La consorte del emperador

viernes, 12 de diciembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Sergei Bodrov. Guión: Arif Aliyev y Sergei Bodrov. Intérpretes: Tadanobu Asano, Honglei Sun, Khulan Chuluun, Odnyam Odsuren, Aliya, Ba Sen y Amadu Mamadakov. Nacionalidad: Alemania, Kazajistán, Rusia y Mongolia. 2007. Duración: 128 minutos.

Relata Sergei Bodrov, en este biopic, el secreto del valor con el que Genghis Khan se ganó el fervor de su gente y la fidelidad de sus guerreros. Sin desvelar el ropaje poético que Bodrov utiliza, éste se reduce a una máxima existencial: cuando no se posee nada, nada se puede perder. Y, en consecuencia, bajo esa referencia se construye esta biografía que mezcla el tono etnográfico con el espectáculo épico; el rigor antropológico con el exceso del gran espectáculo. Estamos ante un experimento que no siempre sale bien, pero en el que se acunan secuencias poderosas e inusuales en la tradición del cine de grandes guerreros. De Sergei Bodrov conocemos aquí dos referencias muy diferentes. Su pequeña joya antibélica, El prisionero de las montañas , y su aventura estadounidense al lado del indie Alexandre Rockwell. Ambas confluyen en este inclasificable trabajo.

Lejos del Oliver Stone de Alejandro Magno y del Petersen de Troya , Bodrov se adentra en la tundra de Mongolia, en un territorio abonado para documentalistas pacientes, donde Kurosawa se sobrepuso a una depresión extrema que bien podía haber acabado con él para siempre.

En su caso, Bodrov se enfrenta al mito con un uso arbitrario del proceso cronológico. En él alterna elipsis sorprendentes con minutos de pormenorizada descripción más atenta a avanzar por el laberinto del ser humano que sostuvo al gran Khan, que a cantar sus gestas. Eso confiere una especial relevancia a la figura del padre y a la de su mujer. En el padre inscribe Bodrov la grandeza del linaje y el misterio de una naturaleza que le hizo extraño entre extraños. En la mujer pone el cineasta ruso el contrapeso de la prudencia, la rentabilidad de la magnanimidad y la clave de su supervivencia, sin ocultar la extrema crueldad del tiempo descrito. Esa mezcla de lirismo poético y coreografía militar no da para eclipsar el peso del Alexander Nevsky de Eisenstein, pero levanta un extraordinario -por poco común- fresco histórico en el que permanecen dos lecciones básicas. La de que tras un gran personaje hay una sabia mujer, y las ventajas de saber ser generoso. Ambas, paradójicamente, son carne de leyenda y deuda de la verdad.

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Vegetavampiros con acné

viernes, 12 de diciembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Catherine Hardwicke. Intérpretes: Kristen Stewart, Robert Pattinson, Billy Burke, Peter Facinelli, Elizabeth Reaser, Nikki Reed, Ashley Greene y Jackson Rathbone. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 122 minutos.


Frente a quienes despachan con desdén este Crepúsculo con acné y sobredosis de romanticismo, una legión de teenagers susurra con vehemencia cada vez que su protagonista masculino, Robert Pattinson, se pone tierno. Hace un siglo que no se oía en el cine jalear los besos ni suspirar con anhelo. Sin embargo, el fenómeno de Crepúsculo resucita ese espectáculo que se repite en las sesiones de finde , cuando gente joven llena las salas para revivir el fenómeno de Grease y Mouline Rouge . De hecho, en el atildamiento de Pattinson sobrevuela ese aire paranormal que acuñó el Travolta de la fiebre de los sábados.

Aquí, el estado febril posee connotaciones vampíricas y fue novela antes que cine. De hecho, ha sido el éxito editorial el que ha arrastrado a los miles de adolescentes de todo el mundo hasta esta adaptación firmada por una cineasta nada convencional. Por eso mismo, Catherine Hardwicke ya ha sido despedida, lo que acerca a esta serie más a Harry Potter que a El señor de los anillos .

Resulta fácil descalificar Crepúsculo a la vista de su origen. Su autora es un ama de casa abrazada a la fe mormona. Una diletante que revisitó el legado de Bran Stoker con la (in)digestión de Anne Rice y el postre del Schumacher de Jóvenes ocultos . De hecho Crepúsculo recorre la geografía de la leyenda de Nosferatu filme a filme. Reconduce el eterno enfrentamiento con los hombres-lobo, acude al magnetismo de lo gótico y lo siniestro y celebra lo que todos saben, que es la suya la edad de la adolescencia. La del sentirse diferente e inadaptado; la de estremecerse con la idea de la muerte y gozar con la imagen de los cementerios… en cierta medida porque a esa edad la vida se percibe eterna. La muerte atrae cuando se ha vivido poco o no se han perdido seres queridos. Pero no hace falta ponerse trascendentes. Hardwicke ha entendido el encargo y lo ha llevado a un terreno sugerente. El reparto funciona en su disfuncionalidad y la historia es menos tonta de lo que algunos tontos comentarios dicen de ella. No es Bergman, seguro, pero es uno de los escasos puentes tendidos por los que su público afín puede acceder a El séptimo sello . ¿Optimista? La culpa es de Crepúsculo.

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De los peligros de jugar con el fuego del fascismo

viernes, 5 de diciembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Dennis Gansel. Intérpretes: Jürgen Vogel, Frederick Lau, Max Riemelt, Jennifer Ulrich, Christiane Paul, Elyas M’Barek y Cristina Do Rego. Nacionalidad: Alemania. 2008. Duración: 113 minutos.

Siempre hay sentido detrás del sentido, decía en El significante imaginario , Christian Metz. En palpar lo que permanece tras la espuma de las olas reside la cuestión, la resbaladiza cuestión del análisis fílmico. Hallar ese sentido implica un camino de no retorno en donde lo más común es perderse casi siempre aunque, al fin y al cabo, a casi nadie le importa. Sin embargo, en películas como La ola , ese periplo en busca del sentido que nos aguarda más allá del sentido, no admite desvarío. Entre otras cosas porque lo deja claro desde su mismo arranque: quien juega con fuego, al final se quema.

En resumidas cuentas lo que esta ola trae en su seno no es sino un experimento sobre la seducción del grupo y la fuerza del colectivo; sobre el irresistible atractivo de la disolución de la individualidad en el cuerpo común de la secta o del partido. Dicho con otras palabras, su director, Dennis Gansel, con aire pedagógico, hunde sus manos en el poder de seducción de las ideologías fascistas. Es curioso pero, hablando de cine, es desde Alemania donde surgen con más frecuencia inquietantes reflexiones sobre la tentación del nazismo. ¿La sombra de la culpabilidad por el pasado del tercer Reich? Esa sería una explicación demasiado fácil. No hay pueblos incruentos en Europa y, sin embargo, en muchos lugares nadie se arrepiente de nada.

No es el caso de Alemania y La ola . Aquí se deconstruye el estigma del nazismo y se mira frontalmente al pacto de silencio y al ominoso olvido proyectado sobre un pueblo que permaneció fragmentado durante medio siglo. Con él, son varios los notables textos fílmicos que desde Alemania revisan su propia Historia enfrentándose a reflexiones ausentes en otras cinematografías.

Pero volvamos a La ola . Si la Biblia relata que Dios creó el mundo en seis días, seis días son los que necesita Rainer Wenger para llevar a sus alumnos a una situación extrema. Wenger, un profesor discreto de enseñanza media, ante la pregunta de si sería posible que en Alemania surgiera de nuevo el fantasma del nazismo, desarrolla de manera inconsciente los mecanismos que pueden conducir a abrazar una ideología totalitaria.

El rostro amable del poder del grupo día a día gana adeptos en la clase. Y, bajo esa suave pero eficaz influencia, día a día el profesor Rainer y sus seducidos alumnos avanzan gradualmente en esa espiral por la que el individuo se disuelve en la nada. Fílmicamente nos coloca ante un proceso que una vez sorteado el artificio de su arranque, impone sus dos virtudes principales: convicción y personajes. Gansel conduce bien su experimento. A diferencia de su protagonista, al cineasta la película no sólo no se le va de las manos sino que redimensiona su ingenuo arranque con pinceladas de una profundidad inusual en el tiempo del cine actual. Sin guiños resabiados ni concesiones comerciales, La ola levanta un discurso inquietante y plural. Con el pretexto de mirar al pasado, el filme se centra en el presente. Con la coartada de experimentar sobre la aberración nazi, La ola ahonda en el poder anestésico de sectas, organizaciones, grupos y familias.

Como acontece con las películas cimentadas sobre una poderosa idea nuclear, La ola no puede sobrevolar más allá de su servidumbre al pretexto que le da vida. Probablemente tampoco lo necesita porque con apuntar la fragilidad psicológica de una población susceptible de ser alienada por el confort del grupo y la fuerza de la disciplina gregaria ya conforma un filme que incita al debate y que mira frontalmente a un público joven desde la responsabilidad.

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El magnetismo del secundario

viernes, 5 de diciembre de 2008 Sin comentarios

Dirección y guión: Eric Darnell y Tom McGrath. Doblaje original/español: Ben Stiller/Paco León, Chris Rock, David Schwimmer, Jada Pinkett Smith/Belén Rueda. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 89 minutos.

Hay una figura literaria que da mucho juego; la del eterno segundón. Se trata de ese personaje que, pese a ser brillante y competente, pese a poseer maestría e incluso virtuosismo en su oficio, se ve eclipsado por la brillantez de quien le precede. Haga lo que haga, sus obras carecerán del resplandor de lo auténtico y lo original. Imite a quien imite, sus trabajos no podrán desabrocharse de ese lastre de ir por detrás. Esa sensación es la que trasmite, filme a filme, el reconstruir de Dreamworks frente al crear de Pixar. ¿Cuestión de talento? No sólo eso. El sello de Spielberg, Dreamworks, se comporta como esos clubs poderosos que todo lo fichan, todo lo quieren, todo lo compran pero sin que eso alcance, independientemente de las recaudaciones en taquilla, a superar al modelo de referencia. Se está por detrás porque se sigue la estela de otros. Puro Perogrullo en vena.

La gente de Pixar no hace cine para niños y mayores, simplemente vive las historias con una pasión que implica hasta al último empleado de la factoría; en consecuencia hasta el último espectador se contagia. Frente a Pixar, Dreamworks se mueve como una máquina creada para arrasar.

Madagascar 2 es eso. Un filme que ni siquiera acontece en donde su título indica. Una aplicación astuta de todos los ingredientes necesarios para conseguir una solvente película. Más digna en su deriva que lo acontecido con Shrek , Madagascar 2 mezcla en su armazón argumental altas dosis del Disney clásico con el cine posmoderno del guiño y el metalenguaje. La estrategia es simple. Sobreentendidos para complacer el ego adulto y obviedades para absorber el favor de los niños.

Lo que suele acontecer es que, aquí, rara vez se produce la fusión deseable. Es decir, donde ríe el padre, el hijo no se entera; y donde el niño se sumerge, el adulto no penetra. No obstante, como los medios son altos y los empleados buenos, cada cosa por separado aporta calidad. Música, animación, voces -originales y/o dobladas-,… En fin, estamos ante el mainstream del final del año 2008; huérfano de la capacidad emblemática del legado Pixar, pero tocado por la vara de hacer oro del rey de Hollywood, Steven Spielberg.

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Salvado por el instante decisivo

viernes, 5 de diciembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Howard McCain. Guión: Dirk Blackman y Howard McCain. Intérpretes: Jim Caviezel, Sophia Myles, Jack Huston, Ron Perlman y John Hurt. Nacionalidad: EEUU y Gran Bretaña. 2008. Duración: 115 minutos

Sin desvelar la trama argumental, conviene hablar de lo que podríamos denominar «el instante decisivo». Con eso me refiero a esos breves segundos en los que se produce el encuentro entre dos personas y con él, el descubrimiento del otro. Descubrimiento que implica el nacimiento del amor, el comienzo del odio o el principio de la amistad. Algunos lo explican acudiendo a la metáfora del velo rasgado. El caso es que no hay película notable que se haya construido sin, al menos, sugerir que entre sus protagonistas, en algún momento, surgió ese relámpago, ese punto de ignición en el que una chispa acabó provocando un incendio. Ese instante decisivo lo resuelve Howard McCain con un doble golpe y a través de un rito simbólico. En él se abrasan Kainan, Freya y Wulfric. Kainan es un soldado de apariencia humana pero venido del espacio al mundo noruego del siglo VIII. Wulfric es un joven príncipe vikingo, impulsivo, irreflexivo y violento. Y Freya es una heroína concebida con los rasgos del anime japonés, o sea activa y la base de un triángulo de deseos, rivalidades, amores y sacrificios.

La liturgia con la que Howard McCain escenifica ese instante decisivo consiste en una carrera sobre los escudos vikingos sostenidos por feroces y bien regados guerreros. Es un juego de equilibrio, de habilidad y de valor en el que los tres personajes se rozan conocedores de que, a partir de entonces, sus vidas han cambiado. Posteriormente, Howard McCain se servirá de ese ritual para (re)construir con él, la trampa con la que detener al monstruo que Wulfric trae consigo en su nave espacial.

Estamos ante un delirio épico deudor de Beowulf -una saga que bordeó el ridículo en manos de Zemeckis y la tecnología digital-, y saqueador del legado de Depredador y Alien . Y en algún modo, su naturaleza responde a ese maridaje ¿imposible? entre la ciencia ficción y los cantares de gesta que magnificaron el reino de Odín.

Más cerca de El guerrero nº 13 que de los despropósitos tipo Tristán e Isolda , Outlander cultiva secuencias vibrantes, personajes que sin perder su función de arquetipos muestran pliegues humanos y un concepto narrativo capaz de aunar lo sugerente con lo divertido.

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Caída y redención de una madre a su pesar

viernes, 28 de noviembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Pablo Trapero Guión: Pablo Trapero, Alejandro Fadel, M. Mauregui y Santiago Mitre. Intérpretes: Martina Gusman, Elli Medeiros y Rodrigo Santoro. Nacionalidad: Argentina, Brasil y Corea del Sur. 2008. Duración: 113 minutos.

Casi al mismo tiempo que Nueve reinas triunfaba entre nosotros, un desconocido cineasta argentino, Pablo Trapero, debutaba con Mundo grúa . Se trataba de una película de resistencia; agria y triste. Mientras que en Nueve reinas su juego retórico de engaños y engañados, de pícaros y víctimas servía para que Ricardo Darín se convirtiera en el emblema del cine argentino, en Mundo grúa todas las presencias eran víctimas anónimas. Víctimas de un país retratado sin colores porque lo que se maceraba en su interior desprendía desesperanza y fracaso.

Ciertamente, el final del siglo XX trajo para Argentina un renacer cinematográfico que tuvo en esos dos títulos,Nueve reinas y Mundo grúa , los dos referentes extremos, los dos modelos arquetípicos del cine argentino del presente. Uno, ha permanecido más o menos fiel a la exaltación del verbo y a los discursos amargos tipo Adolfo Aristarain declamados por histriones como Federico Luppi y Héctor Alterio. El otro responde a una generación de nuevos cineastas que se diferencian de los anteriores por reducir a su mínima expresión la presencia de la palabra; algo que para la cultura argentina supone renuncia y para nosotros, desconcierto.

Leonera , última obra hasta la fecha de Trapero -El bonaerense (2002), Familia rodante (2004) y Nacido y criado (2006)-, posee una referencia omnipresente, la de la actriz Martina Gusman, su esposa en la vida real y, en buena medida, presencia exclusiva en donde los límites entre la representación y quien la representa se desdibujan y se confunden.

Nada nuevo para un cineasta que ha trabajado con su suegra y con su abuela, y que fusiona en sus relatos reflejos de su propia realidad mordidos por la ficción. De hecho, Leonera , la historia de una joven mujer acusada de un crimen, encerrada en una prisión en la que ingresa embarazada de un hijo que no quiere tener pero en el que encontrará la razón de su existencia, está atravesada por el mazazo de la autenticidad. Articulada en tres partes, las dos primeras resultan infinitamente más convincentes y estremecedoras que la última, donde nos aguarda un desenlace con sabor a artificio discutible en su verosimilitud e ingenuo en su desarrollo.

No hace mucho tiempo, cuando presentó su anterior película, Pablo Trapero confesaba el impacto que la paternidad había tenido en él, su temor ante la vulnerabilidad de su bebé y la transformación que esa percepción conllevaba. Leonera sabe de eso y se ve lastrada por esa mirada paternal que trata de conjurar el dolor y la muerte con la esperanza y la ternura. Ésas son las razones que fuerzan ese retorcijón antinatural que sufre una historia abocada a un final muy diferente. Pero ésa es la opción que asume el cineasta argentino, aún a costa de desactivar la bomba que durante setenta minutos había fabricado.

Una bomba que arranca con el misterio ante un crimen no aclarado. Una bomba que esconde en su núcleo una historia quebrada y serpenteante. Ese cambio de sentido, desorienta y, lo que resulta más incómodo, denota una deriva que nada tiene que ver con el Bresson de Au hasard Balthazar sino más bien con las propias dudas interiores del realizador. Dudas que dejan demasiados cabos sueltos en el relato. Pero al cineasta no le afectan, porque lo que le interesa es otra cosa. Él reconvierte lo que parecía una crónica sobre la desorientación y la muerte, en una fábula sobre el instinto materno. Nada que objetar, salvo que en el camino su Leonera pierde fuerza, y en el final del filme, en el lugar de la fiera, permanece un insulso gatito.

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La soledad de Súper Bond

viernes, 28 de noviembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Marc Forster. Intérpretes: Daniel Craig, Jeffrey Wright, Mathieu Amalric, Gemma Arterton, Olga Kurylenko, Judi Dench, Giancarlo Giannini y Jesper Christensen. Nacionalidad: EEUU y Gran Bretaña. 2008. Duración: 108 minutos


A veces, por razones imprecisas pero no por ello razones sin peso, no hay manera de entrar, sinónimo de gozar, en un texto artístico. Habrá quién dude de que este tipo de cine, es decir, una nueva entrega del agente 007 merezca el calificativo de artístico, pero ésa sería otra cuestión. Lo que aquí interesa es que Quantum of Solace , algo así como la cuota de consuelo, provoca en quien esto escribe una sensación de agotado desconsuelo. Lo extraño, lo inesperado, es que la anterior entrega del 007, Casino Royale , aquella en la que debutó en el papel de James Bond el actor Daniel Craig, supuso una especie de rehabilitación de una franquicia ante la que nunca he sentido especial debilidad pero, también es cierto, casi nunca me ha echado de la sala. Es decir, con sus ingredientes convencionales: acción espectacular, belleza y lujo, violencia y sofisticación, ingenios tecnológicos y una radiografía sobre la maldad del mundo, fuera quien fuera el agente con licencia letal y fuera quien fuese su director, el entretenimiento estaba asegurado.

Se ha escrito que el actual 007 sufre una inversión mimética. Se dice que imita al Jason Bourne del siglo XXI. Curioso, porque Bourne, en su versión en los años 70, no era sino un remedo de James Bond. ¿El modelo acaba imitando a quien le copió en una perversión paradójica que formula un interrogante? ¿Queda algo auténtico?

Es de suponer que con esa comparación se está diciendo que este 007 resulta más real, más vulnerable, más cercano y políticamente más incorrecto. Puede ser. Lo que sin duda no es, es el 007 original. Aquí, enQuantum of Solace , filme que por vez primera continúa con la trama de la entrega anterior, se olvidan sus mejores virtudes, aquellas que conformaban la identidad del personaje. En su lugar, un insípido castillo de fuegos artificiales resuena sin cesar. En manos de Marc Forster, quien llegó a parecer un buen director, 007 ha pasado de ser un héroe a comportarse como un superhéroe. Esto no es cuestión de intensidad, sino travestismo de concepto. Craig salta más que Spiderman, encaja mejor que Hulk, engarza acciones propias de Ironman… pero ya no tiene tiempo para el placer y lo que es peor, está muy solo.

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Un viejo western muy extraño

viernes, 28 de noviembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Ed Harris. Intérpretes: Ed Harris, Viggo Mortensen, Renée Zellweger, Jeremy Irons, Timothy Spall, Lance Henriksen, Tom Bower, James Gammon y Ariadna Gil. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 114 minutos.

Hace un par de años, Albert Serra construyó Honor de caballería respondiéndose a una pregunta: De haber existido, cómo hubieran sido de verdad Don Quijote y su inseparable Sancho. El resultado era un riguroso y cínico ejercicio sobre la monótona vida de un loco y un lelo. En Appaloosa , Ed Harris se interroga por la realidad del far west , ¿cómo hubieran sido los héroes que dibujaba John Ford? Difícil respuesta a la que Ed Harris se enfrenta sin caer en el delirio de lo real; no puede hacerlo con un reparto en el que están Viggo Mortensen, Renée Zellweger, Jeremy Irons y él mismo. Pero tampoco es preciso repetir el experimento de Serra que,como algunas manifestaciones del arte contemporáneo, para aprehenderlas basta con verlas una vez; sufrirlas a menudo no es ni recomendable ni necesario.

Appaloosa no se sufre, al contrario. Resulta insólita en su propuesta y, por eso, su propuesta provoca ese hormigueo propio del extrañamiento. Todo en ella se adorna con un aire iconoclasta, pese a que sus modelos sean arquetípicos: El tren de las tres y diez , El hombre que mató a Liberty Valance … hablamos de cine clásico. En ese paisaje, Appaloosa propone re-mitificar la verdad simbólica. Es decir, volver a esculpir la figura del héroe ahora desde un realismo irónico. En consecuencia, Ed Harris se autorregala un personaje, impagable en sus intentos por dominar el diccionario, y coloca a su lado a Mortensen, el mejor jinete de la galería de héroes del siglo XXI.

Bajo el aspecto de un realismo sucio, Ed Harris, que por edad es un espectador cuya juventud transcurrió en el tiempo en el que el western era querido, juega a recrear algo que llevaba dentro. Ese algo es el imaginario de un género ante el que las nuevas generaciones no muestran interés alguno. Harris, como Eastwood, ama el western aunque su tono no es crepuscular sino neoclásico. Por eso se nos recuerda que el Oeste no era lugar para mujeres, aunque ellas sean tan supervivientes como el desvergonzado personaje de Renée. Hay diálogos de altura y un tono extraño, crispado y contrahecho. Alberga ideas precisas e interpretaciones legítimas… pero lo que descansaba en el guión exigía más precisión y mejor acabado.

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Paisaje instantes antes del hundimiento

viernes, 21 de noviembre de 2008 1 comentario

Dirección: Matteo Garrone Intérpretes: Toni Servillo, Gianfelice Imparato, Maria Nazionale, Salvatore Cantalupo, Gigio Morra, Salvatore Abruzzese, Marco Macor y Ciro Petrone Nacionalidad: Italia. 2008 Duración: 135 minutos.


TODO en Gomorra se conjura para cercenar la luz. Todo en esta crónica sabe del vacío de la estulticia. Por eso mismo y de modo nada inocente, Garrone cierra su filme en una playa, en ese escenario final en donde con frecuencia el cine pergeña la esperanza. Sólo que aquí, en esa arena manchada de ignominia, sólo habita lo grotesco. Grotesco es el espectáculo de una pala mecánica que lleva en su interior los cadáveres que quedan tras la resaca de la fiesta. Pero aquí, en este festejo, no ha habido alegría alguna. Aquí todo se reduce a la carne de dos adolescentes cuya sexualidad permanece casi tan virgen como su inteligencia.

Eso es lo desolador de Gomorra , que aquí no hay épica ni (est)ética. Aquí sólo abunda la sangre, la caspa y la amenaza real que, como una absurda condena, ha pasado del libro en el que se basa este filme al autor de la novela. Precisamente ese roce con lo real, hacía de Matteo Garrone un director apropiado para llevar al cine esta crónica. ¿Por qué? Porque Garrone practica una suerte de neorrealismo del siglo XXI; un estilo seco, directo y ajeno a filigranas técnicas. En armonía con él, sus actores apenas poseen experiencia cinematográfica y los escenarios nada saben del cartón piedra ni del retoque digital. De hecho, al contemplar las barriadas donde sobreviven las familias de la Camorra, se hace evidente que entre esas casas-nicho y las cárceles en las que, tarde o temprano, acabará la mayoría apenas hay diferencias.

Gomorra hace daño. Quebranta el ánimo al estilo de Saló o los 120 días de Sodoma de Pasolini. Tal vez porque se adivina en ambos casos el mismo horror, análoga angustia. La diferencia sustancial es que el escenario de Pasolini se ubicaba en el corazón de la Segunda Guerra Mundial, a la sombra del fascismo, en un pasado con el que el neorrealismo parecía haber saldado cuentas. Aterra percibir que aquel infierno en tiempo de guerra se parece demasiado a este purgatorio en el tiempo de la paz de Berlusconi. Lo que pone en cuarentena el optimismo de Zapatero. Tiene razón pero ¿dónde reside la gloria de superar la calidad de vida de un país en el que muchos viven como los que en esta película se muestra?

Gomorra hace honor a su nombre, verbigracia, su cuadro social apesta. Garrone utiliza el disfraz de las formas que acuñaron De Sica y Rossellini para contaminarlo con el submundo del hampa que magistralmente han mostrado autores como Johnnie To y Takashi Miike. Pero aquí la fórmula genérica, el paño caliente de la mistificación, el exceso y la desmesura, ceden su lugar a un barniz de atemperada realidad. Y esa calma, esas idas y venidas en medio de tanta miseria y sintiendo la piel de sus personajes tan cerca, resulta abrasiva, hiriente, desazonadora.

Sus descerebrados protagonistas, hijos del ruido y la furia, son estúpidos integrales. Suicidas con retardo, psicópatas sin plan, asesinos de su propia estirpe y tierra. Garrone nada quiere saber de los Corleone ni de los Soprano. En todo caso, sí dedica un tiempo para reflejar algo que desde los años 20 todo el mundo empezó a intuir: la vida imita al cine. En consecuencia, estos desgraciados de droga fácil, tiro fijo y poco seso, imitan a Hollywood con la misma falta de glamour que en su día mostraba el ex director de la Guardia Civil en ropa interior. ¿Maldición del Mediterráneo? La respuesta descansa, tal vez, en la enigmática sonrisa etrusca. En Gomorra desde luego no hay risa ni sonrisa. En su lugar, un demoledor mazazo con la forma de una rigurosa y perturbadora película nos aguarda.

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Fantasía, pasión y delirio

viernes, 21 de noviembre de 2008 Sin comentarios

Dirección: Tarsem Intérpretes: Lee Pace, Catinca Untaru, Justine Waddell, Julian Bleach, Leo Bill, Marcus Wesley, Robin Smith y Daniel Caltagirone Nacionalidad: EEUU, Gran Bretaña e India. 2006 Duración: 118 minutos.


ANTE esta película se recomienda dejar los prejuicios. Durante dos horas, Tarsem (La celda ), un fabulador tocado por el delirio y la pasión, recorre los más increíbles lugares del mundo. Durante dos horas, su filme se salta todo tipo de correcciones formales. The Fall es lo que literalmente significa su título: una caída libre y progresivamente acelerada. De hecho, durante su visión, cada muy poco tiempo, quien esto escribe presentía que su autor se estrellaría contra su propio exceso, ahogado en ese (des)equilibrio de dulzura y cianuro. Pero aún cuando el filme tropieza, nunca se arrastra.

Hermana dulce del Tideland de Terry Gilliam, The Fall contiene una sucesión de tracas que tan pronto aturden por su ruido, como hechizan por su belleza. Tarsem ha puesto mucho en este filme, hay más entusiasmo, ideas y riesgo en esta película que la que cabría encontrar en el 99% del cine español de todo un lustro. Para bien y para mal.

Será juzgado como mal por aquellos que no saben dar un paso sin echar mano al bastón del verosímil, quienes necesitan la prótesis de la lógica efecto-causa. Llenará de gozo a quienes no tienen miedo a viajar sin mapa ni billete de vuelta.

Al mismo tiempo, en The Fall se homenajea ese período acabado para siempre en el que nació el cine y todavía se creía en la fantasía. Su argumento no hubiera desagradado al Borges amigo de historias que cuentan otras historias que a su vez contienen otras. En ese sentido, tanto Las mil y una noches como El manuscrito encontrado en Zaragoza podrían haber alimentado su universo. Seguramente algo han tenido que ver, pero se hace infinita la lista de referencias que sobrevuelan por este periplo propio del barón de Münchhausen.

En su núcleo argumental late una historia de amistad entre un adulto desengañado y una niña de imaginación desbordada. En la cara, el primero le cuenta historias maravillosas y ambos sueñan. En la cruz, el adulto anhela morir y confía en que su joven pupila acceda a suministrarle el veneno letal que necesita. ¿Terrible? Sin duda, como los cuentos grandes e inmensos que, generación tras generación, sujetan el imaginario de los seres humanos para evitar su extrañamiento y su locura.

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