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Sin rimas, adornos ni adjetivos

viernes, 18 de enero de 2008 Dejar un comentario Ir a comentarios

Dirección: Joe Wright. Guión : Christopher Hampton, a partir de la novela de Ian McEwan. Intérpretes: Keira Knightley, James McAvoy, Romola Garai, Saoirse Ronan, Brenda Blethyn, Vanessa Redgrave. Nacionalidad: EEUU, Gran Bretaña. 2007. Duración: 123 minutos.

Si en lugar de emborracharse de autoría Joe Wright hubiera leído su propio filme hablaríamos de una de las mejores películas románticas de la década. Por dos veces, en el último tramo de la película, se repite un imperativo sobre cómo se debe contar esta historia: sin rimas ni adornos ni adjetivos. Y así debía haber sido, porque en el interior de la novela de Ian McEwan duerme una exaltada y sugerente reflexión sobre el amor y el desengaño, sobre el despecho, la mentira y la pasión. Sin embargo, el Wright que sacó petróleo donde apenas había alquitrán con Orgullo y prejuicio , se empeña ahora en demostrar cuando con tan solo mostrar hubiera sido suficiente.

Como narrador Wright olvida el primer mandamiento: ponerse al servicio de la historia. No lo hace y usa el relato para embriagarse de poder. Estructurada en dos partes y un epílogo, Expiación arranca con disfraz de época y resabios del siglo XXI. Los tiempos se superponen, la música diegética se entrelaza con la no diegética y todo rezuma arabesco y juego, manierismo y autoría. Y no está mal. Y hasta brilla. Es entonces cuando Wright apunta un puñado de ideas sugerentes.

Los ruidos de la máquina de escribir, esa máquina que escribe la historia, cogen ritmo y devienen en música y los personajes se ordenan como un retablo para, en medio de la quietud, rasgar la contención con relámpagos de sensualidad que caldean la atmósfera. Todo va bien en ese triángulo de la niña encaprichada, la hermana enamorada y el hijo del servicio convertido en objeto de deseo que a su vez ama y desea.

Pero en la segunda parte, la del calvario y la guerra, el filme se ancla en la más hueca de las solemnidades. Entonces Wright acude a erráticos planos-secuencia que pretenden fundir la liturgia de Angelopoulos con el vigor de Scorsese. Tanta ambición hace que se olvide del núcleo de lo que debía relatar. Sin emoción no se roza el dolor que sacude a sus personajes y todo se pierde en playas infinitas, norias apocalípticas y cientos de extras congelados en una artificio lleno de rimas, adornos y adjetivos. Wright se traiciona y, sin intimismo, nada queda. Salvo, eso sí, una Redgrave inmensa.

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