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Archivo para septiembre, 2007

Atrapado por su falsificación

viernes, 28 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Dirección: Lasse Hallström. Intérpretes: Richard Gere, Alfred Molina, Hope Davis, Marcia Gay Harden, Stanley Tucci , Julie Delpy. Nacionalidad: EEUU. 2006. Duración: 116 minutos.

Lasse Hallström nació en Estocolmo en 1946. Saltó al panorama internacional con un filme de memorias infantiles, Mi mundo como un perro (1985). Era una película amable que le sirvió para ser nominado al Oscar y que significó su incorporación al cine norteamericano. De hecho, allí se ha anclado. Y desde allí se viene significando como un narrador de formas suaves y contenidos densos. Sus películas huyen de la estridencia, jamás recurren a efectismos impropios y siempre parecen mostrar una mirada cómplice hacia sus personajes. Pero al mismo tiempo se complace en poner vitriolo con las convenciones y los prejuicios.

Entre lo mejor, Las normas de la casa de la sidra y Chocolat : dos fieles y buenos exponentes del estilo de un realizador con bastante gancho para el gran público. Especialmente si éste ya ha pasado la adolescencia y muestra en sus gustos una cierta querencia por los trabajos bien acabados, canónicos y en donde el mundo de los sentimientos se muestre con plenitud. Se recuerda que Hallström fue responsable de la mayor parte de los vídeos de ABBA, en cuyo éxito algo tuvo que ver. En el debe, entre lo más fallido, habría que citar la reciente incursión en la figura de Casanova , una mirada reconciliadora y blanda que quedaba muy lejos del techo de Fellini y en donde confluía buena parte de esa excesiva corrección formal que le achacan quienes con él son más críticos.

Da igual. En todos los casos, acierte más o menos, guste más o atraiga menos, parece indiscutible reconocer que a su corrección formal y a su elegante acabado siempre le acaba restando puntos su falta de punch y una ambigua sensación de no llegar nunca a la raíz de lo que las historias le reclaman desde el fondo.

Pues bien, todo lo dicho puede aplicarse punto por punto a La gran estafa , una película basada en la historia de Clifford Irving, un buscavidas literario que puso contra las cuerdas a medio mundo al escribir la biografía oficial de Howard Hughes.

Inaccesible para el mundo, Hughes, multimillonario excéntrico y manipulador, controvertido y mitificado, se había convertido en un material goloso para la curiosidad de ese público al que en buena medida seguía dominando. Lo que Irving hizo en la vida real y Gere recrea en La gran estafa abunda en el simulacro por el que un escritor en busca de autor falsificó la autenticidad de unas memorias simuladas en cuyos pliegues verdad y mentira acabaron confundiéndose.

En La gran estafa , como si se tratara de un biopic, Hallström recrea los hechos que llevaron a Irving a idear primero su timo editorial, luego a propiciar su triunfo mundial, y finalmente a mostrar su debacle y su castigo. Tres tiempos para un proceso en el que Richard Gere y el siempre notable Alfred Molina dan rienda suelta a un proceso de identificación entre el personaje a quien Irving le roba las declaraciones y él mismo quien, en algún modo, poco a poco se va fundiendo con su biografiado. ¿Quién fagocita a quién? es la pregunta que surge de esta reflexión sobre la credibilidad mediática, la verdad y la leyenda, eso que Ford decía era lo que al final los lectores quieren leer.

Hallström simpatiza con Irving, eso es notorio. Y su hazaña le sirve para desnudar el mecanismo de la industria editorial y la miseria de su engranaje. En el filme, Hughes es el protagonista por ausencia. Él encarna, no ya el misterio, sino las paradojas y contradicciones de EEUU, algo que Hallström analiza aquí con tanta sobriedad como falta de brillo.

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Crónica sentimental en tres tiempos

viernes, 28 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Dirección: Icíar Bollaín. Intérpretes: Najwa Nimri, Tristán Ulloa, María Vázquez, Diego Martín, Nuria González, Antonio de la Torre, Fernando Cayo. Nacionalidad: España. 2007. Duración: 100 minutos

Lo resumía con precisión hace unos días en el festival de Donosti Najwa Nimri. En la suma de las tres protagonistas femeninas de esta película de mujeres-detective se alienta un fresco por el que se puede percibir la historia del amor en tres tiempos: la pasión de su inicio, el conflicto de su estabilidad y la apatía de su decadencia. Es cierto. Pero también lo es que Icíar Bollaín ha cultivado un filme implicado con algo que ella siempre muestra en su cine, la problemática social y laboral de la mujer en la España de estos años. Es decir, Bollaín hurga en los tics del machismo sin caer en la demonización del macho y reivindica la figura de la mujer pero evita el panfleto.

Si evocamos sus largometrajes veremos cómo en todos ellos Icíar Bollaín se mueve con análoga destreza. En su obra de debú, Hola, ¿estás sola? , era el romance y los conflictos paternofiliales los que le daban el suministro argumental. En Flores de otro mundo , la inmigración vista desde la perspectiva de las mujeres y en Te doy mis ojos , la llamada violencia de género. Antes como ahora y aquí, en torno al rol de la mujer se conforma ese territorio en el que ella mueve sus hilos.

Estos hilos, en Mataharis , establecen una sugerente reflexión, la (in)capacidad de verse a uno mismo. Para ello narra la vida de tres profesionales de saber mirar a los otros. Mirar para descubrir, mirar para desvelar y conocer la verdad. Ellas, que saben de los otros, parecen ciegas para apreciar lo que les está ocurriendo.

En Mataharis , además, Bollaín ahonda en los conflictos sentimentales y en la relación hombre-mujer. Además, la profesión de sus protagonistas le suministra otros reflejos sobre los engaños de alcoba, el adulterio y la traición. Quien esto lee ya habrá deducido que Icíar Bollaín ha cargado a tope su guión y deduce bien. Precisamente es en lo accesorio donde peor se mueve su nave. En los casos detectivescos, pura anécdota recopilada para buscar verosimilitud, se esconde lo más superfluo, lo menos interesante, lo más falso. En el interior de sus tres protagonistas y sus compañeros anida lo mejor de este filme y lo mejor de una Bollaín que se hace más grande conforme se roza en profundidad con los sentimientos.

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¿Te acuerdas del cine de barrio?

viernes, 28 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Dirección: Antonio Mercero. Intérpretes: Cristina Brondo, Manuel Alexandre, José Luis López Vázquez, Álvaro de Luna, Monti Castiñeiras. Nacionalidad: España. 2007. Duración: 100 minutos.

El interés del cine de Antonio Mercero no puede medirse por sus cualidades como creador cinematográfico. Su reino no es de ese mundo. El suyo se sitúa en el campo de la ilustración formal, de eso que hace algunos años se denominaba como artesanado en oposición al término cine de autor. Como en pleno siglo XXI todos se reclaman artistas, el término ha caído en desuso y casi nadie lo recuerda. Se trata de una especie de desmemoria social empeñada en olvidar demasiado deprisa y con demasiados intereses espurios.

Autor de series de televisión de audiencia millonaria como Farmacia de Guardia , Verano Azul y Crónicas de un pueblo , Mercero lleva casi medio siglo alimentando el imaginario del espectador de televisión. A menudo, en su dilatada historia siempre se recuerda el extraño relámpago de La cabina , el, a decir de algunos, sólido acabado de Espérame en el cielo y, en los últimos tiempos, el inusitado éxito de Planta 4ª .

A esta última es a la que apunta ¿Y tú quién eres? , una película de la que a estas alturas ya no queda nadie sin que sepa de qué va su argumento. Escrita en soledad, cosa insólita en él, y dirigida con autocomplacencia, el filme no engaña. Kilos de dulzura, personajes maniqueos, guiños y concesiones al gran público… y un Manuel Alexandre, que dentro de un mes cumplirá 90 años, sobre el que recae lo mejor de esta película de alta emoción y baja exigencia.

Como el cineasta de Lasarte pone las cartas boca arriba, no es cuestión señalar lo que ya es sabido. Al contrario. Tiene un público fiel y definido y se adentra en una vía que es interesante: la de recuperar una industria para el cine español capaz de autofinanciarse con obras de vocación popular. Si acuden a verla, verán además cómo la media de edad del espectador de cine sube dos o tres décadas. Y eso es una virtud. El recuperar a un público para el que ya casi nadie hace cine es lo más plausible de la, por otra parte, acomodada historia. Cabría pedir más ambición artística a Antonio Mercero pero, a estas alturas, ya nadie va a convencerle. Especialmente si la taquilla le da la razón y se repite el golpe de Planta 4ª , que es lo que Mercero busca con este título.

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Arabesco sentimental

domingo, 23 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Sergi López posee una sobria presencia escénica que le ayuda
a resolver personajes y situaciones con bastante dignidad. Tan
sólo cuando se le exigen registros activos y crispados, cuando
se le da pie al histrionismo, al contrario que otros actores,
es cuando más perdido está. O sea, que Sergi López es un actor
solvente, nada amigo de la impostura ni del exceso, que se mueve
bien en castellano y mejor en catalán. Ahora bien, si se quiere
encontrar al mejor Sergi López de todos, hay que hacerlo en francés
y si es con Manuel Poirier, el éxito está garantizado.
Si alguien lo dudaba que vaya a verlo a La Maison, un filme discreto
en su apariencia, modélico en su resolución y mucho más hondo
de lo que aparentan sus tranquilas aguas. Poirier, un peruano
hecho en París con quien Sergi López ha hecho algunas de sus
mejores obras, Western por ejemplo, domina el medio tiempo. Ése
en el que los sentimientos amarillean y se exige de los personajes
hurgar en los recovecos más íntimos. Es cine adulto que habla
de sentimientos y soledades, de padres e hijos, de relaciones
humanas sin que en ellas quepa atisbar artificios solemnes ni
muletillas genéricas.
Probablemente por eso se entienden tan bien Sergi López y Manuel
Poirier. Construyen un relato que, como una suave armonía, va
pegándose al oído. Se abre el filme con la figura de lo que parece
un padre y tres hijos de edades parecidas. Los chicos caminan
delante, la chica a su lado, de la mano, paseando distraída como
si quisiera eternizar ese instante. Llegan a casa pero él no
entra. El conflicto está presentado.
Lo que viene a continuación se alimenta de pequeñas secuencias,
fogonazos de vida arrancados a la observación de lo cotidiano.
Una conversación telefónica capaz de mitigar la soledad. Una
borrachera con un amigo capaz de palpar las esencias de una noche
de copas. Un encuentro con una prostituta que se ennoblece al
establecerse en la cama propia.
Es cine de detalles y son detalles de orfebrería. Bien curvados,
mejor engarzados. Corre el riesgo de ser malentendido por su
aparente falta de pretensiones. Lo que más rechazo provocará,
especialmente entre aquellos que lo lean demasiado rápido, es
su discurso de fondo. Y es que pende sobre él la sensación de
que insinúa un panegírico anti-divorcio, algo así como un manifiesto
reaccionario. No es tal, bastaría con regresar a ese último plano
con Sergi López esperando el regreso de la familia para entender
que Poirier simplemente ratifica lo que ya es sabido, que todo
camino tomado se edifica sobre la renuncia del no escogido. Y
eso duele. Y eso es (mal)vivir.
Además, hay una secuencia modélica. Tragicómica y ambigua, inquietante
y confusa: una subasta en la que nada parece claro y sobre la
que se edifica todo cuanto esta «casa» almacena en su interior.
Sólo por ella, el filme ya merecería el aprobado. Poirier con
materiales escasos, sin grandes ambiciones y con un alcance limitado,
convierte esta Maison en un correcto proverbio. No se trata de
cine grande, pero sí de un cine bien hecho.

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Cuestión de sangre, cuestión de inteligencia

domingo, 23 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Hija de Mosen y hermana de Samira, Hana Makhmalbaf estaba predestinada al cine. Todavía no ha cumplido los veinte años de edad y se
mueve por las alfombras de terciopelo con la misma autoridad con las que recorre las arenas iraníes.
Tenía nueve años cuando ya participó en el festival de Locarno con un cortometraje, El día que mi tía se puso enferma. A los14 años dirigió el Cómo se hizo del largometraje de su hermana. Un año después, publicó un poemario.
Hasta aquí he reproducido más o menos, el apunte biográfico facilitado
por la oficina de prensa del Zinemaldia donostiarra.
El resto dinamita, como ese Buda explotó por vergüenza según
se nos recuerda en el título, cualquier prejuicio sobre el temor
a que Hana sea una especie de María Isabel cinematográfica. Una
directora bonsai exhibida como todo niño prodigio en esa mezcla
incómoda de explotación infantil y monstruo de feria.
Su filme es hermoso y terrible, fascinante y emotivo. Sin duda
Hana es hija de su padre Mosen, pero con su primer filme a quien
convoca para guía es a otro cineasta iraní, Abbas Kiarostami.
Tan evidente resulta, que el niño antagonista de este cuento
feroz y sin embargo tierno, se llama así: Abbas. Por consiguiente,
como hizo y sigue haciendo Kiarostami, la joven Hana fía toda
la suerte de su película al protagonismo de un puñado de niños.
La cinematografía iraní es tal vez la única en el mundo que ha
conseguido superar a Hollywood a la hora de trabajar con actores
que apenas se sostienen de pie. Buda explotó por vergüenza debe
unirse a ese libro ejemplar que conforma el cine iraní narrado
desde la mirada de los niños.
Y hablando de miradas. La juventud de la propia Hana le ayuda
sin duda a recuperar la crueldad de los juegos infantiles. De
eso trata su primer largometraje y lo trata con singular fuerza
y acierto. Todo acontece en una mañana. Todo se reduce al deseo
de una niña de hacer como su vecino: ir a la escuela para aprender
no ya a leer, sino a contar historias.
Todo es muy alegórico, todo se preña de simbolismos y de lecturas
superpuestas, pero todo se resuelve por la vía de la sencillez.
Hana Makhmalbaf filma las sensaciones y los comportamientos a
flor de piel.
Con ellas aparece el miedo y la coquetería, la amistad y la crueldad,
el instinto de supervivencia y el deseo de conocer. Con ellas
se nos recuerda que en el corazón del niño se macera no la bondad
feliz de lo no mancillado sino el reflejo demencial y extremo
de lo que sus padres le muestran a cada momento.
Por eso mismo hay bastante amargura y una insólita madurez en
esta reflexión nada roussoniana. Desde luego la cabeza de Hana
Makhmalbaf contará con 19 años, pero en ella resuenan estremecimientos
eternos.

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Bomba japonesa

domingo, 23 de septiembre de 2007 Sin comentarios

BASTA con enumerar algunos de los ingredientes que Diego Fandos ha introducido en su primer largometraje para comprender cómo este filme puede dejar estupefacto a cualquier espectador. Habría que escudriñar en las estanterías de la literatura latinoamericana más barroca y surreal para dar con algo parecido. Básicamente, Fandos arranca con un secuestro, sin duda de ETA, a un empresario vasco. Para evitar arruinar la sorpresa de su argumento a aquellos que todavía no han visto el filme, citaré en desorden algunas de las incorporaciones que Fandos introduce en esta carga de profundidad de impredecible alcance.

En ella se proyecta el peso del pasado: del bombardeo de Gernika a la Rusia de la guerra civil. Por aquí aparecen ángeles de la guarda con un parecido razonable al calvo de la lotería y algo de querencia por los alados buenos del Wenders berlinés. Hay un padre arquitecto que llama desde Praga y una madre alcoholizada que se ríe sin tino. Hay una jovencita desesperada que regatea los intentos de seducción de un periodista becario, al tiempo que suspira por un amigo pacifista de Leningrado. Su bar se llama Avalon y mantiene largas conversaciones con el portavoz y cuñado del empresario secuestrado, a la sazón un ex jesuita, que da clases y sabe de economía y que pasó algunos años en las misiones de Japón. Sale San Sebastián de fondo, por cierto con evidente belleza. También sale un turista francés con un rollo extraño, un amigo con las piernas rotas por conducir bebido.

Y, finalmente, de vez en cuando, salta la noticia de un cosmonauta de la URSS perdido en el espacio porque, tras la desintegración del imperio soviético, nadie parece querer saber nada de ese hombre símbolo perdido del antiguo orgullo nacional. También circula de mano en mano un poema oriental sobre el que pende un misterio.

En fin, en la película hay tanta voluntad de narrar y se hace de manera tan atropellada que la sensación que atraviesa de principio a final este Cosmos es de puro atosigamiento. Fandos se presenta en su debut como un narrador imaginativo, como un creador de historias torrenciales. Él invoca a Krzystof Kieslowski como un acólito hablaría del arzobispo. Y ciertamente, algo del cineasta polaco está aquí. Aunque también aquí aparece mucho del hacer de Julio Medem, quien, por cierto, también en otro tiempo se veía muy influido por el autor de Rojo .

Como el caótico Medem, el globalizado Fandos recorre el mundo en su película. Habla del azar en un año en el que Paul Auster casualmente ha venido hasta el festival de San Sebastián. Y no muestra complejo ni prudencia para hacer soltar a un médico de cabecera una lección de física cuántica.

Como buen vasco, filma mal las escenas de cama. Ejemplos no faltan, de las elipsis de Armendáriz a la tosquedad de Uribe. Debo aclarar que confío en que esta cuestión haya que achacarla al pudor de raza y no a la falta de práctica como las malas lenguas han dicho. Para superar esta timidez, el citado Medem se dedicó durante toda una película a vencer sus miedos: Lucía y el sexo .

Resumiendo, que es difícil en este caso. Fandos resuelve la papeleta con la sensación de que se está ante un producto fallido y que con él nace un fabulador generoso. Tampoco le ayuda la escasez de medios, es evidente. Pero es que filmar lo que pretendía Fandos exige una producción de altos vuelos y aquí apenas da para farolillos. En consecuencia con lo que se ha dicho al principio, aquí se ha fabricado una bomba japonesa llena de ruido y confeti, rebosante de ilusiones pero no ese cohete que pretendía alcanzar las estrellas que, en su génesis, le sirvieron para vislumbrar el camino.

COSMOS

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El conductor y la comadrona

domingo, 23 de septiembre de 2007 Sin comentarios

El oficio de los personajes principales de Promesas del Este , se nos dice en la última película de Cronenberg, es el de conductor y comadrona respectivamente. Y se nos dice bien. Nikolai (Viggo Mortensen) se descubre como el hombre que dirige realmente esa nave encallada en un búnker ruso en el corazón de Gran Bretaña. Y Anna (Naomi Watts), la madre que no pudo ser, también eso se explicita a lo largo de la película, asumirá de hecho lo que la naturaleza le ha negado: alimentar/poseer un bebé.

El caso es que Promesas del Este antes de cumplir los cinco minutos iniciales propicia al espectador un par de bofetadas de sangre. Para los quince, Cronenberg ha sacado a pasear una cámara majestuosa que sobrevuela con poderío por las calles de Londres. Hacia la media hora inicial, la trama ya está urdida, todos los personajes en su posición y los ecos y préstamos, los contagios y parecidos que sobre ella se ciernen, se multiplican.

Hay un club de niñas sometidas a vejación sexual sacado de la trastienda de David Lynch. Hay una historia de venganza que bien podía haber despuntado hacia el recuerdo de Muerte entre las flores de los Coen. Hay una deriva familiar al uso de Camino a la Perdición con un padre insaciable y un hijo de escasa luz. Hacia su final acaban apareciendo incluso saludos desde el cine de Johnnie To con especial hincapié en su Election , así como algunos gestos de violencia extrema proveniente del cine de Hong Kong y Corea del Sur. Hay en definitiva un verdadero baño de influjos y reflejos. Y son reflejos que provienen desde todos lados.

Pero ¿de que va este filme? Lo cuenta al final Nikolai que tuerce el gesto a la manera de una tragedia de Shakespeare: No se puede ser Rey mientras el Rey sigue viviendo. Va de ambición, poder y muerte. Pero para llegar a esa conclusión, Promesas del Este entretiene utilizando como escenario de fondo el pequeño imperio de una hermandad mafiosa de origen ruso.

Trata de blancas, trapicheos oscuros, armas de todo color y tipo… da igual. Todo esto a Cronenberg y a su guionista Steve Knight (Negocios ocultos ) parece interesarles más bien poco. Esa es la cuestión: ¿qué le interesa a Cronenberg de esta historia? ¿La transformación interior de Nikolai? ¿Su progresiva descomposición moral? ¿Su doble juego y su poder de redención? Si es así, y para ello bastaría con leer el último plano, hay que lamentar que Cronenberg nos haya escamoteado lo que realmente ocupa su atención.

Dos problemas graves hacen andar con muletas lo que, sin ellos, podía haber volado. Uno suma las dudas en su tono con el progresivo edulcoramiento que se cuela en su desenlace. Además, este Cronenberg resulta demasiado previsible y, a partir de la segunda mitad, ya no hace volar a la cámara, en su lugar agoniza sin ritmo.

El otro problema grave es una ausencia. Hay tantas presencias, tantos guiños, tantos juegos a filmes de temática parecida que tan solo falta en esta fiesta el Cronenberg de Una historia de violencia . No está él ni tampoco está el Cronenberg de El almuerzo desnudo , ni el de Spider, ni el de Inseparables , ni el de Videodrome …

En su lugar aparece un solvente profesional que resuelve con algo de humor -Nikolai, apagando el cigarrillo con la lengua-, y mucha suficiencia un filme de sangre y misterio. La primera, propicia algunas secuencias de impacto. Lo de la incertidumbre es un decir. Nadie tiene dudas sobre el destino del tío de Ana, ni sobre el bebé ni sobre ese patriarca ruso llamado Semyon. La única duda apunta hacia el personaje de Nikolai y su tragedia interior.

Quizá en una segunda parte, cuando aparezca el Cronenberg más oscuro, el enigma se aclare y todo tendrá un verdadero sentido. En su ausencia, esto tan solo es un digno divertimento.

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Del freakismo al clasicismo gracias al movimiento

domingo, 23 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Dirección: Adam Shankman. Intérpretes: John Travolta, Michelle Pfeiffer, Amanda Bynes, Queen Latifah, Christopher Walken, James Marsden, Nikki Blonsky. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 117 minutos

Todo buen musical con aspiraciones a perdurar en el recuerdo debe contar con un momento especial y, en él, un subidón eléctrico de ritmo, intensidad y significado. Por lo general éste se ubica en su zona vertebral, allí donde el espectador debe encontrarse totalmente atrapado por la trama. Y desde luego, debe despedirse a lo grande, con un tutti vibrante, alegre, feliz. Por lo demás, su estructura narrativa atiende a lo canónico, e incluso puede caer en lo previsible. No importa. Recuerden cuántos musicales les han sorprendido en su vida a causa de sus quiebros argumentales. ¿Tres? ¿Dos? ¿Ninguno? No se extrañen, es que, probablemente en cuanto género, el musical envuelve el enunciado narrativo más clásico de todos.

Con esos precedentes provocaba curiosidad desentrañar qué encerraba este Hairspray convertido en musical y creado a partir del filme original de John Waters. Especialmente porque el autor de Pink Flamingos pasaba por ser, en los años 80, un provocador irreverente, algo así como un martillo para las mentes biempensantes del American Way of Life . En aquellos años Waters contó con el concurso de Divine, un transformista precursor de la galería de freakies de los programas nocturnos de las televisiones de este país.

Había más atractivos añadidos en esta adaptación. Ver en el papel de Divine a John Travolta era el principal. Reencontrarse con Michelle Pfeiffer y Christopher Walken, un regalo. Y contar con la presencia de Queen Latifah al frente de un pelotón de jóvenes promesas, una propina que a nadie ofende. Sólo existía, siempre a priori, un borrón: su director, Adam Shankman. ¿Qué podía hacer el director de Un canguro superduro y Se montó la gorda con una historia de John Waters?

Lo esperable era un desaguisado. Desde luego no ha conseguido ninguna obra magistral pero… Empecemos. El momento cumbre lo cultiva Shankman justo en la escena de seducción de Michelle Pfeiffer a Christopher Walken, el marido en la ficción del personaje femenino que encarna Travolta. Un encadenado de textos, un cruce de planos-contraplanos, un crescendo vibrante y los tres veteranos actores dando lo mejor de sí mismos. Sólo por esta secuencia merecía la pena la ingenuidad de confiar en que Shankman no lo echaría a perder todo.

Pero hay mucho más. Hay un Travolta que no pierde ni un plano en autoparodiarse; hay una Pfeiffer convertida en una fascinadora Cruella, un Walken paródico, una Latifah sobrada de garra y voz y la sorpresa… un hatajo de jóvenes actores que cantan y bailan con contagioso entusiasmo. Casi más y mejor que sus mayores.

Lo que se echa en falta es el espíritu de Waters. Aunque el director se presta a un cameo, su relato, reconducido a través de ese musical de Broadway en el que se convirtió luego, trueca la exaltación indie por un relato de integración racial.

Ambientada en los primeros años 60, su argumento esboza un cántico a la tolerancia y la integración de blancos y negros. Buenas intenciones pero ingenuas ideas, sin mordiente, propias del espíritu de Viva la gente . Lo dicho, aparece Waters, pero no hay noticia de su irreverente espíritu.

Como tampoco existe rastro alguno sobre la exigible evolución dramática de los personajes. Shankman, más ocupado en filmar las danzas -fue coreógrafo antes que cineasta-, desaprovecha los personajes que, en sus manos, se ven reducidos a puro arquetipo. Pero a él no le importa. Está filmando un musical y, como tal, su final es apoteósico. Está hueco, apenas encierra algo, pero es más que correcto.

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Disparatado disparate

domingo, 23 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Dirección: Michael Ian Black. Intérpretes: Jason Bigss, Isla Fisher, Michael Weston, Joe Pantoliano, Joanna Gleason, Edward Herrmann. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 90 minutos.

Hacen mal quienes desprecian la comedia norteamericana actual porque, aunque en su mayor parte sea un catálogo de insustancialidades, en sus planteamientos argumentales algunas esconden artificios insólitos. Heredera de la screwball-comedie, Cásate conmigo es un híbrido dulzón y maleducado; blando por fuera, perverso por dentro. Una verdadera adivinanza que el que esto suscribe sigue sin resolver del todo.

El argumento jamás hubiera pasado el visto bueno de una escuela de cine europeo. Un joven enamorado prepara una ridícula petición de mano disfrazado de Cupido. Tan estúpida y estrafalaria es su actitud, que la novia sufre un infarto. ¿Vergüenza? ¿Emoción? Da lo mismo. Ingresa cadáver, y en el siguiente plano el anillo de compromiso se va a la tumba con ella, bueno… al bolsillo del sepulturero. El trauma del novio es monumental, pero sus sobresaltos no han hecho sino empezar. Por cierto, sus padres son dos hedonistas adictos al sexo y de sus futuros suegros, mejor no hablar.

Ante este planteamiento hay que frotarse los ojos. Dirigida por Michael Ian Black, este actor que ahora debuta como director encomienda su suerte a la capacidad de Jason Biggs e Isla Fisher. El primero, curtido en los American Pie , ni se inmuta ante el delirio que le rodea. La segunda, compañera sentimental de Sacha Baron Cohen, alias Borat , evidencia que es capaz de competir en osadía y procacidad con su propio novio.

Con tan disparatado guión, Cásate conmigo , como las más inspiradas caricaturas, palpa esencia a fuerza de acumular desatinos. En algunos pasajes amaga con golpear a fondo; en otros, se sumerge en lo ridículo. Sin duda es un mutante, una mezcla desencajada e irregular, en la que Ian Black trenza el tono light de El padre de la novia con la grosería chusca de Algo pasa con Mary . Ese cruce entre los Farrelly y la comedia comercial cruje permanentemente. Detrás de un disfraz de cursilería ñoña, aguarda el aguijón de un exabrupto. Por encima de la salida de tono de una gamberrada inocua, sobrevuela el chiste escatológico y el sarpullido infantil. En ese permanente fuera de juego, resulta imposible saber si se nos toma el pelo o si se lo están creyendo.

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La sabiduría del campo

domingo, 23 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Dirección: Jean Becker. Intérpretes: Daniel Auteuil, Jean-Pierre Darroussin, Fanny Cottençon, Alexia Barlier, Hiam Abbass, Élodie Navarre. Nacionalidad: Francia. 2007. Duración: 109 minutos.

El cine de Jean Becker se acerca a su medio siglo de existencia. Debutó al mismo tiempo que la plana mayor de la Nouvelle Vague . Pero él era un francotirador, un superviviente cuya carrera, en su mayor parte, carece del valor mítico de la de sus coetáneos cahieristas . En sus comienzos hacía un cine ligero con Jean Paul Belmondo. En 1983 se inventó un Verano asesino del que todavía se guarda grato recuerdo, especialmente por la desvergonzada presencia de Isabel Adjani. En 1998, parecía encontrarse en el camino de la serena madurez cuando La fortuna de vivir le dio un reconocimiento popular.

Conversaciones con mi jardinero apunta, como sus últimas producciones, hacia un cine sosegado, retórico, con el regusto de los vinos viejos. Podría adaptarse sin demasiados problemas a un escenario teatral. Faltaría el tercer protagonista, el paisaje, pero eso en un escenario hace tiempo que dejó de ser fundamental.

Basado en la novela de Henri Cueco, quien a su vez la escribió admirado por la personalidad de su jardinero, Becker tuvo que reconstruir la figura del pintor, para conformar un paso a dos entre dos viejos amigos que cuando se reencuentran ya lo habían olvidado. Lo paradójico de este amable filme reside en que lo mejor del mismo se gesta en el contraste entre sus dos principales actores, Daniel Auteuil y Jean-Pierre Darroussin. Uno es actor acostumbrado a recorrer un amplio arco interpretativo. El otro, casi siempre ha desarrollado un personaje, el que Robert Guédiguian creó casi como un alter ego. Pero decimos paradójico porque sobre él late la duda de pensar cómo hubiera sido si no hubiera muerto Jacques Villeret, actor para el que se escribió el primer guión.

¿Mejor?¿Peor? Sin duda, distinto. Con estos actores, todo adquiere un aire contenido, de representación naturalista, con la sensación de ver a dos escuelas interpretativas que, a su vez, representan dos maneras de percibir el mundo. Lo prodigioso es que a los actores del filme les pasa un poco como a los personajes, que pese a sus enormes diferencias iniciales, al final convergen en el entendimiento. Entenderse no es cosa de ser parecidos, sino de saber ser generosos.

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