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Del freakismo al clasicismo gracias al movimiento

domingo, 23 de septiembre de 2007 Dejar un comentario Ir a comentarios

Dirección: Adam Shankman. Intérpretes: John Travolta, Michelle Pfeiffer, Amanda Bynes, Queen Latifah, Christopher Walken, James Marsden, Nikki Blonsky. Nacionalidad: EEUU. 2007. Duración: 117 minutos

Todo buen musical con aspiraciones a perdurar en el recuerdo debe contar con un momento especial y, en él, un subidón eléctrico de ritmo, intensidad y significado. Por lo general éste se ubica en su zona vertebral, allí donde el espectador debe encontrarse totalmente atrapado por la trama. Y desde luego, debe despedirse a lo grande, con un tutti vibrante, alegre, feliz. Por lo demás, su estructura narrativa atiende a lo canónico, e incluso puede caer en lo previsible. No importa. Recuerden cuántos musicales les han sorprendido en su vida a causa de sus quiebros argumentales. ¿Tres? ¿Dos? ¿Ninguno? No se extrañen, es que, probablemente en cuanto género, el musical envuelve el enunciado narrativo más clásico de todos.

Con esos precedentes provocaba curiosidad desentrañar qué encerraba este Hairspray convertido en musical y creado a partir del filme original de John Waters. Especialmente porque el autor de Pink Flamingos pasaba por ser, en los años 80, un provocador irreverente, algo así como un martillo para las mentes biempensantes del American Way of Life . En aquellos años Waters contó con el concurso de Divine, un transformista precursor de la galería de freakies de los programas nocturnos de las televisiones de este país.

Había más atractivos añadidos en esta adaptación. Ver en el papel de Divine a John Travolta era el principal. Reencontrarse con Michelle Pfeiffer y Christopher Walken, un regalo. Y contar con la presencia de Queen Latifah al frente de un pelotón de jóvenes promesas, una propina que a nadie ofende. Sólo existía, siempre a priori, un borrón: su director, Adam Shankman. ¿Qué podía hacer el director de Un canguro superduro y Se montó la gorda con una historia de John Waters?

Lo esperable era un desaguisado. Desde luego no ha conseguido ninguna obra magistral pero… Empecemos. El momento cumbre lo cultiva Shankman justo en la escena de seducción de Michelle Pfeiffer a Christopher Walken, el marido en la ficción del personaje femenino que encarna Travolta. Un encadenado de textos, un cruce de planos-contraplanos, un crescendo vibrante y los tres veteranos actores dando lo mejor de sí mismos. Sólo por esta secuencia merecía la pena la ingenuidad de confiar en que Shankman no lo echaría a perder todo.

Pero hay mucho más. Hay un Travolta que no pierde ni un plano en autoparodiarse; hay una Pfeiffer convertida en una fascinadora Cruella, un Walken paródico, una Latifah sobrada de garra y voz y la sorpresa… un hatajo de jóvenes actores que cantan y bailan con contagioso entusiasmo. Casi más y mejor que sus mayores.

Lo que se echa en falta es el espíritu de Waters. Aunque el director se presta a un cameo, su relato, reconducido a través de ese musical de Broadway en el que se convirtió luego, trueca la exaltación indie por un relato de integración racial.

Ambientada en los primeros años 60, su argumento esboza un cántico a la tolerancia y la integración de blancos y negros. Buenas intenciones pero ingenuas ideas, sin mordiente, propias del espíritu de Viva la gente . Lo dicho, aparece Waters, pero no hay noticia de su irreverente espíritu.

Como tampoco existe rastro alguno sobre la exigible evolución dramática de los personajes. Shankman, más ocupado en filmar las danzas -fue coreógrafo antes que cineasta-, desaprovecha los personajes que, en sus manos, se ven reducidos a puro arquetipo. Pero a él no le importa. Está filmando un musical y, como tal, su final es apoteósico. Está hueco, apenas encierra algo, pero es más que correcto.

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