Paisaje completo en el cuento de una vampira

viernes, 17 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Tomas Alfredson. Guión: John Ajvide Lindqvist. Intérpretes: Kåre Hedebrant, Lina Leandersson, Per Ragnar, Henrik Dahl, Karin Bergquist y Peter Carlberg. Nacionalidad: Suecia. 2009. Duración: 114 minutos

En la nieve, en el mundo frío de la noche larga, el monstruo de Frankenstein deambula perdido en la visión postrera que de él nos dejó para siempre su creadora Mary Shelley. En ese mismo núcleo que quema con puñaladas heladas, Tomas Alfredson, un cineasta sueco hasta hace poco desconocido, ha construido una de esas películas mágicas, inmensas e inclasificables. No se exagera al decir que estamos ante un filme llamado a permanecer en la Historia. Una obra habitada por un virus voraz y eterno que la ha convertido ya en una obra canónica del cine de vampiros. Tantas y tan buenas cosas se dicen de ella, que al escribir sobre sus cualidades, uno teme provocar excesivas expectativas. Ya se sabe, hay públicos perezosos que cuando oyen hablar de las excelencias de un texto artístico, creen que basta con colocarse frente a él para recibir las maravillas que otros relatan. Ignoran que de lo que se trata no es de percibir, ni de comprender, sino de algo parecido a co-escribir.

Barthes hablaba de reescribir y se quejaba del despiadado divorcio entre el fabricante y el usuario del texto. Es decir, del foso, insalvable para muchos, que separa al escritor del lector. Pues bien,Déjame entrar nada podrá hacer (dar) por aquellos que reducen la experiencia fílmica a un examen, a un veredicto, a una nota.

Por el contrario, Déjame entrar mostrará honduras conmovedoras a aquellos re-escribidores capaces de descubrir en este filme medido, sostenido en la sutileza y generoso en la asunción de riesgos, una de las películas más sugerentes, poéticas y desesperadas de los últimos años.

Mereció el premio Méliès a la mejor cinta de cine fantástico europeo del año 2008 y, sin duda, la fantasía determina su territorio. Y como buena parábola fantástica, por sus venas corre sangre de lo real. Lo real en este caso no es sino el dolor de un adolescente acosado por sus compañeros de clase. Ante él, con la sola compañía de un cuchillo, nos es dado vislumbrar el filo abisal de la psicosis. En ese niño ¿acaso no se agolpan otros tantos que un buen día, armados hasta los dientes, revientan en medio de una masacre con la mirada deshecha? Pero el joven protagonista de este filme que algo sabe del sentido del fantastique de Bergman, ¿regatea? esa locura que le sobreviene gracias a una niña vecina, una extraña e inquietante compañera de juegos a la que el frío no le afecta. Y a partir de esa presencia Alfredson se sumerge en un relato de múltiples referencias. Hay romance e ingenuidad, dolor y crimen, angustia y desesperación y sobre todo, soledad, una soledad radical y absoluta puesta de relieve en ese título traducido como una súplica para aliviar la falta de compañía.

El vampirismo, junto a Frankenstein, ha alumbrado algunos de los mejores y más metonímicos relatos del siglo XX. Y en este comienzo del siglo XXI, el subgénero renace. Fructifica en cine pulp de excitación teenager al estilo de Crespúsculo -menos mala de lo que algunos compañeros afirman-, o germina en obras tan sólidas y complejas como la que ahora nos ocupa.

Y en ella, a (re)lectura más pormenorizada más sombras y ambivalencias le suceden. Y en todos los casos, se ve emerger una ambivalente sensación. La de comprobar que el happy end tan solo cultiva una maldición terrible; la de percibir que el joven y sin duda frágil y bello Oskar acabará convertido en un viejo desesperado que tratará de apaciguar la sed de sangre de su eternamente joven compañera. Terrible destino que además encierra una cruel penitencia, saber que será tan solo una cuestión de tiempo el que un amor infantil se transforme en una oscura página de pederastia.

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Los tiempos cambian

viernes, 17 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Roberto Santiago. Guión: Javier Gullón y Roberto Santiago. Intérpretes: Fernando Tejero, Malena Alterio, Javier Gutiérrez, Diego Peretti, Javier Mora, Cristina Alcázar, Jorge Monje y Luis Callejo. Nacionalidad: España. 2009. Duración: 98 minutos.

Hace cuarenta años Luis Buñuel rodó un filme extraño, tal vez el más extraño de cuantos él, el cineasta del surrealismo y la beligerancia, hizo en su vida: La Vía Láctea . El escritor mexicano Carlos Fuentes, una mirada siempre incisiva y siempre empeñada en arrojar luz sobre la obra del cineasta de Calanda, entre otras apreciaciones recordaba dos cuestiones que aquí nos interesan. La primera, que esa película errante sobre dos peregrinos que al hacer el camino de Santiago recorrían el camino de la Historia, de Cristo a Sade, de París a Santiago de Compostela, dejaba atrás el humo del 68 y con él, la constatación de que debajo de los adoquines no había playa. La otra, que el ateo gracias a Dios «tenía un sagrado temor y una sagrada fe en el poder de la imagen». Se decía entonces que Buñuel hizo La Vía Láctea casi a hurtadillas, como una sombra que al recorrer el camino medieval retornaba a casa y con ella a los recuerdos de su infancia. De hecho, en su peregrinar, Buñuel caprichosamente hacía pasar a los peregrinos jacobeos por la Concha donostiarra porque allí él veraneaba de niño con su familia.

Esta digresión para no hablar demasiado de Al final del camino , cumple una única función, la de sugerir al lector un ejercicio apasionante: cruzar ambas películas para enfrentar dos tiempos, dos países, dos conceptos cinematográficos y de ese pulso, obtener el amargo zumo de una conclusión demoledora. Tan demoledora como la paradójica ¿casualidad? de que al mismo tiempo que Buñuel arreglaba cuentas con un Cristo de iconografía sansulpiciana, ya lo saben, de bonita estampa, Teddy Bautista con Los Canarios cantaba a voz en grito Free Yourself . Pues bien, dos veces, dos, se repite ese grito liberador del emperador de la SGAE en Al final del camino . La misma canción, el mismo paisaje pero una aterradora diferencia. La que va de aquel Teddy al de ahora, metonimia de la transformación de un país y símbolo de la decadencia de un cine español que ha elevado al altar del Ministerio de Cultura a la guionista de Mentiras y gordas . ¿Qué se puede decir? En esa deriva, Al final del camino más que enojo provoca una infinita tristeza. Aquí nadie cree en el poder sagrado de la imagen, sino en el sonido de la caja registradora.

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Los obreros también cantan

viernes, 17 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Christophe Barratier. Intérpretes: Gérard Jugnot, Clovis Cornillac, Kad Merad, Nora Arnezeder, Pierre Richard, Bernard-Pierre Donnadieu, Maxence Perrin y François Morel. Nacionalidad: Francia, Alemania y República Checa. 2008. Duración: 105 minutos

Músico antes que cineasta, Christophe Barratier, aplaudido director de Los chicos del coro , repite en París, París la misma fórmula como si el éxito respetase alguna fórmula durante mucho tiempo. Lo (pre)sienten algunos directores que alcanzaron un desproporcionado respaldo con una primera película: los principios demasiado dulces garantizan amargos despertares. De acuerdo con ese principio Barratier forja su París, París desde una descomunal falta de atrevimiento. Sus leves cambios en una partitura que repite las mismas notas, malgasta la que era la mejor virtud de su anterior título: la fresca ingenuidad de un relato sazonado de nostalgia y recuerdos.

Pese a jugarse en un ambiente muy diferente, del olor a goma de borrar de un orfanato al olor a terciopelo rancio de un viejo teatro, Barratier pone en manos de Gérard Jugnot el timón de este proyecto en el que Jugnot pronto evidencia quedarse sin espacio. Su personaje se percibe más como agradecimiento a su hacer en Los chicos del coro que como necesario en una historia en la que brilla de manera rotunda Nora Arnezeder, la verdadera estrella en un musical acometido por aficionados . Ella sostiene lo mejor del filme, sin ella, apenas queda nada.

Si en Los chicos del coro , Barratier entonaba un canto feliz al salvífico magisterio del buen tutor, aquí el protagonismo se diluye en un reparto coral que heroifica los desaforados intentos de un grupo de aventureros del mundo del espectáculo para salvar del cierre un viejo teatro. El contexto histórico de la Francia del Frente Popular marca el devenir de un proceso agitado por los enfrentamientos sociales y políticos. Pero Barratier no es un cronista de la historia sino un fabulador con querencias por el melodrama y el exceso. No le interesa hurgar en la verdad sino solazarse en la fábula, pero ésta carece de una línea argumental robusta. En su defecto, su artefacto narrativo se debate entre las diferentes tensiones, tensiones que lo resquebrajan. Demasiado cartón piedra, demasiado masaje emocional, demasiada trama y subtrama y demasiado localismo francés de acordeón y arrabal. Pero todo ello, en lugar de sumar, resta y empequeñece, aunque, eso sí, no molesta.

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Rollos, pastillas y estupidez

viernes, 3 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Alfonso Albacete y David Menkes.Intérpretes: Mario Casas, Ana de Armas, Yon González, Ana Polvorosa, Marieta Orozco y Hugo Silva. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 105 minutos.

Argumentalmente,Mentiras y gordas parece un pálido calco de la novela finalista del Premio Nadal de 1994 de José Ángel Mañas. Como en aquella historia llevada al cine por Montxo Armendáriz, el nutriente que alimenta su argumento se resuelve en una serie de situaciones terminales llevadas a cabo por un puñado de jóvenes descerebrados. Nada nuevo salvo que cada camada parece ir un poco más allá en su afán autodestructivo a través de un hedonismo hecho de promiscuidad sexual, estímulos tóxicos y cierta violencia masajeada por una banda sonora que permite ubicar cronológicamente cada crónica. ¿Aumentan sus excesos o desciende el pudor de las cámaras que los (des)velan?

Estos retratos al límite de rebeldes sin causa ni sentido suelen funcionar bien en taquilla. A sus coetáneos, especialmente a los que son un poco más jóvenes que sus protagonistas, les atraen estos catálogos de arquetipos para intuir cómo se lo pasan sus hermanos mayores, para imaginar cómo se lo pasarán ellos. De ahí que en estos folletines sin diálogo ni cabeza, la tragedia de algún cadáver sin arrugas se plantee como una especie de lección moral de lo que, por otro lado, poco enseña y menos ejemplifica. Eso sí, su éxito sirve para encender alarmas de preocupación entre sociólogos mediáticos. A mayor escándalo, mejor taquilla. En ese orden de lógica perversa, Albacete y Menkes acaban de apabullar a Los abrazos rotos de Pedro Almodóvar .

Y es que si el Kronen sobrevuela por Mentiras y gordas , el Almodóvar de la Movida, el de Pepi, Luci y sus amigas, habita en el fondo de sus personajes. Habrá quien vea casualidad, pero no deja de ser sino una paradójica presencia, el hecho de que sea una canción de Fangoria, con Olvido en sus entrañas, la que abre y cierra este filme de sudores fríos y polvos abundantes. La canción, ya tarareada por miles de adictos al YouTube, se titula La verdad , duda de su existencia y habla de distorsionar la realidad. Vamos, un himno insano -todos lo son-ideado por quienes podrían tener hijos en la edad de los protagonistas de Mentiras y gordas . Y es que, en algún modo, los desesperados danzantes del filme producido por Gerardo Herrero, uno de los que César Antonio Molina llamó para salvar el cine español, podrían ser los malcriados vástagos de la Movida. Ésa es una característica frecuente y fatal en estos retratos generacionales: quienes los hacen, podrían ser sus padres.

Que en el reparto se saqueen series como Los hombres de Paco , El internado y Aida exalta la expectación que el filme levanta. También empuja que la factura de la realización sea solvente y hasta capaz de crear algunas secuencias con mordiente. Se trata de un esfuerzo inútil, incapaz de rescatar del vacío lo que a él pertenece.

En ella, lo que magnetiza a sus fans se llama pseudoerotismo con acné, vouyerismo de instituto víctima de un espejismo fatal. De hecho los protagonistas no se miran entre sí, sólo se ven a sí mismos reflejados en espejos o en la nada. De modo que sobra la pregunta que alimentará tertulias y debates: ¿La generación teenager del final de la primera década del siglo XXI es peor que las que le precedieron? La respuesta está en Fangoria: «¡Qué más da!».

Y es que récords mundiales nos avalan. Estamos hechos de pura picaresca y santa corrupción. Vivimos en el país que más droga consume. Pero no sólo los jóvenes. Ya lo dijo Cuerda hace algunos años: el mal del cine español se llama cocaína. Y Mentiras y gordas es una irregular y exitosa película que alberga una complaciente descripción sobre eso, un ejército de sonámbulos, perturbado por su aburrida desesperación.

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Nadería sobre el consumismo

viernes, 3 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: P.J. Hogan. Intérpretes: Isla Fisher, Hugh Dancy, Joan Cusack, John Goodman, Kristin Scott Thomas, John Lithgow y Leslie Bibb. Nacionalidad: EE.UU. 2009. Duración: 104 minutos.

La lengua inglesa, siempre tan adaptable al titular periodístico -se inventó con ella- , acuña un término para definir la enfermedad que corroe a la joven y meliflua primera actriz de este filme: shopaholic . En castellano diríamos algo así como tiendamaníaca o una escaparate-dependiente, términos que, es evidente, carecen de la rotundidad fonética del vocablo inglés. Con ello se designa a una víctima del consumismo de marca y estilo, ésa es la fatal naturaleza de la protagonista de esta película que desarrolla las vicisitudes de una yonkie atrapada por las deudas que le acarrea su adición al consumismo del trapo y el zapato. Se trata de una joven periodista que, como en El diablo viste de Prada , aspira a hacer carrera en el mundo de las grandes marcas pero sufre de una incontrolada pulsión por adquirir todo cuanto, desde un escaparate de alta marca, se le pone a tiro.

Sin embargo, esa personalidad anómala y extrema tan solo es el celofán que envuelve una nueva comedia romántica del cineasta australiano P.J. Hogan, un autor significado especialmente por dos eficaces comedias: la independiente La boda de Muriel y la taquillera La boda de mi mejor amigo .

Con la proa apuntando hacia esos referentes, Isla Fisher, compañera sentimental del vitriólico Sacha Baron Cohen, demuestra la infinita distancia que separa su talento para comedias juveniles, del sensual poderío de una estrella como Julia Roberts.

A años luz de la sensualidad de la protagonista de Pretty Woman , Isla Fisher rebaja considerablemente el alcance de su personaje a quinceañeras sin tarjeta de crédito. Poco arregla una retaguardia de brillantes secundarios, que termina por dejar a oscuras las limitadas prestaciones de Fisher.

Sin electricidad, cabría ver en este enredo menor que acude a la carpintería clásica de la comedia arquetípica un discurso sobre los males que aquejan al mundo moderno: una notable morosidad y una alta especulación. Pero es tarea imposible. Hogan lleva el filme al convencional terreno del chiste previsible y nula reflexión. Todo hace añorar al Hogan del final de la década anterior. Porque, donde en otro tiempo había entusiasmo, ingenio y ritmo, aquí sólo se pone oficio y nada más.

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Feminidad de lágrima y salón

viernes, 3 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Gina Prince-Bythewood. Intérprete: Queen Latifah, Dakota Fanning, Jennifer Hudson, Alicia Keys, Sophie Okonedo, Paul Bettany y Nate Parker. Nacionalidad: USA. 2008. Duración: 110 minutos.

Aunque parezca mentira, el título del filme de Gina Prince-Bythewood no es un apaño de los distribuidores españoles para acercarlo a la película de Isabel Coixet, La vida secreta de las palabras . El best seller en el que se inspira, cinco millones de ejemplares vendidos lo respaldan, ya se titulaba así en su idioma original. ¿Coincidencia? Hay otra. En ésta, como en la película de la realizadora catalana, la mano femenina es altamente perceptible. Ahora bien, si cruzamos ambos filmes obtendríamos un inapelable ensayo sobre las dos caras que el término femenino convoca y proyecta. Lo que en la historia de una superviviente del infierno de los Balcanes se llenaba de hondura, fuerza y sentido poético, además de algunos tics inevitables en la personalidad de Isabel Coixet, en esta cinta americana rebosa impostura, blandura y rimas ñoñas que hacen de Mujercitas un relato de hardcore .

Basta con recorrer rostro a rostro, las miradas de los cinco principales personajes femeninos, para percibir que el responsable de casting posee un grave problema en la vista y el gusto. El mismo que convulsiona peligrosamente a su directora, una aturdida narradora afroamericana que confunde el cine con una función piadosa.

Las brasas que caldean la máquina de su relato daban para mover un tren de alta velocidad: maltrato de género, racismo en los EEUU del comienzo de los años 60, el asesinato de una madre por su hija de cuatro años, historias de amor y desamor, de vacíos y perdón, de rencor y violencia… y, sin embargo, estas abejas de cuya vida secreta nada sabremos, tienen el panal desocupado.

Me cuentan que algunas personas salen con los ojos empapados por lágrimas ¿de emoción? Ciertamente a ella apela este filme-cuento sobre una matrona negra que fabrica miel y una huérfana asesina que busca a su madre en la huella de su ausencia. Aquí había una fábula desgarrada y temible que clavaba sus colmillos en fundamentos oscuros. Pero Prince-Bythewood jamás roza algo que no suene a hueco. Tampoco las actrices consiguen eludir ese tono de telefilme dominical que tras mezclar La cabaña del tío Tom con La noche del cazador apuesta por una versión light de un resabiado acto femenino de malentendida autoafirmación.

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La angustia de un director sin luz

viernes, 27 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Pedro Almodóvar. Intérpretes: Penélope Cruz, Lluís Homar, Blanca Portillo, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano, Tamar Novas y Ángela Molina. Nacionalidad: España. 2009. Duración: 163 minutos.

Hace bien Pedro Almodóvar en confiar su suerte a Penélope Cruz porque cuando ella no preside la pantalla, Los abrazos rotos abrazan sin fuerza. Y la culpa no es de Lluís Homar, aunque a veces se le hiele la palabra, ni del resto de un reparto de amigas veteranas y de un joven barbilampiño. Todos son comparsas sin brújula, figurantes con papel de baja densidad en un tiovivo hecho de thriller y melodrama. Una peonza que Almodóvar baila a medio camino entre el ensimismamiento de lo que fue y el préstamo cinematográfico de lo que le gustaría acabar siendo.

Nada nuevo bajo el universo del manchego salvo, quizás, que lo que antes provocaba regocijo por el reencuentro ahora desprende el agrio regusto de un déjà vu sombrío. La razón es obvia. Los dos pilares del cine almodovariano: las raíces maternas de la vida rural y en el lado salvaje de la calle, se han desmoronado. Su madre, hace ya algunos años que no está a su lado y aquellos personajes dislocados, sobrecargados y excesivos ya no frecuentan las noches de Pedro. Muchos de ellos cayeron por el sida y el descontrol, otros se han reciclado como el propio Almodóvar quien, desde que Mujeres al borde de un ataque de nervios soñó con ganar el Oscar, cambió de registro. De ahí que con Los abrazos rotos , conscientemente o no, desemboque en este título.

No es fácil de sintetizar el argumento de Los abrazos rotos . Almodóvar ha puesto tantos espejos en su interior que resulta complicado discernir lo fundamental de lo anecdótico. Más cerca de La mala educación que de Todo sobre mi madre , Los abrazos rotos recompone los fragmentos de una historia de amor heterosexual sobre la que permanece el recuerdo y un puñado de fotos rotas. Son imágenes del pasado que conforman un puzzle que nunca deja de ser sino eso, retratos despedazados.

Cineasta de su tiempo, Almodóvar vampiriza el legado fílmico con una actitud oscilante entre el guiño y la boutade . Como en muchos de sus trabajos, en este filme lo decisivo es el tema de la paternidad y lo determinante, la existencia de una pareja desunida. Autoconvertido en objeto de estudio, Almodóvar disemina en esta obra todos sus iconos favoritos: del doppelgänger al fantasma de la enfermedad; de los secretos familiares a los cameos cómplices; del préstamo ajeno al (re)volver sobre sí mismo. En efecto, en Los abrazos rotos todos los toques de Almodóvar han sido convocados, pero estando todos, sonando todos, falta el fundamento que les dé sentido.

Como su protagonista, un cineasta que ha perdido la vista, Almodóvar tropieza una y otra vez con lo trascendente. Lo más estremecedor es que Almodóvar, que se proyecta en ese director condenado, como Edipo, al castigo de la ceguera, repite su destino. Resulta inevitable no percibir en el personaje de Homar al propio Almodóvar. Y resulta significativo que lo que su alter ego escucha y el espectador ve en una secuencia mediocre, desganada y recitativa casi al final de la película es que hay cegueras que afectan al entendimiento. Homar, su personaje invidente, sabe que allí no hay representación de verdad, tan solo gesticulación sin vida. Lo incomprensible es que, en Los abrazos rotos , acontezca lo mismo. Hay demasiadas secuencias de baja frecuencia y torpe lenguaje fílmico que Almodóvar, incomprensiblemente, ha dejado pasar. Sólo esa película dentro de la película, Chicas y maletas , sirve de morada y refugio al Almodóvar más inspirado. Con ella se apuntala la angustia que atenaza al propio Almodóvar: entiende que no debe volver atrás pero parece no saber cómo enfrentarse al futuro.

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Tiempo de elegir

viernes, 27 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Andreas Dresen. Guión: Andreas Dresen, Cooky Ziesche, Laila Stieler y Jörg Hauschild. Intérpretes: Ursula Werner, Horst Rehberg, Horst Westphal y Steffi Kühnert. Nacionalidad: Alemania. 2008. Duración: 98 minutos.

Se impone lo aparente y lo aparente es la desnudez de unos cuerpos de más de sesenta y setenta años que no se niegan el placer sexual. Lo iconoclasta en el hacer de Andreas Dresen consiste en radiografiar esa piel desnuda, esos senos caídos, esa topografía de arrugas y cicatrices con la misma disposición con la que Winterbottom filmó 9 songs o Matías Bize , resolvió el vibrante duelo erótico que habitaba su película En la cama . Como en las obras citadas aquí, la cámara escruta la desnudez de sus protagonistas, tres ancianos que podrían haber hecho un remake de En el estanque dorado , sólo que Dresen los muestra aquí sin cortapisas ni pudor. En esta película, áspera y emocional, no vemos a abuelitos enamorados al estilo del Summer de Del rosa al amarillo , sino que asistimos a un drama existencial y a un festín erótico.

Durante la primera mitad cabe pensar que Dresen va a gastar toda su pólvora en la mera exhibición de los cuerpos, es decir, que se va a estancar en el cenagal del exhibicionismo en el que se suele incurrir cuando lo que está en escena son los recovecos íntimos. Pero conforme el triángulo afectivo que el filme conforma se evidencia, el agrimensor muestra el conflicto y, junto al placer, emerge el dolor. Lo que Dresen, un cronista con títulos tan inspirados como Encuentros nocturnos , plantea guarda relación con el deseo de vivir y con el riesgo de elegir. Su protagonista femenina, una mujer de sensualidad desbordada, ocupa la base de un triángulo destinado a naufragar. Es cierto que Dresen incide en la dificultad de ese polígono sentimental, pero sobre todo lo que moviliza el proceso que da vida a su filme es la necesidad. Su personaje femenino, que lleva 30 años aburridamente casada con un hombre bueno, se enamora perdidamente como una niña de otro hombre, mayor incluso que su marido. No es cuestión de años, parece gritar el filme de Dresen, sino de disposición y lo que a la protagonista del filme le atrae no está en los placeres del cuerpo, que también y de manera generosa y explícita por cierto, sino en la alegría de vivir lo cotidiano. Ahora bien, toda elección conlleva una responsabilidad y éste se cobra un alto tributo. Eso es la vida, y nada más. Nada que ver con ese séptimo cielo de su desleal e impropio título en castellano.

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Historia de una gorra

viernes, 27 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Amin Matalqa. Intérpretes: Nadim Sawalha, Rana Sultan, Hussein Al-Sous, Udey Al-Qiddissi, Ghandi Saber, Dina Ra’ad-Yaghnam y Mohammad Quteishat. Nacionalidad: Jordania. 2007. Duración: 110 minutos.

Una gorra no hace piloto, pero lo aparenta y quien es tomado por tal, acaba pilotando el destino de sus pasajeros, incluso de aquellos -especialmente de aquellos-, que dudan de su mascarada. En estas cuatro líneas se condensa lo que Capitán Abu Raed se propone. Una fábula de buenos sentimientos que abusa del frasco de Tornatore y anega con azúcar la vieja historia neorrealista de El general de la Rovere . Además, en su singularidad, la primera película jordana en ser estrenada en medio mundo, lleva implícita también una impostura. Porque sin duda es jordana de localización y bandera, pero no de naturaleza ni de origen. De hecho el propio cineasta, Amin Matalqa, jordano de nacimiento que creció en Ohio y se hizo cineasta en EEUU, recordaba que el rodaje se realizó en varias lenguas y con un equipo proveniente de una decena larga de países.

A nadie extraña que este filme con niños y sobre niños, que denuncia los malos tratos de género y de edad, sepa muy poco del cine iraní, por ejemplo, con el que comparte ese protagonismo infantil. Muy lejos de Kiarostami, Matalqa asume el camino contrario. Es cine jordano preparado en el exterior cuyo valor añadido consiste en enarbolar una bandera hasta ahora desconocida en el panorama del cine internacional. Esto no debería quitar ni poner nada a la calidad del filme, en todo caso, son las circunstancias que, como acontece con la cineasta canadiense de origen indio, Deepa Mehta, reverberan en un tono pedagógico y aleccionador que puede ser tan irritante para algunos como conmovedor para otros. O sea, en función de esa percepción, Capitán Abu Raed recogerá tantos aplausos como críticas pero lo que resulta indefendible, como acontece con el cine de Mehta, es el valor intrínseco de su propuesta en cuanto cine. Ese cartón piedra y ese juego de azares y desencuentros caprichosos para relatar la historia de un buen hombre que encuentra sentido a su vida en un sacrificio bíblico, se desmorona por falso y hueco. En el fondo, el hacer de Abu Raed es semejante al del personaje de Eastwood en Gran Torino . Crucen ambas películas y obtendrán un tratado sobre la diferencia sutil entre el talento y la ilustración.

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Ensayo sobre la soledad del elegido

viernes, 20 de marzo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Fernando Meirelles. Intérpretes: Julianne Moore, Mark Ruffalo, Alice Braga, Yusuke Iseya, Yoshino Kimura, Maury Chaykin y Danny Glover. Nacionalidad: Canadá, Brasil y Japón. 2008. Duración: 121 minutos.

La novela de José Saramago que sirve de sustento al tercer largometraje de Fernando Meirelles, provoca en el espectador una inquietante sensación. Su pretexto argumental es sencillo. Un buen día, de repente, sin ninguna causa ni justificación, un hombre pierde la vista. A éste le sucede otro, y otro, y otro… es el comienzo de una epidemia terrible que termina por cegar a la humanidad. Conforme Saramago describe el apocalíptico panorama de esta distopía sin pleitesía alguna hacia la ciencia-ficción, la cabeza del lector se llena de poderosas recreaciones mentales. A medida que se muestra el desolador panorama de una humanidad de invidentes, Saramago se descubre como un poderoso conjurador de iconografías. En ese momento, es inevitable pensar que de aquí podría surgir una desgarradora película. Pero hacia la mitad de la novela, cuando la pesadilla parece no tener fin y la miseria de los hombres se baña en ignominia, se percibe el lastre de su densidad literaria. Entonces el olor de la basura, basura de los objetos en descomposición, basura de los sujetos (des)atados por la lujuria, el miedo y la violencia, hace temer que la prosa de Saramago encierre una trampa. Aquí no hay cine que sobreviva.

De hecho, el propio Saramago se resistió durante años a ceder los derechos de Ensayo sobre la ceguera . Ya se sabe, de una mala novela puede germinar, si la historia es buena, en una gran película. Lo contrario, resulta una empresa ardua. ¿Es eso lo que acontece en A ciegas ?

Empezaremos por matizar la afirmación para responder a la pregunta. De una buena novela naturalmente que es posible obtener una gran película. Lo que ocurre es que mejorar una novela mediocre resulta mucho más sencillo que dar justa respuesta a una gran obra. Cuestión de espacio-tiempo: ¿que dejamos fuera?

En A ciegas , Meirelles equilibra el respeto que le merece Saramago con su libertad como autor-cineasta. O sea, no se limita a la mera ilustración de estampas. De hecho, su película se arriesga y mucho con un uso sugerente del color, el encuadre y una insólita banda sonora. Es como si Meirelles quisiera responder a una reflexión sobre la ceguera con una incursión sobre el oído/sonido como instrumento descriptivo de atmósferas. Al mismo tiempo, A ciegas abunda y fija la voluntad alegórica que descansa en ese ensayo que Saramago tituló sobre la ceguera, pero que trata sobre el compromiso del ser humano ante la libertad. Con él en mente, Meirelles elude los escollos que Saramago dejó en su novela en torno al verosímil narrativo. Ya se ha dicho que Saramago sabe más de compromiso político que de ciencia-ficción. Y más aún, comunista convencido en un pueblo de procesiones religiosas e imaginería evangélica, resultan reconocibles, en sus metáforas, poderosos ecos de reverberaciones bíblicas. Esos ecos son los que aquí se refuerzan para hacer de A ciegas una estremecedora reflexión sobre el elegido. El que ve, (¿como el escritor?), lo que los demás no perciben. Y aunque A ciegas pueda interpretarse de muchas maneras, en todas ellas prevalecerá el personaje de Julianne Moore, hecho de fusionar las figuras de Moisés y Judith. Ella es una visionaria capaz de ver en medio de las tinieblas. Y lo que esa mujer ve, le impele a asumir la violencia necesaria frente al tirano y frente a la injusticia. De este modo, Meirelles asume la probable ingenuidad de la moraleja del texto de Saramago, para esculpir un desolador vía crucis sobre el proceso de desmoronamiento de cualquier sociedad que pierde el principio de orden y va a la deriva. Y así, lo que se titulaba ensayo sobre la ceguera, muestra lo que es: una proclama sobre la dignidad.

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