Paisaje completo en el cuento de una vampira
Dirección: Tomas Alfredson. Guión: John Ajvide Lindqvist. Intérpretes: Kåre Hedebrant, Lina Leandersson, Per Ragnar, Henrik Dahl, Karin Bergquist y Peter Carlberg. Nacionalidad: Suecia. 2009. Duración: 114 minutos
En la nieve, en el mundo frío de la noche larga, el monstruo de Frankenstein deambula perdido en la visión postrera que de él nos dejó para siempre su creadora Mary Shelley. En ese mismo núcleo que quema con puñaladas heladas, Tomas Alfredson, un cineasta sueco hasta hace poco desconocido, ha construido una de esas películas mágicas, inmensas e inclasificables. No se exagera al decir que estamos ante un filme llamado a permanecer en la Historia. Una obra habitada por un virus voraz y eterno que la ha convertido ya en una obra canónica del cine de vampiros. Tantas y tan buenas cosas se dicen de ella, que al escribir sobre sus cualidades, uno teme provocar excesivas expectativas. Ya se sabe, hay públicos perezosos que cuando oyen hablar de las excelencias de un texto artístico, creen que basta con colocarse frente a él para recibir las maravillas que otros relatan. Ignoran que de lo que se trata no es de percibir, ni de comprender, sino de algo parecido a co-escribir.
Barthes hablaba de reescribir y se quejaba del despiadado divorcio entre el fabricante y el usuario del texto. Es decir, del foso, insalvable para muchos, que separa al escritor del lector. Pues bien,Déjame entrar nada podrá hacer (dar) por aquellos que reducen la experiencia fílmica a un examen, a un veredicto, a una nota.
Por el contrario, Déjame entrar mostrará honduras conmovedoras a aquellos re-escribidores capaces de descubrir en este filme medido, sostenido en la sutileza y generoso en la asunción de riesgos, una de las películas más sugerentes, poéticas y desesperadas de los últimos años.
Mereció el premio Méliès a la mejor cinta de cine fantástico europeo del año 2008 y, sin duda, la fantasía determina su territorio. Y como buena parábola fantástica, por sus venas corre sangre de lo real. Lo real en este caso no es sino el dolor de un adolescente acosado por sus compañeros de clase. Ante él, con la sola compañía de un cuchillo, nos es dado vislumbrar el filo abisal de la psicosis. En ese niño ¿acaso no se agolpan otros tantos que un buen día, armados hasta los dientes, revientan en medio de una masacre con la mirada deshecha? Pero el joven protagonista de este filme que algo sabe del sentido del fantastique de Bergman, ¿regatea? esa locura que le sobreviene gracias a una niña vecina, una extraña e inquietante compañera de juegos a la que el frío no le afecta. Y a partir de esa presencia Alfredson se sumerge en un relato de múltiples referencias. Hay romance e ingenuidad, dolor y crimen, angustia y desesperación y sobre todo, soledad, una soledad radical y absoluta puesta de relieve en ese título traducido como una súplica para aliviar la falta de compañía.
El vampirismo, junto a Frankenstein, ha alumbrado algunos de los mejores y más metonímicos relatos del siglo XX. Y en este comienzo del siglo XXI, el subgénero renace. Fructifica en cine pulp de excitación teenager al estilo de Crespúsculo -menos mala de lo que algunos compañeros afirman-, o germina en obras tan sólidas y complejas como la que ahora nos ocupa.
Y en ella, a (re)lectura más pormenorizada más sombras y ambivalencias le suceden. Y en todos los casos, se ve emerger una ambivalente sensación. La de comprobar que el happy end tan solo cultiva una maldición terrible; la de percibir que el joven y sin duda frágil y bello Oskar acabará convertido en un viejo desesperado que tratará de apaciguar la sed de sangre de su eternamente joven compañera. Terrible destino que además encierra una cruel penitencia, saber que será tan solo una cuestión de tiempo el que un amor infantil se transforme en una oscura página de pederastia.