La angustia de un director sin luz
Dirección y guión: Pedro Almodóvar. Intérpretes: Penélope Cruz, Lluís Homar, Blanca Portillo, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano, Tamar Novas y Ángela Molina. Nacionalidad: España. 2009. Duración: 163 minutos.
Hace bien Pedro Almodóvar en confiar su suerte a Penélope Cruz porque cuando ella no preside la pantalla, Los abrazos rotos abrazan sin fuerza. Y la culpa no es de Lluís Homar, aunque a veces se le hiele la palabra, ni del resto de un reparto de amigas veteranas y de un joven barbilampiño. Todos son comparsas sin brújula, figurantes con papel de baja densidad en un tiovivo hecho de thriller y melodrama. Una peonza que Almodóvar baila a medio camino entre el ensimismamiento de lo que fue y el préstamo cinematográfico de lo que le gustaría acabar siendo.
Nada nuevo bajo el universo del manchego salvo, quizás, que lo que antes provocaba regocijo por el reencuentro ahora desprende el agrio regusto de un déjà vu sombrío. La razón es obvia. Los dos pilares del cine almodovariano: las raíces maternas de la vida rural y en el lado salvaje de la calle, se han desmoronado. Su madre, hace ya algunos años que no está a su lado y aquellos personajes dislocados, sobrecargados y excesivos ya no frecuentan las noches de Pedro. Muchos de ellos cayeron por el sida y el descontrol, otros se han reciclado como el propio Almodóvar quien, desde que Mujeres al borde de un ataque de nervios soñó con ganar el Oscar, cambió de registro. De ahí que con Los abrazos rotos , conscientemente o no, desemboque en este título.
No es fácil de sintetizar el argumento de Los abrazos rotos . Almodóvar ha puesto tantos espejos en su interior que resulta complicado discernir lo fundamental de lo anecdótico. Más cerca de La mala educación que de Todo sobre mi madre , Los abrazos rotos recompone los fragmentos de una historia de amor heterosexual sobre la que permanece el recuerdo y un puñado de fotos rotas. Son imágenes del pasado que conforman un puzzle que nunca deja de ser sino eso, retratos despedazados.
Cineasta de su tiempo, Almodóvar vampiriza el legado fílmico con una actitud oscilante entre el guiño y la boutade . Como en muchos de sus trabajos, en este filme lo decisivo es el tema de la paternidad y lo determinante, la existencia de una pareja desunida. Autoconvertido en objeto de estudio, Almodóvar disemina en esta obra todos sus iconos favoritos: del doppelgänger al fantasma de la enfermedad; de los secretos familiares a los cameos cómplices; del préstamo ajeno al (re)volver sobre sí mismo. En efecto, en Los abrazos rotos todos los toques de Almodóvar han sido convocados, pero estando todos, sonando todos, falta el fundamento que les dé sentido.
Como su protagonista, un cineasta que ha perdido la vista, Almodóvar tropieza una y otra vez con lo trascendente. Lo más estremecedor es que Almodóvar, que se proyecta en ese director condenado, como Edipo, al castigo de la ceguera, repite su destino. Resulta inevitable no percibir en el personaje de Homar al propio Almodóvar. Y resulta significativo que lo que su alter ego escucha y el espectador ve en una secuencia mediocre, desganada y recitativa casi al final de la película es que hay cegueras que afectan al entendimiento. Homar, su personaje invidente, sabe que allí no hay representación de verdad, tan solo gesticulación sin vida. Lo incomprensible es que, en Los abrazos rotos , acontezca lo mismo. Hay demasiadas secuencias de baja frecuencia y torpe lenguaje fílmico que Almodóvar, incomprensiblemente, ha dejado pasar. Sólo esa película dentro de la película, Chicas y maletas , sirve de morada y refugio al Almodóvar más inspirado. Con ella se apuntala la angustia que atenaza al propio Almodóvar: entiende que no debe volver atrás pero parece no saber cómo enfrentarse al futuro.