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España negra, triste y oscura

viernes, 27 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Francisco Avizanda. Intérpretes: Carolina Bona, Jesús Noguero, Albert Prat, Alfonso Torregrosa, José María Asín, Carmen León, Javier Baigorri, Antonio Izal. Nacionalidad: España. 2008. Duración: 87 minutos.

Hay más lucidez, rigor y desgarro en una sola secuencia de este filme de apariencia modesta y estreno furtivo que en la mayor parte de ese cine comprometido hecho de girasoles invidentes y rosas coloradas. No tengo aquí espacio para presentar a Francisco Avizanda, un cineasta que ya filmaba la calle en llamas cuando Martín Villa daba los partes de guerra de la transición, pero es obvio que estamos ante un autor iniciado en un cine sin recompensas amigas ni adornos florales. De su actitud dan noticia las tres décadas que ha tardado en resolver su primer largometraje de ficción y la constatación de que su reloj nada sabe de modas ni diezmos. En cuanto a Hoy no se fía, mañana sí , diremos que es una crónica oscura, desesperanzada, cruel e hiriente sobre la España de 1953.

Su relato se ubica en Madrid pero eso parece más bien un artificio, una cortina de humo que permite a Avizanda huir de la especulación anecdótica, evitar el quién es quién de la asfixia provincial, para adentrarse en un terreno más abstracto, más metonímico. Así que Avizanda no lleva al banquillo de los acusados ni a nombres propios ni a organizaciones concretas, por más que los espectadores con memoria y/o conocimiento fijarán sus parentescos. Es tan evidente que Avizanda elude la historieta corta en beneficio del paisaje largo, como que en su filme no hay buenos y malos, sino malos y peores; desgraciados que venden su alma y desalmados que malvenden su cuerpo. Para relatar todo ello, la caligrafía de Avizanda se adecúa al sentido de su escritura; la cámara es sobria y los subrayados escasos. De manera estrábica mira a Bresson y obtiene un alto rendimiento de un reparto trufado por actores navarros que, al no ser habituales del cine nacional, refuerzan esa sensación de autenticidad y extrañamiento que supura cada intersticio de este filme con vocación forense.

De él se sale tocado pero no hundido. En ese paisanaje de traiciones de charol y sacristía, de pensiones con olor a sexo rancio y hambre secular, grita el horror de la condición humana. Resuelta sin despilfarro dinerario, merece ser acogida como una obra de indudable y extraño mérito. No es fácil reflejar con tanta desolación la mezquindad de aquellos polvos para sugerir, la miseria de otros barros.

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La música del miedo

viernes, 27 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Claudia Llosa. Intérpretes: Magaly Solier, Susi Sánchez, Marino Ballón, Efraín Solís, Bárbara Lazón, María del Pilar Guerrero, Delci Heredia. Nacionalidad: España y Perú. 2008. Duración: 94 minutos


Entre las anécdotas que abundan en torno a la manera de dirigir de Luis Buñuel hay una lección magistral que no todos entienden. Afecta a la composición del plano y a la servidumbre que, en nombre de la belleza, suele imponer al relato cinematográfico el director de fotografía. Se puede resumir esto en una afirmación simple: un plano bonito rara vez es el plano bueno y casi nunca el necesario. Por eso mismo, el autor de Viridiana huía de la estampa y no dudaba en destrozar un encuadre si percibía en él excesiva complacencia o la sombra de lo gratuito. Claudia Llosa, la joven cineasta peruana autora de La teta asustada , se empeña en desafiar este principio.

Y lo hace a conciencia. Compone secuencias en función de los escenarios. Congela el tiempo. Desvirtúa el verosímil. Y retuerce el perfil psicológico de sus personajes hasta llevarlos a la incoherencia. ¿Realismo mágico? Más bien el fruto del deseo de aunar una escritura personal y contemporánea con un paisaje indigenista y anacrónico.

La teta asustada , una mirada a una joven acosada por el miedo, maniatada por el trauma de la violación y anclada a la muerte, permite a Claudia Llosa retratar el mundo nativo del Perú post-Sendero luminoso. La realizadora se sirve de la presencia magnética de Magaly Solier, la actriz con la que debutó con su anterior largometraje, Madeinusa , para confiar en que la cámara se embriague con su presencia. Ganadora en el último festival de Berlín, a la vista de su propuesta se entiende por qué un jurado en el que se encontraba Isabel Coixet la ha respaldado. Porque cada plano aspira convertirse en el cartel del filme; porque cada localización compite con la anterior en exotismo y porque cada secuencia aspira a congelar el tiempo como un microcosmos de El Bosco.

Hay tanta hambre de estética y de lirismo que la prosa que articula su guión se antoja débil y caprichosa. Ahora bien, si el filme puede desesperar a los amantes del relato, acabará por seducir a los paladares de lo indigenista y lo reivindicativo. De hecho, Llosa alumbra instantes de emoción tan notable que reinventa el musical. «Ah, claro, Buñuel, era sordo», dirá alguno. En efecto. En el cine de Buñuel la música sonaba de dentro a fuera.

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Verbalizar la culpa, tranquilizar la conciencia…

viernes, 20 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: Ari Folman. Música: Max Richter. Montaje: Nili Feller. Intérpretes: Yael Nahlieli, Serge Lalou, Gerhard Meixner, Roman Paul. Nacionalidad: Israel, Francia y Alemania. 2008. Duración: 90 minutos.

Un sueño en el presente, en realidad una pesadilla que proviene del pasado, pone en marcha este vals de muerte y olvido. Ése es el pretexto del que se sirve Ari Folman para arrojar luz sobre el agujero negro de su memoria. A partir de ese punto, Vals con Bashir se precipita hacia un vacío rasgado por los ladridos de 26 perros encorajinados que amenazan desde el miedo y la rabia. Considerados por la mitología como guardianes de las tinieblas, sus ladridos despiertan la conciencia dormida del cineasta. Lo que luego se convoca es una denuncia inapelable: reconocer que seguimos viviendo en el tiempo del Holocausto.

Vals con Bashir plantea una incursión a través de los pliegues de la memoria del propio cineasta. Freud, el mejor cartógrafo del psicoanálisis, siempre lamentó la frustrante sensación de no poder aprehender sus complejos mecanismos. ¿Por qué se borran algunos recuerdos? ¿Por qué la memoria es permeable a reinventar el pasado con interferencias del presente, como si el pasado no fuera sino un relato en construcción desde el aquí y el ahora?

Ari Folman salda cuentas consigo mismo. Folman participó activamente en la guerra del Líbano a principios de los 80, supo de la matanza de miles de refugiados palestinos en Sabra y Chatila y ahora, cinco lustros más tarde, lo rememora en un proceso redentor y terapéutico. Un proceso que adopta un ropaje cinematográfico insólito. ¿Es posible crear un documental con dibujos animados?

Para Folman lo es. Es más, ese proceso por el que la crónica se hace dibujo, le faculta al realizador para rescatar la verdad de tanta imagen periodística contaminante y contaminada. Esa posibilidad inherente en la animación de poder ensamblar planos subjetivos con imágenes fotográficas, lo fantástico con lo sufrido, propician un vehículo eficaz. Así, Folman aplica en su obra algo que los maestros japoneses usan desde hace años, la llave precisa para penetrar en el territorio del subconsciente. Bajo ese hipnótico ritmo propio del anime , Folman aleja su relato de esas imágenes convergentes y deudoras con el imaginario bélico mostrado por el Kubrick de La chaqueta metálica o el Coppola de Apocalypse now.

Folman sabe que el horror y la muerte producen siempre imágenes abrumadoramente monótonas, así que en Vals con Bashir el cineasta reinventa ese escenario a través de la línea. Como un surrealista del siglo XXI, Folman aspira a rozar lo real en su grado superior: fundir aquello que los ojos ven con lo que las emociones rezuman. De ese modo, su filme impacta en el espectador desprevenido. Cuando ya nadie cree en las imágenes fotográficas, estos dibujos devienen en escritura iconográfica.

Y con ello, ese vals que un soldado israelí baila en medio de una emboscada con la cara de Bashir Gemayel multiplicada en las calles ametralladas adquiere los negros presagios del ritual de una danza macabra. Es cierto que en este Vals , son los cristianos falangistas los autores de la masacre ante la mirada impávida del poder israelí, pero no lo es menos que la denuncia de Folman se hace incontestable e intemporal. De ahí que en sus planos finales, en la decisión más discutible y paradójica, Folman eche mano de la huella real para, con ella, hacer que las víctimas se tornen en inquietantemente próximas. Se pasa de los personajes con nombre propio representados por el dibujo, a la presentación de los rostros desconocidos de unas víctimas fotografiadas que bien podrían intercambiarse con quienes ahora lloran en Gaza y Bagdad. Lágrimas anónimas zarandeadas por ese vals maldito y letal que nadie detiene, que nunca cesa.

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Cuestión de dosis

viernes, 20 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección: Stephen Daldry. Guión: David Hare; basado en la novela ‘El lector’, de Bernhard Schlink. Intérpretes: Kate Winslet, Ralph Fiennes, David Kross, Lena Olin, Bruno Ganz. Nacionalidad: EEUU y Alemania. 2008. Duración: 124 minutos.

En The reader todas las materias primas aseguran calidad. Repasemos. Calidad derrocha la novela de Bernhard Schlink, un texto que acongoja y del que emana su savia argumental. Excelencia interpretativa aportan una Kate Winslet que ahora mismo es la actriz más en forma de Occidente, un siempre angustiado Ralph Fiennes, los notables veteranos Lena Olin y Bruno Ganz y el solvente rostro de David Kross, un joven actor enamorado de esa señora Robinson de oscuro pasado que Winslet recrea. Y en cuanto a su director, Stephen Daldry, era el narrador que derrochó emotividad en Billy Elliot e inteligente contención en Las horas, parecía un hombre flexible y sensible, el lector ideal para llevar esa historia a la pantalla.

Pero en cine no basta con juntar; el cine no es la suma de las partes. A veces es mucho más, otras, como en esta ocasión, acontece que algo decisivo se pierde en esa labor aditiva. En The reader , lo que ha desaparecido de manera incomprensible, es la magia del relato, su fuerza introspectiva, esa capacidad de traspasar la piel de los personajes hasta abismarse en el embarrado lodazal del deseo y la culpa. Narrada a golpe de flash-back , el filme aparece como un díptico irregular. En la primera hoja se muestra la extraña relación entre un joven adolescente y una mujer madura. En ella, el sexo manda y la literatura reviste. La falta de pudor de los amantes se articula con las obras cumbre de la escritura. El joven lee y la mujer, en agradecimiento, se le entrega. Estamos ante un relato intimista, una crónica privada que no traspasa la piel.

En la segunda mitad, el pasado de esa mujer aflora y con él se cede el protagonismo a la máquina de la Justicia. Lo que aquí se dilucida clava sus colmillos en Auschwitz, en el horror del holocausto y en la proverbial torpeza de la Ley para juzgar las cuestiones del alma. Se trata de dos niveles que exigían un cineasta profundo pero Daldry, que no acierta a transmitir la historia de amor, dibuja con desgana y simplismo la crónica judicial y el tartamudeo de quienes juzgan. Con ello y por ello, el romance que acontece en The reader no emociona y el proceso legal no conmociona. Tan solo la desgarrada soledad del personaje de Winslet alcanza a mostrar una desoladora e intermitente grandeza.

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Cuento indio, director blanco

viernes, 20 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección: Danny Boyle. Guión: Simon Beaufoy; basado en la novela ‘Q & A’ de Vikas Swarup. Intérpretes: Dev Patel, Freida Pinto, Madhur Mittal, Anil Kapoor, Irrfan Khan. Nacionalidad: Reino Unido. 2008. Duración: 120 minutos.

Leamos el título: Slumdog millionaire ; o sea, vagabundo millonario. Estamos ante una asociación de ideas contrarias, una fusión de realidades que se niegan. Con ellas Boyle nos introduce en un proceso dialéctico que esboza una síntesis imposible. Pero el título no es gratuito. Todo en este oscarizable filme crece en torno a una confrontación imposible. Hollywood-Bollywood; Oriente-Occidente y honradez en medio del crimen organizado.

Incluso la propia peripecia comercial de Slumdog millionaire sabe de esa dualidad de extremos contrarios. Por ejemplo, hubo un tiempo en el que ni siquiera tenía distribución. Ahora genera un manantial de beneficios. ¿Por qué? La respuesta se halla en el público masivo que aplaude entusiasmado su contenido. ¿Qué aplauden? ¿Qué les gusta? Diseccionemos.

Slumdog millionaire empieza como Ciudad de Dios , extiende su red al estilo de Sospechososhabituales y acaba con aires de musical romántico con curry dulce. En el camino, aparece la mecánica del concurso universal ¿Quiere ser millonario? Un puñado de preguntas, cuya respuesta se inscribe en la biografía de un concursante sospechoso de hacer trampas.

En realidad se trata de un cuento moral, de un canto épico a la bondad y al amor a través de la historia de dos hermanos y una mujer. Éso le basta a este descendiente de Kipling para retratar desde la mirada fascinada y distante el laberinto y la miseria de las cloacas de Bombay. Boyle, como hizo en Trainspotting, envuelve con celofán la miseria, hace risa de lo escatológico, suelta algunos mazazos con la pornografía del dolor y cuece con ritmo aquello que sólo sabe de la muerte y lo crudo. Y todo esto lo hace eficaz.

De esa manera, para la gran mayoría del público, Slumdog millionaire resulta reconfortante, plausible e incluso reivindicativa. ¿Lo es? Tanto como parezca soportable la grosería de sus espurios entresijos, o inocentes esas manos blancas que no se manchan en su diagnóstico. Mezclar mutilaciones de niños, prostitución infantil y pobreza organizada con una exaltación rosa tipo San Valentín, resulta tan decadente como entretenido. ¿Es ése el futuro que nos aguarda?

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Lo que el ‘Katrina’ nos dejó

viernes, 13 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección: David Fincher. Guión: Eric Roth Intérpretes: Brad Pitt, Cate Blanchett, Taraji P. Henson, Julia Ormond, Jason Flemyng, Elias Koteas, Tilda Swinton y Jared Harris. Nacionalidad: EEUU.2008. Duración: 166 minutos.

El último plano de El curioso caso de Benjamin Button es un plano viciosamente simbólico. Está construido con parecida humildad a la que Welles aplicó a su Ciudadano Kane . Ahora bien, a nadie se le escapa que estamos ante un Rosebud más propio de Tim Burton que de David Fincher por lo que su argumento tiene de excéntrico, de imposible. Pero si dejamos a un lado algunos pretextos fantásticos para penetrar en lo que hay de real en ese reloj dislocado que marca el tiempo de Benjamin Button vemos que se inscribe la misma ¿esquizoide? cuenta atrás que en El club de la lucha preludiaba el derrumbe de los orgullosos castillos de Manhattan.

Si es cierto que este ciudadano Button parece estar cortado con tijeras similares a las que fabricaron el traje de Kane, no lo es menos que su caso también parece adueñarse del mismo tono epopéyico con el que se describía la prehistoria de EEUU en Lo que el viento se llevó de Victor Fleming.

Los modelos no son casuales. Jordi Costa habla de películas con lujuria de Oscar para significar ese tipo de proyectos que, desde su primera imagen, no ocultan su ambición. Pues bien, de todas ellas, este año, la más voluptuosa, la más concupiscente es la película de Fincher, a la que 13 nominaciones al Oscar le preceden ratificando lo que nadie puede discutir: estamos ante una obra mastodóntica y monumental, eso que un cronista deportivo calificaría como película de la década o del siglo.

Y lo del siglo parecería ajustado porque, en realidad, El curioso caso de Benjamin Button recorre la historia de EEUU a lo largo de casi cien años, desde la Primera Guerra Mundial -desastre creado por el hombre-, al despertar del huracán Katrina en los momentos anteriores a la destrucción de Nueva Orleans. Se trata de una crónica histórica fijada por la presencia de un hombre extraño nacido con el reloj cambiado. Al llegar al mundo, su estructura es la de un anciano. Mientras los demás envejecen, él rejuvenece en un extraño y doloroso proceso. Germinado sobre un relato breve de Scott Fitzgerald y guionizado por Eric Roth (Forrest Gump ), Fincher se olvida del primero y sortea como puede al segundo, para alimentar, de vez en cuando, esas enérgicas secuencias que tanto le caracterizan.

En sus manos, dado lo excéntrico del relato, se disparan las metáforas. Alegorías e imágenes conforman uno de esos textos fílmicos a los que es posible regresar a menudo para percibir figuras que antes no se habían percibido. Fincher es un maestro de la manipulación y de ese término del que se abusa tanto, el palimpsesto. En consecuencia, Fincher insemina en su película mil detalles sorprendentes cuyo sentido último espera(rá) ser desvelado.

La asignatura pendiente de Fincher, como ocurre con Scorsese, reside en su incapacidad para transmitir la emoción del amor en plenitud. Cuan-do Fincher se pone romántico imita las luces crepusculares de Memorias de África pero le sale una Corazonada de medio pelo. No es decisivo, pero por culpa de eso, el filme se demora alargándose más de la cuenta. Por fortuna, en el haber hay mucho. Por ejemplo, una bella fábula sobre la soledad de quienes son/se sienten diferentes y una críptica lectura sobre el fracaso de una civilización empeñada en hacer de lo joven el máximo valor. Por eso, en su núcleo decisivo aparece el pánico de una sociedad occidental irresponsable en la que la figura paterna huye ante la imagen del hijo. Le pasa a Thomas Button, le pasa a Benjamin Button… por eso todo empieza y todo termina con el (re)encuentro y la confesión de una madre y su hija. Y es que, en Fincher, el padre-hombre, lo masculino, suele estar en crisis y/o en peligro de extinción.

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Sentimiento autodestructivo

viernes, 13 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección: Ron Howard. Guión: Peter Morgan; basado en su obra. Intérpretes: Frank Langella, Michael Sheen, Kevin Bacon, Sam Rockwell, Oliver Platt, Rebecca Hall y Matthew Macfadyen. Nacionalidad: EEUU y Reino Unido.2008. Duración: 122 minutos

La primera vez que el espectador ve frente a frente a David Frost y Richard Nixon, los púgiles de este combate a cuatro asaltos, se encuentran a miles de kilómetros de distancia entre sí. Esa primera vez transcurre del siguiente modo: Frost observa embelesado las imágenes de Richard Nixon justo cuando el Watergate propiciaba la única dimisión en la historia de un presidente de EEUU. Frost mira la pantalla de un televisor y desde el fondo del aparato, por un instante, se diría que Nixon devuelve la mirada al periodista en un imposible cruce de retinas que devienen en metonimia de un reto. Se trata de un espejismo semejante al que en la noche previa al cuarto pulso verbal, Nixon y Frost sostienen a través de una conversación telefónica. ¿La sostienen de verdad? En el último encuentro entre ambos, cuando el presidente ya ha aceptado ponerse el traje de jugar al golf, traje que luce con la misma resignación con la que un residente de San Quintin llevaría el uniforme de preso, Nixon dice no recordar nada. Y es que lo mejor del filme de Ron Howard descansa en aquello que se inscribe en el terreno del ensayo, en lo propio de la ficción y sobretodo en los detalles irrelevantes y en la prosa poderosa pero sutil de los (in)significantes gestos.

El desafío de El desafío , del que no sale bien parado su director, es el de la imposibilidad de soldar espectáculo con rigor, sugerencia con evidencia y el gran guiñol de la mascarada con la verdad subjetiva que la historia oficial nunca alcanza a desvelar. Cuando la película se olvida de los hechos, el filme penetra libre en el laberinto del poder y se reafirma en la pulsión de muerte, en ese suicidio simbólico por el que Howard parece sugerir que el duelo no lo ganó Frost; sino que lo perdió Nixon. Este desafío tienen en común con The Queen de Stephen Frears, al guionista, Peter Morgan, y al actor, Michael Sheen. Y, como en la radiografía de la reina británica, el poder aparece dignificado por el peso de la púrpura y exculpado por su talento. De hecho, la primera pregunta que recibe Nixon no es sino el pasaporte para su redención/comprensión. ¿Por qué no destruyó las cintas? pregunta Frost. Porque deseaba ser cazado para redimirse de tanta ignominia, responde este filme sospechoso de justificar al hombre para perdonar al monstruo.

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Comedia, cocina y sexo

viernes, 13 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección: Joaquín Oristrell. Guión: Joaquín Oristrell y Yolanda García Serrano. Intérpretes: Olivia Molina, Paco León, Alfonso Bassave, Carmen Balagué, Roberto Álvarez y Jesús Castejón. Nacionalidad: España. 2009. Duración: 102 minutos.

Si deconstruimos esta Dieta mediterránea nos encontraremos con dos ingredientes básicos. En primer término, un ménage à trois como posibilidad sexo-social y alternativa transgresora frente a la pareja convencional. Y, en segundo, la cocina como texto y pretexto, algo que alumbra casi siempre filmes tan simpáticos como inofensivos. Del activismo de guerrilla sexual, Oristrell se protege/legitima con la muleta del Truffaut de Jules et Jim . Es evidente que algo de homenaje y guiño hay hacia el autor de Los cuatrocientos golpes . Como también parece indiscutible que en Dieta mediterránea sobrevuela algo del procedimiento nostálgico del Soñadores del último Bertolucci. De hecho, tanto Oristrell como Bertolucci imprimen a sus respectivos filmes un carácter de relato nostálgico.

Pero si en Truffaut había exploración y en Bertolucci introspección, en Oristrell todo se fía a la comedia y al enredo; al cineasta español le preocupa más la eficacia del gag que el filo de su escalpelo para diseccionar las posibilidades de su propuesta triangular. De ese modo, esta Dieta mediterránea se aleja del alto modelo fílmico para recalar en el bajo referente televisivo. De lo exquisito a lo popular, del guiño osado al chiste manido, del plato singular y los pétalos de sal, al pollo asado y a la sal gorda del mercadillo.

A todo esto, la acción del filme recorre, con elipsis y saltos, casi cuatro décadas de la historia de este país. Casi cuatro décadas en un Cuéntame gastronómico que nos muestra el paso del restaurante popular de menú del día, vino tinto y casera, al espacio franquiciado estrellado por las guías gastronómicas de todo el mundo. En ese largo deambular en el que, por misterio del casting y la dirección artística, nadie envejece y casi nada cambia, Oristrell obtiene sus mejores momentos en el hacer de los actores y en una especial capacidad para insuflar emoción en los intersticios más emotivos.

Poca cosa y baja ambición en un filme alimenticio que si se compara con el también ahora en cartel Cuscús o el ya retirado Estómago , da pistas sobre los problemas estructurales de eso que llaman cine español, cuando en realidad no es sino cosa de puro sainete y entremés.

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Panegírico de incertidumbre, radiografía de intolerancia

viernes, 6 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección y guión: John Patrick Shanley. Intérpretes: Meryl Streep, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Viola Davis, Alice Drummond, Audrie Neenan y Susan Blommaert. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 104 minutos.

Entre Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman, en el fuego cruzado de sus miradas, se consumen dos infiernos de angustia. Son dos trailers de alto tonelaje, dos locomotoras convencidas de que llevan encima el peso de la historia. Avanzan como en la vieja canción de Jethro Tull, Locomotive breath , con los frenos arrancados y sin posibilidad de vuelta atrás. En el reparto de papeles, Meryl Streep representa el viejo régimen y la alta disciplina. El poder del miedo y la culpa, el legado de la tradición y la verdad del orden. Philip Seymour Hoffman por su parte, asume la necesidad del afecto, el poder de la compasión y el analgésico de la tolerancia. Estamos en 1964, con la huella emocional del asesinato de J.F. Kennedy en las retinas y bajo la tutela renovadora del Concilio Vaticano II y Juan XXIII.

El combate que, golpe a golpe, recrea La duda tiene lugar en el seno de la Iglesia católica, en un colegio, en un tiempo de cambio y en un lugar de ritos y sombras. A diferencia de otros filmes de títulos caprichosos, La duda no engaña sobre su naturaleza. En consecuencia, la incertidumbre preside toda su historia, una sensación agobiante que coloca a sus protagonistas y al público en ese vértice incómodo, condenado a rozarse con la convicción de que lo propio del ser humano es la zozobra. Al final del filme, nada queda en claro salvo, eso sí, que sus actores se encuentran en estado de gracia. Lejos de acudir al exceso y al histrionismo, Streep y Hoffman libran su torneo en el terreno de lo íntimo, en el mapa del rostro, en esa geografía en la que bastan unos ojos enrojecidos y un leve tic en la comisura de los labios para mostrar las profundidades del alma. Y frente a ellas, cada espectador, convertido en testigo de cargo de este juicio sin proceso ni togas, se ve zarandeado, se ve convertido en jugador de una perversa partida ideada por John Patrick Shanley.

Shanley es un guionista que, a comienzos de los años 80, se dio a conocer con dos sólidos libretos felizmente llevados al cine. Hechizo de luna y Cinco esquinas . Debutó como director con Joe contra el volcán y, de manera injusta y excesiva, supo lo difícil que es eso de dar la cara al frente de una película. Su medio fracaso lo saldó con un retiro de casi 18 años. En 2004, escribió y dirigió para el teatro, La duda . De escenario en escenario, de aplauso en aplauso, La duda se hizo cine y en su metamorfosis, Shanley se ha movido con austeridad extrema.

Un poco de aire y solemnidad para empezar, algunas escenas de masas rodadas en los pasillos del colegio y en el templo durante las homilias, algunos planos con grúa y primeros planos, esos que no se ven en el teatro y que imponen su tiranía en la pantalla. En esos primeros planos, Hoffman y Streep, Streep y Hoffman hacen vibrar los diálogos escritos por el propio Shanley. El resto del reparto no se queda atrás, excelente también Amy Adams, una brújula de veredicto cambiante en cuya desorientación se inscribe la nuestra.

¿Quién es el culpable? ¿Quién el inocente? A La duda no le importa tanto esa cuestión como enfrentar al público a un dilema moral mucho más complejo. Inteligente venganza la que su director y guionista ha preparado tras tantos años de silencio. Porque en realidad, La duda nos recuerda que los prejuicios son letales aunque se funden en la verdad, y que las cosas deben ser analizadas con precaución, piedad y ternura.

Como esas plumas que vuelan convertidas en metáfora del rumor o como esa nieve que rodea el dolor del personaje de Meryl Streep, La duda desparrama a lo largo de su duración incontables matices que convergen en una idea: vencer no siempre significa ganar.

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Tom Cruise contra Adolf Hitler

viernes, 6 de febrero de 2009 Sin comentarios

Dirección: Bryan Singer. Intérpretes: Tom Cruise, Kenneth Branagh, Bill Nighy, Tom Wilkinson, Carice Van Houten, Eddie Izzard, Christian Berkel y Terence Stamp. Nacionalidad: EEUU. 2008. Duración: 120 minutos.

Con Sospechosos habituales, Bryan Singer consiguió un efecto análogo al que provocó Quentin Tarantino con Reservoir Dogs . De hecho, ambos filmes participan de una naturaleza afín. Ambos renuevan, a su modo, el género negro desde la suficiencia posmoderna. Y ambos cineastas crecieron frente a un televisor; con un puñado de tebeos en una mano y una colección de vídeos en la otra. No son cachorros de filmoteca sino francotiradores de videoclub empeñados en reinventar el cine. No es extraño que, tras carreras muy diferentes, Tarantino y Singer vuelvan a coincidir temáticamente en su visita a la huella del holocausto nazi. Singer con Valkiria y al lado de Tom Cruise; Tarantino con Inglorious Bastards y Brad Pitt.

A la espera de lo que nos ofrezca el autor de Pulp fiction , Singer con Valkiria parece avanzar un poco más en su progresiva autodisolución. Se sabe que Tarantino prepara un baño de sangre que mostrará a los alemanes como bestias crueles. Singer con Valkiria , se propone recordar que, en medio de la pesadilla hitleriana, también hubo hombres justos que trataron de matar al monstruo. Para evitar el desmoronamiento de un final que todos conocen, edifica un mosaico de personajes ahogados en un constructo vagamente expresionista.

Valkiria, con sus ecos wagnerianos, su bosque de terror, en cuyo núcleo se ubica la guarida del lobo sediento que Hitler representa, y con su complicado plan para derrocar al nazismo, alimenta un mecano preciso y frágil atenazado por la incapacidad de atisbar la verdad detrás del rostro de Tom Cruise. Singer hace de Hitler un animal herido, una hiena desconfiada, aislada en medio de su propia manada. A ese retrato de enorme fisicidad Cruise sólo puede responder con un héroe de plástico. A diferencia de El último samurai , en donde su personaje era un testigo de cargo en medio de la descomposición de un imperio, aquí Cruise debe asumir un personaje anclado en una tormenta interior. Un soldado que por amor a la patria debe asesinar a su dios. Lamentablemente nada percibimos en su coronel de esa angustia que reclama un sacrificio extremo. De modo que, sin noticias del conflicto interior, todo en Valkiria se deshace en espectáculo bien ilustrado pero carente de emoción.

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