Champán amargo

viernes, 15 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Marc Abraham. Guión: Philip Railsback; basado en el artículo de John Seabrook. Intérpretes: Greg Kinnear, Lauren Graham, Dermot Mulroney, Alan Alda, Karl Pruner, Andrew Gillies, Bill Lake y Duane Murray. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 119 minutos.

A lo largo de este biopic amargo y contenido aparecen varias referencias al champán. Al fin y al cabo de lo que trata es del éxito de un ingeniero al que un buen día, un flash de genialidad, puso en el camino de inventar el limpiaparabrisas intermitente. ¿Una nadería? Bueno, casi 150 millones de automóviles equipados con el invento de marras nos grita que las naderías, cuando se venden masivamente, son muy determinantes. Cuestión muy diferente es que den la felicidad y aquí, al padre de familia de este filme de aromas clásicos interpretado de modo magistral por Greg Kinnear, lo demuestra. Su último plano, con los ojos envejecidos y el reflejo de su rostro en el cristal de un restaurante, abundan en una ausencia: doce años de lucha para una victoria pírrica que se cobra un alto precio.

Con un guión que ficciona ¿poéticamente? la biografía de Bob Kearns, Destellos de genio expone la desigual batalla entre un profesor, padre de familia numerosa, absorto en su trabajo enfrentado al imperio de la Ford. Un duro y desigual litigio que obedece al clásico esquema del individuo frente al sistema tan querido por Hollywood. Con él debuta en la dirección un productor veterano, Marc Abraham, (The Commitments, Air Force One, Amanecer de los muertos o Hijos de los hombres ). Y lo hace con tiralíneas, con discreción y sin brillo.

Pero decía que el champán atraviesa el filme. La primera vez no lo vemos, se habla de él cuando se nos cuenta -se volverá a repetir la historia en la escena final del juicio-, cómo, el ingeniero protagonista, se lesionó un ojo al descorchar una botella la noche de bodas. Como un augurio fatal, como si en su interior se almacenara la maldición de Casandra, ese golpe fue decisivo para que Kearns alcanzara su invento sin saber que ese descubrimiento se convertiría en premio y castigo. Champán vuelve a haber en la mitad del filme, cuando se perciba la primera señal de que David incomoda a Goliath. Se descorcha la botella sin incidentes, pero las copas quedarán llenas. Y champán habrá al final, cuando el veredicto se dicta, pero esa botella ya nadie la abre. O sea siempre la presencia del champán resulta amarga, porque lo que aquí se relata es la brutal existencia de la condición humana: cuando la justicia interviene, el daño ya ha sido hecho.

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Entre la lucidez y la locura

viernes, 8 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Martin Provost. Intérpretes: Yolande Moreau, Ulrich Tukur, Anne Bennent , Geneviève Mnich, Nico Rogner, Adélaïde Leroux y Serge Larivière. Nacionalidad: Francia y Bélgica. 2008. Duración: 125 minutos.

Cuando el último plano de esta película se cierra, la imagen de la verdadera Séraphine , aquella de la que ésta historia toma prestada su vida, su pintura y sus huellas se pierde reemplazada, usurpada por la presencia de la actriz que la representa. Ciertamente cuesta trabajo pensar cómo podría ser este filme sin Yolande Moreau. Ella es Séraphine y ella culmina, a lo largo de dos horas largas, un vaciamiento personal con el que se levanta una biografía con derivas precisas hacia los orificios de la mente. Se trata de un deleite perverso que confluye en exaltar esas grietas por donde la sensatez se pierde y la lucidez se derrama. Hacia ese camino iluminado se dirige este filme de Martin Provost que llega tras arrasar en la entrega de los premios César en Francia y desarmar el sólido filme de Laurent Cantet, La clase . Explicar por qué la Academia Francesa decide apostar por este filme en lugar de por el que ganó en Cannes es otra historia.

En nuestro caso, antes de hincar el diente a Séraphine puede ser útil situarlo en su tiempo, espacio y naturaleza. Séraphine surge de esa arraigada tradición del cine francés que cruza tres querencias: la biográfica, la descriptiva sensible al mundo del arte y la consustancial exaltación francesa de la vida rural frente a la vida urbana. De esos tres afluentes se alimenta el caudal que llena de remolinos extraños y de zonas de calma inquieta el biopic de esta pintora inclasificable. La figura de Séraphine, ubicada en el corazón de las vanguardias artísticas y escondida en tiempo de entreguerras, incurre en el lugar común de vincular lo artístico a una suerte de llamada divina.

Martin Provost levanta su discurso con una actitud análoga a la que podría aplicar si relatase la vida de Juana de Arco, eso es desde cierta perplejidad mística ante su actitud (artística) y como un observador distante que describe sin juzgar y que recrea sin analizar. Coguionista además de director, Provost utiliza la figura de Wilhelm Uhde, un marchante alemán decisivo para el descubrimiento de la figura de Séraphine, como conductor y contrapeso. El público percibe la importancia del hacer artístico de Séraphine a través de los ojos de Uhde y, de paso, su presencia sirve de conexión con la realidad histórica zarandeada por el ascenso del nazismo y el horror de la guerra.

Frente a esa realidad, el mundo de Séraphine se construye en el claustrofóbico espacio acotado por lo rural, ajeno al vaivén del tiempo. Provost recrea tanto ese aislamiento, que se diría que la pintura de Séraphine podría haberse formulado en cualquier otro siglo, en cualquier otra parte del mundo lo que, evidentemente, no fue así. No al menos de manera tan sencilla. En esta biografía de Séraphine tampoco se escapan los ecos coincidentes con la vida de Camille Claudel. Ambas, al final de sus vidas, supieron/sufrieron del rigor de las instituciones psiquiátricas. Y ambas estuvieron atravesadas por el resplandor de la locura ¿de amor/desamor? y ambas contribuyen al perezoso arquetipo, probablemente androcéntrico, que une genialidad con demencia.

Provost no va más allá de lo evidente. De hecho, todo descansa en la magnífica y sobrecogedora interpretación de Yolande Moreau, quien se funde con el personaje hasta el punto de resultar difícil, a la vista de las imágenes de la Séraphine real, pensar en otra actriz para encarnarla. Ella confiere a la extraña y enfermiza personalidad de su personaje aristas dulcificadas. Su perfil ¿neurótico? y los misterios/silencios que rodearon su existencia se tornan en la concreción de una personalidad quebrada, asilvestrada, inmadura. Rota definitivamente el día que el dinero y la fama llaman a su puerta. Al menos, así nos lo cuentan.

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Ni épica, ni romance: sólo ruido

viernes, 8 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Gavin Hood. Guión: David Benioff y Skip Woods. Intérpretes: Hugh Jackman, Liev Schreiber, Danny Huston, Dominic Monaghan, Ryan Reynolds y Taylor Kitsch. Nacionalidad: EEUU. 2009. Duración: 107 minutos.

EMPEZAR con el asesinato del padre no es sino obedecer el primer mandamiento freudiano. Pero claro está, se trata de un imperativo simbólico y en la historia de Lobezno precisamente lo que falta es eso, sustento verdadero que sostenga el fundamento mitológico de los grandes relatos. En ello reside la torpeza de su guión, que hace literal lo que no lo es y que muestra en primer plano lo que reclama permanecer en el contracampo, afuera, en la sugerencia. A esa mala disposición estratégica, Gavin Hood, director de la semifallida Expediente Anwar , contesta con su querencia por dirigir sin voz propia. En consecuencia, todo en este filme se reduce a una insensata acumulación de personajes, violencia y, en definitiva, de un vacío que incurre en el peor de los defectos de una propuesta de acción: hacia la mitad del filme, sólo los más acérrimos fans de Hugh Jackman mostrarán alguna duda sobre su previsible desenlace.

Muy lejos del goce teenager aportado por Bryan Singer en X-men 1 y 2 , esta precuela que muestra el origen de Lobezno se ahoga en esa total ausencia de emoción que el argumento asume desde su inicio. En todo caso es, en un comienzo acelerado, solemne y espectacularmente bélico, que hace un resumen de las principales guerras acometidas por EEUU a lo largo de su existencia, donde se concentra lo único realmente notable de este filme. Con un encadenado que roza el virtuosismo del Zack Snyder de Amanecer de los muertos , el spin-off dirigido por Hood establece un perverso paralelismo entre Lobezno y los EEUU. Un Lobezno, preso de sed de sangre y superado en su instinto letal -en la idea más sugerente del filme- por el hacer de la maquinaria bélica USA.

Sabemos que mata porque manchó sus manos con la sangre del padre pero… no merece la pena escarbar en ese análisis porque no hallaremos voluntad fabuladora. Y eso es así por un escollo insalvable. Este Lobezno, como el Hulk de Ang Lee, parece indestructible. No hay dragón al que vencer ni dama a la que convencer. De ese modo, sin épica para el héroe y sin objeto de deseo que le aguarde al final de la aventura, Lobezno no construye relato alguno, tan solo una traca escópica incapaz de diseñar un modelo de referencia.

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De padres, hijos y deberes

viernes, 8 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: David Planell. Intérpretes: Alberto San Juan, Natalia Mateo, Marta Aledo, Norma Martínez, Esther Ortega y Brandon Lastra. Nacionalidad: España. 2009. Duración: 107 minutos.

En los instantes finales de La vergüenza , sus dos principales y casi únicos protagonistas arrojan al lago de un parque dos pececillos rojos. Tras ese gesto, cuyo significado último no se explicita, ambos se pierden paseando juntos al mejor estilo de aquel Chaplin de niños sin hogar y emigrantes con miedo. Conforme Pepe (Alberto San Juan) y Lucía (Natalia Mateo) empequeñecen en la lejanía, crecen las sombras que ese final abierto proyecta sobre el espectador. Y es que el cine de Planell busca al público, lo necesita. Por eso hurga en las honduras del tejido emocional, en la razón de los afectos y en el dolor de las heridas. Por eso retrata a quienes se pueden encontrar en una sala de cine, es a ellos/nosotros a los que interpela.

Guionista y cortometrajista, Planell ha debutado en la dirección de largometrajes con esta obra solvente, ganadora del último festival de Málaga y verbalizada con las que han sido sus señas de identidad. Como en sus cortometrajes (Carisma , Ponys , …), Planell confía en la retórica de sus protagonistas, ellos muestran sus sentimientos; al principio desde lo banal, al final, desde el vértigo de percibir la angustia existencial. Aquí no hay arabescos semánticos ni filigranas intelectuales. Sí hay una cuidada puesta en escena y una reiterada obsesión por recordar que sus personajes son peces fuera del agua, extraños empeñados en vivir algo que no les pertenece. Con ellos Planell se atreve a hablar de lo cotidiano. Evita la sal gruesa pero aplica el humor, sortea las tragedias pero muestra el dolor. Es su proceso para sacar a la luz esas cosas que dan vergüenza como las dudas de unos padres adoptivos ante su capacidad para poder asumir la alterada personalidad del hijo de acogida. En La vergüenza, el matrimonio protagonista vive el temor de su desorientación y, conforme más habla, con mayor claridad se impone la complejidad de un problema ante el que no es frecuente entrar desde esa libertad. A Planell no parece importarle que su película tenga traje de cortometraje porque intuye que hay verdad en ella. Es cine de cámara, sabedor de que lo que importa consiste en pulsar esos acordes íntimos de los que casi nadie habla. De eso se ocupa La vergüenza , de hacer cine que cuestione lo cotidiano, porque eso también importa.

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Más allá de las apariencias

viernes, 1 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Tom Tykwer. Intérpretes: Clive Owen, Naomi Watts, Armin Mueller-Stahl, Ulrich Thomsen, Brian F. O’Byrne, Michel Voletti, Patrick Baladi y Jay Villiers. Nacionalidad: EEUU . 2009. Duración: 118 minutos.

DESDE su mismo arranque, el espectador ¿sabe? que no se enfrenta a un filme convencional por más que éste insistentemente lo parezca. ¿Por qué? La razón es obvia: Tom Tykwer todavía conserva hambre de cine. Eso quiere decir que, pese al éxito y a los dólares, este cineasta alemán que se impuso con un fogonazo de indeleble recuerdo, Corre Lola, corre , no ha olvidado la necesidad de alimentar al narrador que lleva dentro. Reconstruyamos cómo despega The International , un filme de alto presupuesto y muchas luminarias construido como ese arquetipo que Europa practica para parecerse a Hollywood. Aunque no hay que ser iluso, aquí buena parte del capital de su producción proviene de EEUU.

Vayamos mejor al despertar del filme. Tykwer lo resuelve en tres planos casi idénticos. Tres primeros planos de tres personajes cuyas miradas establecen un juego extraño. La primera de ellas corresponde al personaje de Clive Owen. Escruta el horizonte y sus ojos parecen converger con el eje de la cámara. Sin embargo, no mira al espectador, no nos interpela a nosotros, sino a lo que está detrás de ese objetivo que lo mira a él. Los otros dos personajes, aquellos a los que Owen vigila, se entrecruzan entre sí a través de un espejo retrovisor. Son dos hombres que acuerdan un pacto de cuyo alcance se ocupará el resto de la película. Pese a que sus retinas se reconocen, no hay mirada directa. La cuestión es que, instantes después, con un ritmo ágil y un montaje eficaz -será la constante de toda la película- Tykwer deja al descubierto la razón fundamental de su puesta en escena. Tras ese baile de miradas, en esa concatenación ritualizada con desenlace eléctrico, Tykwer lanza su primera ley: vivimos en un tiempo de espejismos, de virtualidad, de incertidumbre. Nada significa lo que vemos.

De hecho, será horas después de estos hechos, cuando Owen, su personaje, meta la cabeza en una bañera llena de hielo, cuando le será dado entender lo que cuando miraba no supo comprender. Entre otras cosas porque no pudo oír, algo que sí hacemos los espectadores.

Se diría que con ese aviso Tykwer da la clave en la que debería leerse su trabajo, una película que se empecina en parecer menos de lo que es. En algún modo, Tykwer se identifica con otro cineasta alemán, Wolfgang Petersen, profesionales en asilvestrar el cine mainstream a fuerza de diseminar en su interior cargas de profundidad.

En The international las hay de manera generosa. Tykwer, como De Palma, retoma el legado de Hitchcock allá donde lo dejó el autor de Psicosis , en el puente quebradizo que une modernidad con posmodernidad. Un puente condenado en estos momentos al desprecio por su falta de radicalidad. Lo que no impide que en The International , Tykwer nos regale descargas de notable talento y buen cine. Se trata de un esfuerzo empeñado en equilibrar el impacto escópico de la acción pura (el atentado a lo JFK, la carnicería en el Guggenheim de Nueva York, el asesinato en la estación de Berlín) con aguas subterráneas que provienen de Chandler y Le Carré para hablar del destructivo poder del poder del ser humano. Acción versus reflexión para un filme nada inocente que rebosa en detalles con los que sujetar una denuncia feroz sobre el dinero y la banca. Detalles que van desde negar toda posibilidad de la historia de amor arquetípica a esa traca definitiva por la que el arte contemporáneo se muestra como una impotente pantalla incapaz de detener la locura asesina de las balas de los sicarios. Como se verbaliza dentro del filme, en tiempo de metalenguaje e incredulidad en las imágenes, no nos queda nada en lo que creer… salvo en la herida del (anti)héroe.

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Viaje sin sentido

viernes, 1 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección: Juanjo Elordi y Asisko Urmeneta. Guión: Edorta Barruetabeña y Unai Iturriaga; basado en la novela ‘La vuelta al mundo en 80 días’, de Julio Verne. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 87 minutos.

Si esta historia hubiera sido producida en Shinjuku o Broadway tendríamos millones de pins , miles de muñecos, infinitas ilustraciones y todo tipo de merchadising emanados de este filme. Y se venderían bien, porque sin duda son atractivos, actuales y hasta simpáticos en su buscada deformidad. Pero no es el caso y, hoy por hoy, estamos ante un filme construido con ese esfuerzo artesano y socarrón que por razones no analizadas reitera que la cultura euskaldun resulta especialmente permeable al mundo de los dibujos animados.

La capacidad abstracta del dibujo que lo sostiene, la fuerza expresiva y expresionista del cartoon que lo alimenta y esa demanda de trabajo, mucho trabajo que este noble lenguaje exige, goza aquí de buena salud. Pero si han sido muchos los autores que, incluso en otro tiempo, creyeron posible forjar una sólida industria de la animación en Euskadi, son mucho más los espectadores adultos despreciativos y refractarios al mundo de la animación. Sólo para los niños, sólo en los niños, la animación encuentra alguna salida posible y rentable entre nosotros.

Esa insalvable dificultad mercantil hace doblemente meritorio el esfuerzo de este equipo liderado por Juanjo Elordi y Asisko Urmeneta, dos enérgicos y singulares creadores que destrozan con impunidad absoluta y ningún asomo de contrición el viaje alrededor del mundo ideado por Julio Verne. Se trata de un simple pretexto sazonado por cierta bravuconería gamberra sobre un hipotético nuevo viaje alrededor del mundo motivado por una apuesta y con una condición: hacerlo sin pagar un euro. Como acontece con los textos que hacen del desprecio al dinero su leit motiv , el dinero acaba proyectando la sospecha de su poder, pero para adentrarnos en esa cuestión necesitaríamos más espacio. Aquí sólo cabe confirmar que este filme podía haber sido importante de haber contado algo. La verdad es que cuenta poco, arranca como si fuera a durar diez minutos y dura noventa sin que en todo ese tiempo sea posible, salvo tres o cuatro puyas emponzoñadas, agarrarse a algo que merezca ser recordado. En mi caso, sólo recuerdo la feliz plasmación de unos dibujos demasiado anclados en la imagen de marca de Kukuxumusu.

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Un plan demasiado perfecto

viernes, 1 de mayo de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Patxi Amezcua. Intérpretes: Francesc Garrido, Aida Folch, Manuel Morón, Joan Massotkleiner, Héctor Colomé, María Lanau, Marc García, Monserrat Salvador y Carolina Montoya. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 86 minutos.

E L cine español, cuando se adentra en la negritud del thriller lo hace con tramoya de anticuario, con ropa de viejo y con gesto cansado. Entre la ficción y el realismo siempre se ve arrastrado por lo cotidiano, aunque rara vez esa elección le trasmita c(u)alidades de verdad. Ésa es su naturaleza. Entre la acción y la melancolía, se impone la cercanía a los hechos, un roce que tiñe de austeridad incluso los relatos más extremos. Y sin embargo, pese a no contar con una larga relación, al menos no del nivel de la comedia, la calidad media del policíaco español resulta digna y dignificable. En ese sentido, 25 kilates , primer largometraje del realizador navarro Patxi Amezcua, hace honor a este principio. O sea, se trata de un filme riguroso, equilibrado, bien medido y mejor rentabilizado.

Su aparición, sin estridencias ni muchos medios, ha disparado los cánticos de las analogías. Es un juego interesante que puede refrescar la memoria del cine español más notable y del que casi nadie habla o al menos no demasiado. Para ubicarlo en el mapa del polar hispano, cabría decir que 25 kilates se aproxima más al primer Borau que al último Yanes, lo que ya sirve para cartografíar el espacio y el tiempo de este filme que logra el objetivo de mantenerse en pie a lo largo de su ditirámbica estructura llamada a cerrarse sobre sí misma. Como Patxi Amezcua se inició en el oficio escribiendo guiones, ha habido voces y textos que han significado la nobleza de su escritura subrayando que en el guión de 25 kilates se encuentran sus mejores virtudes. Siempre me resulta discutible calcular el verdadero peso específico de un guión en el resultado de un filme, pero en este caso no hay duda alguna. Si 25 kilates posee densidad dramática ésta se encuentra en la piel de sus actores, en la puesta en escena, en una sobria dirección y en un ajustado casting . Frente a todo ello, en su espina dorsal, en su guión, se adivina una carpintería argumental demasiado académica, tanto que al final parece prisionera de las enseñanzas de manual. Tampoco ayuda su justiciero anhelo de cerrar con bien lo que reclama perversidad y sombras. Probablemente esos clarosocuros surgirán en posteriores citas, pero aquí todo resulta cegadoramente abierto.

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La sombra del emperador; después de la tormenta

viernes, 24 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Hayao Miyazaki. Música: Joe Hisaishi. Fotografía: Atsushi Okui. Montaje: Takeshi Seyama. Dirección artística: Noboru Yoshida. Nacionalidad: Japón. 2008. Duración: 100 minutos.

Al repensar las múltiples sensaciones que quedan tras la burbujeante pirotecnia que enciende Ponyo en el acantilado , aterra presentir que se está ante una obra grande de un autor inmenso. ¿Pero qué hace Ponyo en ese acantilado? Muchas cosas. Por ejemplo, reinventarse a Hans Christian Andersen, al poeta fabulador que a su vez supo de Goethe y de E.T.A. Hoffman para fundirlo con la mitología europea inscrita en el Cantar de los Nibelungos .

Hace unos años, el crítico e historiador Stuart Galbraitht dedicó una buena parte de su tiempo a penetrar en los entresijos de la fructífera relación profesional entre Akira Kurosawa y Toshiro Mifune. El resultado de aquel esfuerzo se tituló El emperador y el lobo . Y en tiempo presente, si algún cineasta japonés puede aspirar a suceder al gigantesco Akira, ése se llama Hayao Miyazaki. Pronto cumplirá 70 años, la barba blanca y el pelo cano le dan un aire afable, de abuelo frágil, de hombre bueno. Sin embargo, tras esa vulnerable apariencia hay una obstinada actitud cuyo poder viene de lejos, de cuando una generación que ya despide a sus hijos de casa, vivió y cantó las aventuras Heidi y de Marco . Era el principio. Luego todo alcanzaría alturas magistrales gracias a la furia de Nausica y merced a los bostezos de Totoro .

Es obvio: detrás de Miyazaki sobrevive un imperio. Se llama Ghibli. Significa viento del desierto. Y en verdad es un cálido soplo que ha dado lugar a algunas de las más bellos textos fílmicos de los últimos veinte años. La princesa Mononok e (1997), El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004) por ser los últimos han sido los más (re)conocidos, pero hay muchos más y algunos más apreciables aunque se hayan visto menos. Son las joyas de un imperio en el que al lado de Miyazaki sólo permanecen un lobo inseparable, tan viejo como él, llamado Isao Takahata y su propio hijo, Goro Miyazaki, director de la pálida Cuentos de Terramar . La cuestión es que Takahata guarda silencio y Terramar ganó mucho dinero a costa de (de)mostrar que el talento no se hereda tan fácilmente como el patrimonio.

En buena medida, ese errático hacer de su hijo y la huida del hombre fichado para hacer Ponyo , Mamoru Hosoda (La chica que saltó en el tiempo ), forzó a Miyazaki a asumir una gesta propia del Cid, ganar una batalla para la que no estaba llamado. Además, Miyazaki sigue vivo. Y para demostrarlo Ponyo emerge como una soberbia y sencilla lección capaz de recuperar la frescura de su obra fundacional, Mi vecino Totoro . Como en ella, hay esencia de infancia, la que tal vez Hayao conoció mirando a su hijo Goro cuando éste era un niño.

En Ponyo , el viento, siempre tan caro al universo Miyazaki, se funde con el mar y desde el mar surge un maremoto que sólo en su lado más epidérmico recuerda a la Sirenita . En el cuento de Andersen, al final, la hija del mar que soñó con amar a un humano asciende con las hijas del viento hacia el cielo. Esa idea forjaba una feliz síntesis del universo MIyazaki, un universo que en Ponyo da una vuelta de tuerca y lleva a su compositor inseparable, Joe Hisaishi, a medirse con Wagner. Sólo lo verdaderamente grande puede contener los actos más puros y Ponyo los sostiene con todas sus consecuencias. En el homenaje a la figura materna y en su eterna fe en que otro mundo es posible. ¿Cómo lo hace? Desnudo de toda parafernalia digital; armado sólo de línea y color y con el magma fundacional de los relatos primigenios. Así Ponyo cabalga con el secreto de por qué niños, jóvenes y adultos de todo el mundo disfrutan con Ghibli. Porque aquí descansa el aroma del relato simbólico, el que permite forjar sueños para poder soportar la realidad.

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El delirio del vacío

viernes, 24 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: James Marsh. Intervenciones: Philippe Petit, Jean-Louis Blondeau, Annie Allix, Jim Moore, Mark Lewis, Jean-François Heckel, Barry Greenhouse, David Foreman y Alan Welner. Nacionalidad: Reino Unido y EEUU. 2008. Duración: 94 minutos.

El 7 de agosto de 1974, seis días antes de cumplir 25 años, Philippe Petit, el último funambulista errante del mayo del 68, se paseó por un cable, a 450 metros de altura, tendido entre las Torres Gemelas de Nueva York. Para entonces, Petit gozaba de una cierta reputación. Además de ser un brillante artista del alambre dotado de un prodigioso sentido del equilibrio, había inventado un personaje en el que la mímica y la prestidigitación adornaban una personalidad provocadora e insolente. No se podía negar, Petit era un hijo de su tiempo y en ese tiempo los hijos corrían muchos riesgos; tantos que ninguna caja de ahorros les daba crédito.

Cuando celebramos 34 años de aquella acción, cuando en el lugar de las Torres Gemelas sobre las que Petit colocó su pasarela a la ¿gloria? sólo queda la huella de una ausencia y el horror/dolor de una masacre, James Marsh rememora como si fuera Atraco perfecto la disparatada empresa de Petit y sus amigos. Echa mano al contrapunto barroco de un Michael Nyman que aquel 1974 daba vida a la Experimental Music: Cage and Beyond.

La cuestión es que a Man on wire le han llovido premios. Merecidos, pero no tanto por lo que muestra sino por lo que sugiere. Sus virtudes no descansan en las declaraciones que atesora sino en las sombras y silencios que esconde. Evidentemente Marsh ha levantado su filme con la complicidad del propio Petit e inspirado por su libro autobiográfico, Alcanzar las nubes . Es decir, Marsh se ha movido por el estrecho margen impuesto por la presencia de Petit y sus compañeros, lo que provoca que su reconstrucción de los hechos se llene de agujeros y ofrezca el roto de alguna incongruencia. Da igual. Al asumir este reto, Marsh ha sabido eludir la tentación de evocar el 11-S, por más que éste nos estremezca, y no se agota en el puro espectáculo. Cierto, el vuelo de Petit conmociona por extraordinario y vertiginoso. Y con él, Marsh acentúa lo inquietante de esa contradicción: hace falta un sólido equilibrio emocional para afrontar un delirio tan disparatado. Así, con ser impresionante lo que las imágenes rescatan, su grandeza reside en la amarga lección sobre el éxito que forja y en esos pliegues oscuros, callados y llorados de quienes lo hicieron posible sin recibir nada.

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El deber y la amistad

viernes, 24 de abril de 2009 Sin comentarios

Dirección: Kevin Macdonald. Intérpretes: Russell Crowe, Ben Affleck, Helen Mirren, Rachel McAdams, Viola Davis, Jason Bateman y Robin Wright Penn. Nacionalidad: EEUU y Reino Unido. 2009. Duración: 132 minutos.

Cuando los títulos de crédito dan cuenta de que La sombra del poder ya ha apagado todas sus luces y con ello la historia ha concluido en el corazón de una rotativa, filmada con la misma fascinación que lo hacia la Warner en los años 40, emergen las dudas: ¿dónde se posiciona ideológicamente este filme?, ¿qué es lo que realmente esconde detrás de ese disfraz de reflexión sobre la prensa y su capacidad de denunciar la corrupción del poder político? y, finalmente, ¿le interesa de verdad desnudar el problema del poder militar y los cuerpos especiales profesionalizados o se trata todo de un simple pretexto?

Reconstruida a partir de una serie de éxito producida por la BBC , Macdonald ha envasado en un formato de dos horas lo que correspondía a seis capítulos convencionales, es decir, ha reducido su duración en más de un 70%. Sin embargo, no parece que sea eso lo que le resta claridad a la trama, puesto que se mueve en el terreno del thriller convencional de los años 90. Todo arranca con un asesinato. Hay un muerto, la víctima buscada, y un herido grave, un ciclista anónimo convertido en testigo de cargo. Hacia el lugar del crimen acude Russell Crowe convertido en un reportero desaliñado, pasado de peso y sobrado de greñas. Un veterano tribulete más listo que el aire que lía al detective de la Policía, al que trata con una superioridad más propia del actor que del personaje que interpreta. Por lo demás, salvo su ubicación en el tiempo presente, todo parece diseñado de modo anacrónico.

El núcleo central de las dudas existenciales que corroen al personaje de Russell Crowe descansa en una única y decisiva cuestión: ¿es lícito mezclar la amistad con el deber? Para sustentar esa incertidumbre, La sombra del poder desarrolla una laberíntica estrategia dedicada a aplicar sospechas caprichosas sobre los personajes en lugar de ahondar en la denuncia política que prometía en su arranque. Epidérmica y banal, la cinta pierde intensidad conforme se adivina su alta hipoteca al servicio del casting . Lo insólito es que sobre ella se hayan insinuado influencias nobles al estilo de Todos los hombres del presidente . No lo crean. Además ni siquiera su buena factura técnica logra mantener a flote un guión huérfano de hondura y talento.

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