernes, 22 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Ron Howard. Intérpretes: Tom Hanks, Ewan McGregor, Ayelet Zurer , Stellan Skarsgård, Pierfrancesco Favino, Nikolaj Lie Kaas y Armin Mueller-Stahl. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 138 minutos.

Roma fue la ciudad más amada por Sigmund Freud. Veía en sus ruinas, en ese reposo simbólico que cultiva lo que se resiste al cáncer de la Historia, la clave decisiva para entender la naturaleza del psicoanálisis. Esa Roma, llave a la interpretación de los sueños y manifiesto sobre el poder del subconsciente, sirvió para que Dan Brown, el vástago mayor de una organista y un profesor de matemáticas, ambientara su segunda novela, Ángeles y demonios . De la primera, La fortaleza digital , cuya acción acontece entre EEUU y España, no vendió nada. Pero la cuarta, El Código Da Vinci , la sublimación del best seller , significó para él la madre de todas las loterías.

Resulta sorprendente la sencillez de las recetas con las que se levantan estas novelas millonarias. Por ejemplo, Arturo Pérez Reverte, se sirve del oficio del reportero que fue con los ecos de las novelas ilustradas que de niño leía. De eso, y de una altanería que mezcla el cinismo de un bucanero de puerto deportivo con la insolencia del resabiado de la clase. En el caso de Dan Brown, aunque él no lo diga en voz alta, hay mucho del autor de El malestar en la cultura . En ese sentido, en la fórmula Brown se percibe el legado de la literatura pulp , esa que el padre de Kill Bill homenajea, una innegable devoción por Conan Doyle y mucho Freud, sobre todo el que desmenuzó al Moisés de Miguel Ángel y se adentró en los pliegues íntimos de Da Vinci y la sombra materna.

Nada singular hasta el momento. A la sombra de Freud, autores como Buñuel y Hitchcock gestaron sus mejores películas. Sin embargo nada hay de ellos en estas incursiones de Ron Howard. Al contrario, todo en El código Da Vinci primero y en Ángeles y demonios ahora, se despeña por el abismo de lo evidente, de lo inane, de la traca. Y podía no haber sido así. Liberado del yugo del respeto a la letra impresa de Brown tras el descomunal éxito de la película dedicada al misterio del cuadro de la Última Cena , Howard, que reubica Ángeles y demonios como una aventura que transcurre después de la de la Mona Lisa , podría haber hecho ¿otra cosa? A la vista de la trama del guión lo tenía difícil. Su argumento inspira lástima.

Y es que resulta grotesco que se levante un artefacto tan alambicado en torno al Arte y la Historia y se sea incapaz de imprimir un poco de sentido común y algo de lógica a los protagonistas del presente. De qué sirve tejer un cordón umbilical entre Galileo y Bernini, una red simbólica que atrapa todas las iglesias de Roma en una venganza enterrada en los sótanos del Vaticano para desnudar el núcleo decisivo de la lucha entre la Fe y la Ciencia, si se es tan inepto que no se sabe escribir una trama policíaca mínimamente sólida. En esta ocasión, además, el escándalo religioso se aminora, se diluye, entre otras cosas porque, al paso que va, el casto personaje de Hanks abrazará la fe católica. Aquí los posibles desaires al Vaticano no apuntan a los símbolos religiosos sino al comportamiento de sus generales. Como en El Padrino III de Coppola, Ángeles y demonios denuncia el asesinato de un Papa, muestra los tejemanejes del cónclave eclesiástico y dibuja un panorama de ancianos purpurados que, en manos más capaces, hubiera provocado escalofríos.

En su lugar todo se reduce a un comienzo fulgurante y a una cámara lanzada a tumba abierta al estilo del Rojo de Kieslowski, para mostrar la creación de la partícula de Dios en el corazón del CERN. Y allí, entre sangre y vacío, fugazmente, se entrevé, en el escenario del origen, en la escena del crimen, una reproducción de la estatua del Moisés de Miguel Ángel. Ante esa presencia sugerente de silencio grave y símbolo hondo, Brown y Howard enmudecen. En lugar de hacer cine y literatura, ponen nada.

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De Tarantino a los Trinidad

viernes, 22 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Murilo Pasta. Intérpretes: Mariana Loureiro, Fele Martínez, Seu Jorge, Márcio Garcia, Paca Gabaldón, Rosi Campos, Norival Rizzo y Nanda Costa. Nacionalidad: España, Brasil. 2008. Duración: 110 minutos.

Para hacerse a la idea de lo que Carmo lleva dentro bastaría con citar un par de sus «ingeniosidades» talentosas. De hecho, rememorar más de dos significaría adentrarse en el terreno de la pesadilla, porque nada hay en esta road movie merecedor de ser revivido. Una es visual. Durante buena parte de la huida a tontas y locas del personaje de Fele Martínez y Mariana Loureito, una especie de Victoria Abril brasileña, esconden decenas de cajas del producto Pear, representado por una pera mordida, en la parte de atrás de una ranchera. Que los feligreses de Apple les perdonen, y por una vez estamos de acuerdo, esta broma que es una soberana tontería. Como tontería es la segunda procacidad graciosa que traemos a colación. En este caso es retórica. Se trata del guiño del para-para , porque su protagonista es un paraguayo y paralítico. ¡Qué risa! ¿No?

En esa papeleta, que no papel, se ha metido un Fele Martínez engañado; se creía el Woody Harrelson del Asesinos natos de Oliver Stone y probablemente el segundo día de rodaje se percató de que su personaje ni siquiera podría mantener la mirada al de Karra Elejalde en Airbarg .

Sin duda ahí reside la clave de este despropósito que se estrena con la única medalla de haber sido admitido en el festival de Sundance. Murilo Pasta coge el mando de la dirección con un ojo puesto en el Rodríguez de El mariachi y con el otro, en el Tarantino/Scott de Amor a quemarropa . Entre medias, saca partido a su origen brasileño, como si fuera el Meirelles de Ciudad de dios , e incluso tiene tiempo para filmar huellas antropológicas y rostros autóctonos al estilo de Glauber Rocha. Pero con tanto cruce de miradas estrábicas sólo se logra alumbrar… una empanada. Con ella, lo que presume de modernidad no llega a cine Z de los años 70; lo que parece homenajear al maestro Leone se parece a lo que hacían los Trinidad.

Y es que Carmo posee un guión con aromas de Ketama y sobredosis de café; es fruto de una dirección que no conoce brújula ni calibre. Ni siquiera los actores, pese a sus evidentes esfuerzos, logran lo que se pretende: compaginar el humor Coen con la aceleración Ritchie. ¿O era al revés? A la vista del resultado la pregunta es ¿a quién le importa?

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Historias tristes

viernes, 22 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Andrea Martínez Crowther. Intérpretes: Bárbara Mori, Fernando Luján, Carmelo Gómez, Lucía Jiménez, Paulina Gaitán, Blanca Guerra y Arturo Ríos. Nacionalidad: México y España. 2008. Duración: 98 minutos.

En una caja humilde, una adolescente airada guarda pequeños objetos. Con esas pequeñas cosas de fondo, como si estableciera un recorrido cartográfico, arranca un filme de personajes tristes zarandeados en un mar de tristes historias. Con esos objetos se engarzan los capítulos/personajes/relatos de este filme, como si con ello, Andrea Martínez nos avisase de que en esa caja descansan mil y un relatos, cuentos incontables de los que ella escoge algunos para debutar como cineasta.

La cuestión es que aquí todo se cierra sobre sí mismo en un resolver con el que Andrea Martínez acaricia el deseo de acabar bien lo que mal empieza. Son fábulas oscuras, como la desesperación de un hombre impotente acomplejado por la culpa de una infidelidad y herido por el afecto frustrado de su mujer desorientada; cuentos terribles, como el duelo de una amazona campeona de tiro con arco de lecho helado y actitud narcisista que se encuentra a sí misma cuando siente que podría perder a su hijo de cinco años. También se cuenta, también se canta, la soledad de un psicólogo viejo y sabio cuyo conocimiento no le reconcilia con su hija y la desesperada incertidumbre de una adolescente que carga con su abuela y su hermana pequeña y cuya única luz consiste en meter en una caja insignificantes cosas que encuentra tiradas en el camino de la vida. Lo que durante hora y media trata de demostrar este filme es que dichas cosas pueden carecer de valor, pero significan. A (de)mostrar qué significan y por qué, es a lo que se destina esta emotiva película de aire apesadumbrado, de mirada lacónica, de buenos sentimientos, de temblorosa escritura. Es cine del que no se lleva, cine que poco sabe del cinismo, eso que llaman cine pequeño y que resulta tan difícil de reseñar. Para evaluarlo, para sujetar su naturaleza se ha acudido, supongo que por proximidad geográfica, al deshacer del González Iñárritu de Amores perros y al recrear del Robert Altman de Historias cruzadas . Seguro que de ellos sabe Martínez, pero en su imaginario pesa más el toque positivista del Sorín de Historias mínimas y el jarabe sentimental de la Isabel Coixet de Mi vida sin mí . Lo que elabora es una mezcla que reconforta mucho a algunos; pero también empalaga a otros, por eso mismo, por tanta triste dulzura.

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Lo que George Lucas no supo hacer

viernes, 15 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: J.J. Abrams. Intérpretes: Chris Pine, Zachary Quinto, Leonard Nimoy, Eric Bana, Karl Urban, Bruce Greenwood, Simon Pegg, John Cho y Winona Ryder. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 126 minutos

La duda decisiva de la undécima entrega cinematográfica de Star Trek consiste en saber qué motivó la decisión de los publicistas a la hora de elegir el cartel de Star Trek . Veámoslo.

La versión yanqui más divulgada del afiche de lanzamiento consiste en la silueta de la nave Enterprise justo cuando entra en velocidad extrema y su contorno se diluye. Limpia imagen cinética que da al filme un reclamo un poco abstracto y bastante retro. En cambio, la versión europea más repetida es la que recoge el ataque final de los romulianos quienes, con un perforador titánico, horadan la tierra en San Francisco, lugar de terremotos, para provocar en ella un agujero negro por donde acabará desapareciendo el planeta. Y aquí surge la primera paradoja al comprobar cómo, en tiempo de crisis, para esta Europa se escoge una atmósfera catastrofista mientras que para los EEUU de Obama se opta por una imagen limpia, abstracta, cibernética. El común denominador en ambos continentes es que no hay noticia en los carteles de Star Trek ni de Kirk, ni de Spock. ¿Por qué?

La respuesta es unívoca. Por pura cuestión de fotogenia. Parece indiscutible que, si no se ha visto el filme y uno se deja llevar por las imágenes de Chris Pine (el capitán Kirk) y Zachary Quinto (el vulcaniano Spock), cuesta mucho pagar por ver una película que los tiene como protagonistas. Y sin embargo, cuando se han consumido las dos horas largas del filme de J.J. Abrams, la percepción que se impone es radicalmente distinta. No son unos clones higienizados, replicantes barbilampiños sino verdaderos personajes con carisma. Pero eso sólo se aprecia tras ver el filme de ahí que en los carteles se les deje de lado.

Star Trek 2009 , no sólo es la mejor película de la serie sino que J.J. Abrams ha conseguido lo que George Lucas no supo hacer con Star Wars , seducir a los jóvenes públicos de ahora sin avergonzar a sus padres. Y no era sencillo ante una franquicia que genera una subcultura activa y proteccionista. Miles de trekkies de todo el mundo se comportan como doctores universitarios capaces de recitar de memoria todos los versículos de la Bibliatrek . Son devotos feligreses de Gene Roddenberry nada permeables a tolerar desviaciones ni sacrilegios.

La habilidad de J.J. Abrams consiste en leer bien lo que ha acontecido en los últimos tiempos con el cine de aventuras. En ese sentido, su lifting quirúrgico a Star Trek utiliza el mismo escalpelo y la misma dieta que Christopher Nolan aplicó a Batman . Y como de un nuevo nacimiento se trata, Star Trek arranca en el mismo origen, algo que desemboca en el inicio de esa amistad/rivalidad entre Kirk y Spock. O si lo prefieren, entre la intuición y la razón, entre la imprevisibilidad y el cálculo, entre el ying y el yang de una visión profética en la que el mundo se vislumbra como capaz de alcanzar un entendimiento armónico. Puro y duro proceso dialéctico en el que sus jóvenes actores parecen salidos de la caricatura posapocalíptica del Verhoeven de Starship Troopers , pero sin su vitriólica mala leche.

Si a eso se le une esa presencia mítica de Leonard Nimoy en el retruécano más hábil del guión y el evanescente discurrir de una Winona Ryder maternal, se comprenderá que Star Trek vuela alto y lejos. Posee más erotismo, regala más ironía y encierra más paradojas de lo que aparenta. Es pura diversión no exenta de talento y ha sembrado su celuloide con minas escondidas que deslumbran a los nuevos trekkies a golpe, no de kitsch y caspa, sino de modernidad y humor. Y una última paradoja. Star Trek , que nació como serie de televisión, por fin se convierte en cine grande gracias a un director que proviene de la televisión.

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